La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

sábado, 9 de agosto de 2014

La tragedia griega

“Edipo Rey”, ballet de Jorge Lefebre sobre la obra homónima de Sófocles, forma parte del repertorio del Ballet Nacional de Cuba desde que Alicia Alonso, a pocos días de cumplir 50 años de edad, y Jorge Esquivel, su joven parternaire entonces, lo estrenaran en el Gran Teatro de La Habana, en noviembre de 1970.

Por Leonardo Venta




“Todo lo trágico se basa en un contraste que no permite salida alguna. Tan pronto como la salida aparece o se hace posible, lo trágico se esfuma”.
                                    Johann Wolfgang von Goethe

              El arte dramático persigue esencialmente expresar los sentimientos y reflexiones incitados por la lucha del ser humano con las fuerzas eternas que parecen regir su vida o, como expresa Sófocles, “los encuentros del hombre con algo más que el hombre”.
            Al acércanos al término ‘tragedia’ en literatura, tenemos siempre que remitirnos a Atenas.  Este género, cuya acción presenta conflictos que mueven a compasión y horror, con el fin, según Aristóteles, “de provocar el desencadenamiento liberador de tales efectos”, y cuyo desenlace generalmente es funesto, evoluciona hasta alcanzar su madurez en el siglo V antes de nuestra era.  
            Entre las siete piezas dramáticas de Sófocles, “Edipo Rey” – cuyo protagonista, ignorando que es hijo del monarca de Tebas, lo mata y se casa con la reina, que es su madre – es abanderada de la cultura ateniense en su santuario más ponderado: el teatro, todo lo que nos ha quedado – junto a los trágicos Esquilo y Eurípides y el comediógrafo Aristófanes –, aparte las crónicas de los historiadores.
            El teatro de la época no era un centro de reunión para entretener, mucho menos un mecanismo de ficciones picarescas y solazadas, ni una reproducción exacta de la vida ateniense. Incluso, la comedia griega, que tomaba sus temas de la vida política y social contemporáneas, aderezaba con anécdotas una agenda más profunda y ambiciosa. El llamado teatro “clásico” se dirigía a lo más hondo de la conciencia individual y colectiva.
            Las tragedias griegas se representaban durante ciertos días del año. El festival principal se celebraba en la primavera, donde grandes masas se congregaban – por varias jornadas sucesivas y durante la mayor parte del día – en un teatro al aire libre que acomodaba alrededor de 17 mil espectadores para presenciar un ciclo de presentaciones teatrales en medio de una grandiosa suntuosidad cívica y religiosa. Los practicantes de la tragedia afrontaban una gran responsabilidad. Si bien, eran recompensados ingentemente tanto en prestigio como económicamente.
            Antes de ser representada, cada tragedia debía ser aprobaba por un comité de selección, y el solo hecho de ser aceptada para su escenificación le confería enorme prestigio a su autor. Competían tres autores escogidos, y se elegía un ganador por el voto de jueces influenciados por la acogida del público. Cada concursante debía entregar una serie de cuatro obras: tres tragedias, independientes entre sí o formando una trilogía sobre un tema específico, y una sátira de carácter más ligero.
            En la tragedia ática sobresale el elemento propiamente musical, que otorga relevancia a las partes corales, conjuntamente con la connotación religiosa. El drama era recitado o cantado (odas) por un “coro” que interpretaba, tonificaba y comentaba los sucesos. El coro tendía un puente entre el espectador y lo escenificado; a su vez inmiscuía al primero en los sucesos, empinando el dramatismo de la acción.
            Gracias al auxilio del coro, el espectador se transformaba en un personaje más, sumándosele en la valoración de lo acontecido en el escenario. El asistente al espectáculo se veía reflejado en la trama, y, al igual que el coro, era en cierto sentido cómplice de lo escenificado. El coro hablaba por los personajes, exponía lo que éstos no podían decir o no se atrevían a confesar, algo así como una especie de narrador y, al mismo tiempo, subconsciente, monólogo interior, de los actores y los espectadores.
            Una obra teatral debía contar una historia heroica y legendaria conocida. Como el público ya manejaba los hechos de la acción, el dramaturgo tenía entera libertad creativa para desarrollar su trama. La puesta no se apoyaba en el factor suspenso, no procuraba satisfacer la curiosidad pasajera, sino estimulaba la reexaminación profunda de las verdades eternas. 
            La tragedia, como género, esgrime la ironía dramática: las palabras contradicen el significado de la situación, o proponen acciones cuyos resultados refutan lo que originalmente se procuraba. Para Karl Jaspers, pionero del existencialismo, Homero es uno de los primeros trágicos, en el sentido que sus héroes, coronados por el halo de sus hazañas, padecen conscientemente una honda expectativa de muerte, la que finalmente acaba despojándolos de su triunfo para hundirlos en la nada absoluta.
            El error, ocasionado por diferentes motivos, en orden a sí mismo o provocado por los demás, arroja al ser humano a la desventura, lo expone al engaño, lo enceguece, obstaculiza su camino a la verdad. La inseguridad e impotencia  despereza lo trágico. La existencia  establece un sombrío contraste polarizado entre Dios y los hombres, o entre los hombres mismos para que el devenir trágico se concrete.
            Si bien, generalmente las tragedias áticas culminan desdichadamente, hay otras con un devenir reconciliador. De lo que concluimos, que el final funesto no determina la existencia de una tragedia como propone el epígrafe de Goethe con que encabezamos este escrito, sino la profusa intensidad de lo trágico en la misma, de la misma manera que el purgar del buen Edipo encuentra su anhelado sosiego, ciego y ya muy anciano, en Colona, “la única ciudad que socorre al extranjero”.