La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

sábado, 5 de junio de 2010

La Caída de Ícaro



"Dédalo e Ícaro", lienzo de Pyotr Ivanovich Sokolov (1776)

                                                               Por Leonardo Venta

Los mitos greco-romanos son huellas de antiguas civilizaciones. Están colmados de narraciones donde aparecen dioses, semidioses y criaturas fabulosas, así como relatan grandes y extraordinarias hazañas. Explican, a su vez, parte de la naturaleza de aquel mundo antiguo, con sus cultos, creencias y prácticas rituales.

Entre los mitos erigidos por la civilización helénica, resalta el de Ícaro, hijo del arquitecto Dédalo, constructor del Laberinto de Creta, en el que fue aprisionado el Minotauro, un monstruo devorador de hombres que era mitad humano y mitad bestia.

Dédalo reveló el secreto de la salida del laberinto a Ariadna, hija de Minos, y ella ayudó a su amante, Teseo, a matar al monstruo para que escapase del mismo. Encolerizado por la fuga, Minos encarceló a Dédalo e Ícaro.

Ya en prisión, Dédalo fabricó alas de cera para escapar volando junto a su hijo. Él le aconsejó a Ícaro que volara lo más alto posible para evitar la humedad del mar. Al mismo tiempo, le advirtió que no se acercara mucho al sol, ya que el calor que generan sus rayos
 podrían derretir la cera de sus alas.

El día de la huida, padre e hijo volaron triunfantes sobre Samos, Delos y Lebintos. Ícaro ascendía como si intentase remontarse al Olimpo. Mas, el abrazador sol, como le había advertido su padre, ablandó la cera que mantenía unidas las plumas de sus alas, y éstas se despegaron. Ícaro se estrelló contra el mar. Dédalo lo buscó, pero sólo halló un puñado de plumas.

El mito de Ícaro sugiere un ancestral afán libertario y de temeridad. El hombre anhela propasar lo lícito o razonable, romper las barreras de lo prohibido, burlar la misma muerte. La frustrada hazaña del  personaje no sólo trasciende por el valor alegórico de su osadía, sino también inspira un hondo sentimiento de simpatía, de lirismo.

¿El hacer o el abstenerse?, ¿el someterse o rebelarse?, son disyuntivas cotidianas sobre las que Ícaro nos hace reflexionar. La excelencia que excede la capacidad humana de nuestro héroe, o la nuestra, es el astro Rey, símbolo de la divinidad, con la cual emula.

La malograda aventura patentiza nuestras más intestinas limitaciones. El erudito mexicano Alfonso Méndez Plancarte se refiere a “este otro Ícaro pequeñuelo que trató de mirar al Sol”, relacionándolo con ese intento irreflexivo y temerario del alma en Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz –tan insuficiente ante lo eterno– en su aspiración de alcanzar lo inaccesible.

Todos somos, en cierta manera, Ícaros de nuestros propios anhelos. A veces nuestras alas son desasidas por la adversidad; otras, nos ayudan a remontarnos sobre insospechados horizontes.

¿Por qué no desafiar la fuerza de gravedad que nos aprisiona a este irresoluto suelo? Arriesgarnos o no, he ahí la disyuntiva.


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