La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

domingo, 30 de septiembre de 2012

El chasquido lezamesco de la soledad

Eloísa, contempla a su hermano José Lezama Lima, inmerso en su errante soledad enciclopédica
Por Leonardo Venta

 

“No es su soledad que toda criatura conlleva, sino lo que está al alcance de la mano y se hace un mensaje. Un conjuro, una llave que se nos perdió cuando estábamos tan cerca del castillo. Eso es lo terrible, la llave que tuvimos y se nos perdió. En el sueño la apretábamos en nuestras manos, pero ya por la mañana no estaba”.
(En: Cartas a Eloísa y otra correspondencia, José Lezama Lima 1968)


José Lezama Lima debió haber nacido en el recodo más intestino de La Habana de 1910, lo que hubiera resultado paradójico para una ciudad tan infatigablemente bullanguera y un ser tan amiguero como el autor de la novela Paradiso. Si bien, la soledad nutrió desde la infancia el aislamiento existencial de su fijo dilatado peregrinar enciclopédico.

La prematura muerte de su padre marcó lo que Lezama llamaría la primera de sus dos grandes experiencias alucinantes: “Mi vida transcurrió entre dos momentos de alucinación: yo acababa de cumplir ocho años cuando mi padre contrajo una gripe en Fort Barrancas, Pensacola, y se murió de esa enfermedad complicada con una pulmonía (...) Él estaba en el centro de mi vida y su muerte me dio el sentido de lo que yo llamaría el latido de la ausencia”.

A partir de entonces, la natural asociación biológica con su madre se tornó en robusta observancia de devoción recíproca . Ella, Rosa María Lima, fue ese todo que provocó con su partida la descomunal segunda alucinación/derrumbe de Lezama. Se dice que Marcel Proust al morir su madre, la resucita en cada resuello de su pluma. Lezama, mucho antes de acaecer la muerte de su progenitora, el 12 de septiembre de 1964, la sufre acérrimamente. A juicio de su hermana Eloísa, “la publicación en 1966 de Paradiso será la epifanía – de su madre Rosa Lima – a manera de homenaje y apresamiento”.

Lezama se casó con su secretaria y mejor amiga María Luisa Bautista, el 5 de diciembre del mismo año, para revivir en cierto sentido el orgánico extinto aliento maternal, “latido de la ausencia”, soledad transmutada hacia la temprana vejez emocional. A la madre sacrificó no ya la existencia, sino el clamor gemebundo de un alma encanecida como lo confiesa en Paradiso: “...la vejez de un hombre comienza el día de la muerte de su madre”.

Un hondo y enmarañado hermetismo, así como complejas alusiones figuradas de irresistible lirismo, resguardaron con esmerado recelo el doliente insilio del poeta. La habanera morada de Trocadero 162 se transformó en “guarida” sitiada por sus duendes literarios y múltiples amigos (cobijados bajo la sombra de su espacioso genio), algunos de los cuales, devinieron en seguidores.

Así describe el poeta su perpetuo himeneo con la soledad: “He sido un solitario que cultiva el diálogo con fanatismo. Creo en la intercomunicación de la substancia, pero soy un solitario. Creo en la verdad y el canto coral, pero seguiré siendo un solitario. Participo, converso, me paro en la esquina y miro en torno, pero sigo siendo un solitario. Creo que la compañía robustece la soledad, pero también que lo esencial del hombre es su soledad y la sombra que va proyectando en el muro…”.

¿A cuál sombra se refiere el etrusco habanero, a cuál muro? ¿Acaso alude a ese hombre, o mujer – en concomitancia con el “Retrato” machadiano –, que siempre va con nosotros y espera hablar a Dios un día, o al sofocado chasquido de la carencia absoluta de todo ser? Nos preguntamos, entonces, ¿arrulló su soledad o la rumió en calidad de irremisible hado – bajo un celaje de indescifrables códigos –, asmático, estéril, sin descendencia, el nunca solo solitario que en exhausto gesto fúnebre, un caluroso 8 agosto de 1976, regresó quedamente a su nada congénita?


sábado, 29 de septiembre de 2012

"Rara Avis", coreografía de Alberto Méndez, con Mirta Plá, Mirta García y Rosario Suárez



'Rara avis', coreografía de Alberto Méndez, música de Georg Friedrich Händel y Benedetto Marcello. Diseños: Salvador Fernández. Es un ballet conectado con la naturaleza mediante tres cuadros
escénicos:  Sobre la tierra, 'El pavo real ', interpretado por la hermosa Mirta Plá, donde se refleja la majestuosidad de esta especie de faisán ; Entre las ramas, 'El colibrí', interpretado por Mirtica García, ave célebre, a pesar de su diminuto tamaño, por su rápido vuelo y potente aleteo, cuyo ejemplar
 más pequeño es el colibrí abeja de Cuba; así como Hacia las nubes, 'El águila', en el estilo de Rosario Suárez, símbolo de valor, poder, destreza y suma elevación, entre otras particularidades.



El destierro de la Abuela Kueka



La “Abuela Kueka” es una colosal piedra sagrada para los pemones – comunidad amerindia venezolana que habita el Caribe occidental desde tiempos inmemoriales –, extirpada del Parque Nacional Canaima, al sur de Venezuela. Bajo la presidencia de Rafael Caldera, el funcionario Héctor Hernández Mújica la entregó al escultor alemán Wolfgang von Schwarzenfeld, mediante un acuerdo establecido con Hans Peter Pliscka, Encargado de Negocios de la Embajada de la República Federal Alemana en Caracas.
 
A partir de este bloque inmenso de jaspe de unas 30 toneladas de peso, el artista teutón realizó un trabajo escultural para luego emplazarlo en el parque berlinés Tiergarten como parte del proyecto “Global Stone”, el cual comprende cinco piedras, o grupos de piedras, las cuales alegorizan un lema para cada uno de los continentes que conforman el globo terráqueo: la esperanza (África), la paz (Australia), el despertar (Europa), el perdón (Asia) y el amor (América).

Si bien, el epíteto amoroso con que los germanos arrullaron a la vetusta piedra americana en nada coincide con la poco melindrosa conmoción desatada alrededor de la misma. El pueblo pemón reclama el regreso de su venerable piedra al lugar que le corresponde junto a su amado, el “Abuelo Kueka”, en la localidad de Santa Cruz de Mapaurí.

Según la leyenda aborigen, Kueka era un joven de la tribu Pemón que eligió por esposa a una hermosa doncella de la casta Macuxi, transgrediendo lo establecido por el dios Makunaima, que prohibía la unión de sus mancebos con mujeres de una tribu diferente. Pemón y su prometida huyeron hacia la tierna maldición de los amores imposibles. "¡Maldito eres, vivirás siempre abrazado con tu esposa!, dictaminó Makunaima mientras metamorfoseaba a los amantes en piedra.

Esa sed de identidad que nos empuja a venerar tradiciones, a costa, es preciso decirlo, de exigirnos la existencia de sucesos maravillosos, nos impone reconocer que la abuela y el abuelo de los Pemón, separados arbitrariamente, integran la infinitud de nuestra eternidad añorada. Para la razón, en fin, de los oriundos de Santa Cruz, la crisis ambiental y espiritual que sufre su comunidad se le atribuye a la ausencia de la Abuela Kueka de su espacio original y, junto al gobierno venezolano, reclaman a Alemania su pronto retorno a la Venecia de América.

Mas es menester distinguir aquí entre el apetito artístico del escultor europeo y el acto de subestimar la perfecta salud del pueblo pemón al sustraerle la tan valorada piedra. Hoy, el propio von Schwarzenfeld admite que la Piedra Kueka ya no representa el amor, sino de alguna manera refleja sentimientos de discordia. Y es que donde habita la discordia no hay lugar para el amor.

El pueblo autóctono de Pemón reclama este pedazo de su historia, de sus credos, de su cosmogonía, de su patrimonio, de su idiosincrasia, arrancado de sus entrañas e injertado en suelo ajeno. El ministerio de Asuntos Exteriores alemán se ha referido a una solución aceptable para todas las partes. Apoyándonos en el inextricable báculo llamado justicia, como si fuera un cetro, insignia de la dignidad humana, consideramos el retorno de la Kueka-abuela al parque Canaima, Patrimonio Natural de la Humanidad, como única solución admisible.

Carmen Laforet, más allá de una efeméride

Nada, de Carmen Laforet, una bocanada de emancipación femenina
                                                     Por Leonardo Venta

“La literatura la inventó el varón y seguimos empleando el mismo enfoque para las cosas. Yo quisiera intentar una “traición” para dar algo de ese secreto, para que poco a poco vaya dejando de existir esa fuerza de dominio, y hombres y mujeres nos entendamos mejor, sin sometimientos, ni aparentes ni reales, de unos y otros".

                                                         Carmen Laforet


Carmen Laforet hubiera cumplido 91 años el pasado 6 de septiembre, motivo suficiente para brindarle aliento en Desde mi Belvedere. Si bien, la honramos no porque requiramos llenar un espacio efemeridico con frívolas impuestas palabras, sino porque es la autora de una obra maestra de la literatura castellana que admiramos hondamente.

A Laforet se le desconoce, a no ser en los reducidos círculos universitarios especializados en literatura española. Hasta su muerte a los 82 años, ocurrida en Madrid el 28 de febrero de 2004, todo alrededor suyo estuvo envuelto en un mutismo sólo comparable al de los errantes personajes de Comala en la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo.

Nada – ganadora del primer Nadal 1945 – fue escrita en pleno período de la postguerra, por una hasta entonces desconocida joven de apenas 23 años, Carmen Laforet, quien supo dragar con maestría, bajo la apariencia de una novela de trama ligera y superficial, en la abismal lobreguez de la sociedad española bajo la dictadura de Francisco Franco.

Andrea, una joven provinciana de 18 años, arriba a Barcelona para establecerse con sus familiares y emprender sus estudios universitarios, pero sobre todo para independizarse. Destinada a romper los espacios restringidos (el mundo rural y patriarcal del que proviene), Andrea expande su radar esperanzador hacia un nuevo horizonte urbano. Si bien, se desengaña tempranamente.

Su amistad con Ena, una joven de espíritu libre, nutrirá sus aspiraciones. ¿Pero hasta que punto? Nada – cénit de una exigua producción literaria, cuya calidad, muy a pesar de Laforet, no tiene paragón con textos posteriores de la autora – propone la necesidad de un espacio propio para la mujer, dentro de un marco íntimo, pero sobre todo un medio donde ésta pueda respirar y expresarse con libertad. En esa búsqueda, paradójica, a la manera del conflicto edípico, Andrea se encamina, sin sospecharlo, a una nueva prisión: la casa de su familia en la calle Aribau.

La habitación que se le asigna, donde pasa hasta hambre, según su primera y definitoria impresión, es “la buhardilla de un palacio abandonado”. Sus esperanzas de autonomía son constantemente socavadas. “Habían colocado sobre el armario [del nuevo cuarto que le fue asignado] una pila de sillas de las que sobraban en todas las partes de la casa”. Como opresivo colofón, la joven encuentra una nota de su tío Juan que le advierte: “Sobrina has el favor de no cerrarte con la llave. En todo momento debe estar libre tu habitación para acudir al teléfono”.

En Nada, la mujer es un objeto, posesión masculina, no sólo corporalmente, sino emocional e intelectualmente. Eh ahí el por qué la resuelta Ena, de rasgos masculinos, deconstruye el estereotipo pasivo que distingue al “segundo sexo”, y encara el reto, obsesivo, de seducir y no ser seducida. En sus dos opciones significadoras – la política (la gran oculta metáfora que denuncia la represión y desenmascara la doble moral de la ideología franquista), así como la individual (la sexualidad de la mujer en sí) –, se concreta la dicotomía sumisión versus rebelión. Lo que explica las fricciones entre Andrea y su tía Angustias; la primera anhela emanciparse, mientras la segunda le recalca los patrones de obediencia que determinan el comportamiento femenino. La emancipación implica desorden para Angustia. Si bien, ella, como exponente de la decadente moral de la dictadura que encarna, amparada en preceptos religiosos, predica una moral que no practica.

La desigualdad económica entre hombres y mujeres transita un entorno en la novela donde las penurias de postguerra no parecen distinguir géneros; no obstante, el desnivel económico entre ambos es irrebatible. El término ‘jefe’, tan aborrecido por las feministas, es pronunciado reiteradamente en el marco familiar para referirse a un hombre: el padre de Ena. A su vez, en el desenlace, la aparente solución al dilema que enfrenta Andrea, es una propuesta de carácter económico, ponderada por el señorío patriarcal: “Hay trabajo para ti en el despacho de mi padre, Andrea”.

Al cerrar este somero recorrido por la colosal Nada, gravitando el universo literario Andrea/Laforet, os invito a arrimaros confiadamente a esta obra de arte excepcional, de lectura fácil, agradable, didáctica y edificante.