La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

lunes, 6 de septiembre de 2010

El misticismo de San Juan de la Cruz


Por Leonardo Venta

San Juan de la Cruz es el poeta místico más intenso de la literatura española. Nació en Ávila en el año 1542 y murió en Úbeda en 1591. Su obra está integrada por el “Cántico espiritual” y la “Subida del Monte Carmelo”, así como por la “Noche oscura del alma” y la “Llama de amor viva”.

Su poesía, de un innegable umbral bíblico, refleja su relación entrañable con el Creador en versos henchidos de ennoblecidas alegorías. Se nutre del “Cantar de los cantares”, del que parece extraer la esencia de su simbolismo, pero con el hálito de una experiencia espiritual íntima de carácter estrictamente paradísiaco.

La relación Amado-amada (Dios y el alma del místico) se repite en su obra con vehemencia. La naturaleza, descrita en toda su excelsitud, se remonta a esferas celestiales. El lenguaje, excelso, está saturado de aroma seráfico. La antítesis, o lo que los griegos llamaran oxímoron, sobresale en delicadas imágenes como “música callada” y “soledad sonora”.

A diferencia de otros místicos, la vida y obra de San Juan de la Cruz están disociadas, pues se dedicó a labrar exclusivamente los perfiles más sublimes del espíritu, sin dejar huella alguna de sus pasiones terrenas.

Su poesía se centraliza en la reconciliación del hombre con el Creador, a través de una continuación de escalones espirituales, que parten de un ejercicio ascético hasta culminar en un arrebatado misticismo, alejado de todo placer mundanal perecedero; pero más que eso, es el romance idílico de una obsesión purificadora.

Para el religioso poeta, la fusión espiritual con la voluntad divina no puede ser consumada sólo a través del conocimiento teológico, sino mediante una vivencia íntima marcada por el éxtasis, o el quietismo, estado supremo de elevación espiritual, en que la quietud sublime de la entrega no admite a su lado ningún otro sentimiento o expresión humana.

Si la experiencia mística consiste en la unión definitiva con Dios, el grado máximo de tal arrobamiento es la supresión de la palabra. La criatura antes de alcanzar dicho estado ideal, abandono e inmovilidad en éxtasis, tiene primero que contender con el carácter engañoso de su naturaleza humnana.

En su poema “Noche oscura”, el hablante lírico se abandona voluptuosamente en el Creador, mediante la deliberada negación de su propia voluntad. Se fuga del cuerpo, como a hurtadillas, para dirigirse al Altísimo. Abandona su prisión corpórea, la vulgaridad cotidiana que le asecha, para consolidar en su vuelo nocturnal la fantástica transición oscuridad-luz.

Es la noche el espacio donde las cosas palpables no son fácilmente visibles; no obstante,  no necesita ojos literales para amar. Si bien, el aura mística que corona su alma es enigma o ‘noche’ para miradas sujetas a pasiones carnales.

A la caída del sol, los enamorados comparten a plenitud su dicha. Sobra la luz física del día. La noche es alado carruaje que transporta a la voz poética a la presencia de su Adorado, el lecho, el marco, la atmósfera, el perfume, la testigo de la simbiosis “Amado con amada, amada en el Amado transformada”.

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