La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

domingo, 28 de agosto de 2011

Nuestro barroco (I)

Detalle barroco de un relieve en iglesia mexica, ángeles amerindios
Por Leonardo Venta

El barroco, notorio por su estilo recargado, encierra en sí la paradoja de un abismal miedo a la falta o carencia. Alejo Carpentier lo define “constante del espíritu, que se caracteriza por el horror al vacío... un arte en movimiento, un arte de pulsión, un arte que va de un centro hacia afuera y va rompiendo, en cierto modo, sus propios márgenes”.

Marcado por un afán histórico de desplazar al renacimiento, el barroco, con todo el desdén terminológico de los componentes que le aglutinan y enrarecen, arropa la cultura y el arte europeo – así como cobra su perfil americano –, de finales del siglo XVI y XVII, para dilatarse y espejearse en las matutinas playas del XVIII. Para otros, nunca ha tenido un definitivo ocaso.

Carpentier en la introducción a su conferencia dictada en el Ateneo de Caracas, el 22 de mayo de 1975, discrepa con aquellos que le califican de arte decadente. “Cada vez que oigo hablar de arte ‘decadente’ me pongo en un estado de furia sorda… esto… se ha aplicado sistemáticamente a una multitud de manifestaciones artísticas que, lejos de marcar una decadencia, marcan las cumbres de una cultura”, afirma el autor de Concierto Barroco.

El término ‘baroco’ suele vincularse con el arte, la arquitectura, la música y la literatura occidental, que partiendo de un sentimiento de crisis y desilusión – manifiestos en la honda desigualdad social, los conflictos bélicos y la miseria – evoluciona hacia una superación de dichas adversidades: lo recargado persigue llenar ese vacío.

Es característica del barroco la dificultad en la comprensión de su lectura, su hermetismo, su carácter polémico, chocante, cuyas manifestaciones, especialmente las cultivadas por Luis de Góngora, su cúspide y prototipo literario, han sido consideradas, inmerecidamente, “meras manchas de color” en la escritura.

Otros sellos distintivos del barroco son: amplio uso de cultismos, neologismos de origen latino y griego, sintaxis confusa y latinizante, alteración del orden normal de la colocación de las palabras, abundancia de imágenes y metáforas, gusto por los elementos sensoriales: color, luz, sonido, tacto, olor; así como suma devoción por la mitología. El barroco es elitista pero estimula la creatividad y el ejercicio del intelecto; persigue el goce estético que se arrellana en la beldad de la palabra.

En Nuestra América se nos imbuye para cobrar magnitudes soberanas. Desde sus inicios gesticula una pluralidad significativa – en sor Juana y Carlos Sigüenza, por ejemplo – cuya paradoja consiste en ponderar un poder foráneo, avasallador, y, al mismo tiempo, con taimado espíritu subversivo, desplazarse hacia la contraconquista, al decir lezamesco, mediante el cultivo de gestos autóctonos americanos.

Se nos transforma en auriga para recorrer con esplendorosa cautela su henchida carrera, si bien liado a la hegemonía de discursos e instituciones de la Metrópoli. En calidad de conciencia social periférica, se vale de tretas en el devenir de una agenda tan sagaz como perentoria. Según Alfredo A. Roggiano, “… sería el traslado del Barroco de España a sus ‘dominios de ultramar’, con variantes que se justifican según razones propias de un proceso histórico en los que se juegan intereses de la colonización por parte del conquistador y de la defensa de lo genuino y propio por parte de los pueblos dominados”.

En calidad de ‘la otredad’ o ‘lo distinto’, y en búsqueda de la afirmación de lo propio, el americano se debate constantemente en dos directrices fundamentales: afianzar su identidad, y al mismo tiempo resistir, consciente o inconscientemente, el avasallamiento hegemónico cultural europeizante.

Curiosamente, publicado el mismo año en que salió a la luz Ficciones de Borges, 1944, en De la Conquista a la Independencia, Mariano Picón Salas realiza uno de los estudios más lúcidos que se haya escrito sobre el barroco americano. (continuará la próxima semana)

sábado, 20 de agosto de 2011

Tagore, de la muerte a lo permanente

Por Leonardo Venta

Este 2011 está marcado literariamente por notables conmemoraciones, entre las que destaca el 70 aniversario de la muerte, el 7 de agosto de 1941, tras cumplir sus ochenta años, del poeta y filósofo Rabindranath Tagore, Premio Nobel de Literatura 1913, lauro que hasta entonces había sido concedido exclusivamente a escritores europeos.

De varonil empinada ternura, imaginativo y profundamente religioso, abogó siempre por un mayor contacto entre Oriente y Occidente. Arrulló con sus versos, más allá de las fronteras patrias, la naturaleza, la divinidad y el género humano. Veía en la educación una manera de solucionar la injusticia social.

Cultivó asimismo la cuentística, la novela y la dramaturgia, así como compuso un sinfín de canciones populares. Dos de sus composiciones son los himnos nacionales de Bangladesh e India: el Amar Shonar Bangla y el Jana Gana Pete Manana. Tradujo al bengalí obras sánscritas y el Macbeth de Shakespeare.

En 1902 muere su esposa. En 1903 fallece su hija, cuya memoria le inspira la colección de poemas de niño La luna nueva. “¿De dónde venía yo cuando me encontraste?, preguntó el niño a su madre. Ella, entre risas y lágrimas, apretó al niño contra su pecho y le respondió: Estabas oculto en mi corazón como un deseo, vida mía”, leemos en el poema que da título al libro.

En 1904 sufre la pérdida de su discípulo, el joven poeta Satish Chandra Roy. Al año siguiente, muere su padre, y dos años después su hijo mayor. Esta cadena de defunciones ensombreció su sonrisa pero no apagó su amor a Dios y a la vida. “Sin embargo, en el seno de aquel dolor intolerable, fugaces claridades lucían de tiempo en tiempo en mi espíritu”, dijo.

El poeta hindú fue testigo de los pavorosos efectos de la demonólatra guerra. “Acabo de visitar los campos de batalla de Francia, desvastados por la guerra. La calma terrible de esta desolación, que todavía exhibe las llagas del dolor reciente...suscitó en mi mente la visión de un demonio descomunal; un demonio sin forma, sin inteligencia, pero con un par de brazos capaces de golpear, de romper, de desgarrar; con un hocico ávido, siempre dispuesto a devorar”, confesó desgarradoramente.

En 1919 devuelve a la corona inglesa el título de “Sir” que recibiera, en protesta a la matanza de 400 manifestantes indios en Amritsar por tropas británicas. En sus últimos años, se dedicó a la pintura y a la música. En 1930 expuso por primera vez en la Galería Pigalle de París. Sobre su incursión en las artes plásticas, expresó con agudeza: “Mis imágenes son mis versos dibujados”.

Pocos días antes de su muerte, leyó a los niños de la escuela Santiniketan de filosofías orientales y occidentales fundada por él: “Es cierto que, como la luz del día de Dios, todas nuestras energías pueden estar ocultas bajo el sudario de la oscuridad de la noche, por algún tiempo; pero la luz vuelve a vivir de nuevo. Así son las relaciones verdaderas y así permanecerán hasta el fin de nuestras vidas, sin perderse jamás. Irán creciendo y entrarán entonces en un proceso de creación y en la realización permanente en lo que ha de venir y está siempre viniendo. Y yo le ofrezco a Dios mi oración para que Él nos lleve de lo vano a la verdad del amor: “¡llévanos de lo irreal a lo real, de la oscuridad a la luz, de la muerte a lo permanente!”.

lunes, 8 de agosto de 2011

El castellano y las lenguas amerindias (Segunda parte y última)

El Cuzco, ciudad situada en los Andes surorientales, que albergó la gran urbe prehispánica del Qosqo, capital del Imperio inca o Tahuantinsuyo.
Por Leonardo Venta

Algunos años después de su llegada a suelo americano, los conquistadores descubrieron México y Centroamérica. Allí aprendieron nuevos vocablos, sobre todo con los aztecas del centro y noroeste de México. Ejemplos de dichas adquisiciones serpentean la prosa enérgica, espontánea y sencilla de Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, publicada póstumamente en 1632, pero que debió de ser escrita entre 1557 y 1575.

El náhuatl, lengua de los aztecas hablada actualmente por cerca de un millón de personas en México, ha aportado muchas voces al castellano. Entre las más conocidas se encuentran: ‘tiza’, arcilla blanca usada para escribir; ‘petaca’, caja grande; ‘coyote’, lobo americano; ‘guajolote’, pavo; y otras que por resultarnos tan familiares no necesitan explicación: chocolate, cacao, chicle, tomate, aguacate, tamal y jícara, que es una vasija pequeña. En México y Centroamérica el español tiene otros nahuatlismos de uso local como ‘metate’, piedra plana para moler el maíz; ‘mecate’, soga o cordel; ‘achiote’, bija o especie de colorante para la comida; ‘camote’, batata o boniato; ‘chayote’, planta enredadera cuyo fruto es comestible; ‘elote’, mazorca de maíz; ‘cuate’, gemelo o compañero; y ‘guacamole’, palabra que se ha popularizado con la internacionalización de la comida mexicana.

El quechua, hablado actualmente por unos siete millones de personas, era la lengua del imperio Inca y en la época precolombina se hablaba en una vasta región sudamericana que hoy incluye al Ecuador, Perú, Bolivia, el norte de Chile y parte de Argentina. Del quechua conservamos vocablos como ‘carpa’, toldo; ‘cancha’, terreno llano y yermo, lugar para jugar deportes; ‘pampa’, llanura, sabana; ‘papa’, tubérculo comestible; ‘choclo’, mazorca de maíz; y ‘coca’, planta de cuyas hojas se extrae la cocaína.

‘Quino’, árbol medicinal del cual se extrae la quinina; ‘chirimoyo’, anón, fruta tropical; ‘mate’, infusión de yerba rioplatense; ‘guano’, estiércol; y los nombres de animales andinos como ‘llama’, ‘vicuña’, ‘alpaca’, ‘pisco’ y ‘cóndor’, son otras voces quechuas que enriquecen nuestro idioma. Existen otros vocablos del mismo origen con menos difusión fuera de esa región, como ‘inca’, aborigen de noble linaje del Cuzco y de sus alrededores; ‘gaucho’, jinete trashumante y diestro en los trabajos ganaderos de las pampas del Río de la Plata; ‘china’, mujer indígena o mestiza; y ‘guagua’, palabra posiblemente onomatopéyica que significa niño. Pampa, llama, alpaca y china, son también parte del aimara, lengua que aún hablan más de medio millón de personas en Perú y Bolivia.

Otra lengua autóctona americana es la araucana o mapuche que todavía se habla en zonas de Chile y Argentina. Aunque los libros no recogen contribuciones de esta comunidad, la palabra ‘poncho’, capote sin mangas, es considerada araucana, a pesar de que Corominas y otros lingüistas lo niegan.

Por último nos referiremos al tupí-guaraní, a cuya familia pertenecen varios dialectos e idiomas que fueron llevados desde el Amazonas hasta la costa del Atlántico por agricultores guerreros que seguían las vastas redes fluviales de Sudamérica.

En el bilingüe Paraguay, cerca del 90% de la población habla español y un 40% también guaraní. Aunque pocos términos guaraníes han pasado a formar parte del español general, algunas palabras relacionadas con la fauna son parte no sólo de nuestro idioma, sino que se han extendido a otras lenguas como ‘jaguar’, tigre americano; y ‘piraña’, pez carnicero feroz oriundo de algunos ríos sudamericanos.

Aunque es imposible pormenorizarlos en este reducido espacio, son numerosos los términos amerindios que se arrellanan en los diccionarios y el habla popular castellana; incluso, se han imbuido en otros idiomas. El pasado cobra aliento en las huellas que han dejado las lenguas precolombinas en ese proceso evolutivo hacia nuestro presente. Reconocerlas, preservarlas y reverenciarlas es nuestro deber histórico.