La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

jueves, 25 de febrero de 2016

Del sentimiento trágico de la vida

"Retrato de Miguel de Unamuno", obra de Ramón Casas


Por Leonardo Venta

"Hay algo que, a falta de otro nombre, llamaremos el sentimiento trágico de la vida, que lleva tras sí toda una concepción de la vida misma y del Universo, toda una filosofía más o menos formulada, más o menos consistente. Y ese sentimiento pueden tenerlo, y lo tienen, no sólo los hombres individuales, sino pueblos enteros. Y ese sentimiento, más que brotar de ideas, las determina, aún cuando luego, claro está, las ideas reaccionen sobre él corroborándolo. Unas veces puede provenir de una enfermedad adventicia, de una dispepsia, verbigracia; pero otras veces es constitucional. Y no sirve hablar, como veremos, de hombres sanos e insanos. Aparte de no haber una noción normativa de la salud, nadie ha probado que el hombre tenga que ser naturalmente alegre. Es más: el hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad".

(Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida)

A Miguel de Unamuno, uno de los intelectuales españoles más destacados de la era moderna, como buen existencialista, le obsesionaban temas como el ansia de inmortalidad y el conflicto de la fe.
            En su ensayo filosófico Del sentimiento trágico de la vida, publicado en 1913, se refiere a una fe individual, en la que la persona intenta relacionarse con Dios, sin intermediarios, sin lo abstracto y superfluo de la terca religiosidad, cuestionando su existencia. “Ése en que crees, lector, ése es tu dios, el que ha vivido contigo en ti, y nació contigo y fue niño cuando eras tú niño, y fue haciéndose hombre según tú te hacías hombre, y que se disipaba cuando te disipabas”, afirma.
            Para Unamuno, la idea de la muerte provoca en el hombre un ávido afán de vivir, a plenitud. Este anhelo se convierte en obsesión y se desprende en desgarradora voz de protesta ante la imposibilidad de materializarse, al mismo tiempo que origina una gran preocupación ante lo desconocido y el temor a un final.
            El conflicto entre la imposibilidad de brindar una acertada explicación a la existencia, no comprender el sentido de la vida, y el aspecto deshacedor de la religiosidad, con su carácter privativo y vago, forman parte de la temática que aborda este libro. La lucha que propone el escritor bilbaíno es entre el sentimiento, con ese indecible clamor ontológico por Dios, al decir del salmista, "como el ciervo que brama por las corrientes de las aguas", y la improcedente razón, que le lleva al escepticismo.
            Leemos en el texto unamuniano cómo “el hombre de carne y hueso” objeta su asentimiento a la revelación de Dios: "¿Y qué cosa es fe? Así pregunta el catecismo de la doctrina cristiana que se nos enseñó en la escuela, y contesta así: creer lo que no vimos. A lo que hace ya una docena de años corregí en un ensayo diciendo: "¡Creer lo que no vimos!, ¡no!, sino crear lo que no vemos".
            Unamuno asiente en que se ha pensado que “hace falta un cimiento en que cimentar nuestra acción y nuestras obras”. Sin embargo, opera desde el plano de las contradicciones. El conflicto es, para él, parte constitutiva de su identidad, de la de sus semejantes, y base de su propio método de reflexión.
            En este texto, el genial autor, que cultivó todos los géneros literarios, se refiere al hambre de inmortalidad: “!Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre! ¡ser Dios!".  Al leerlo, nos viciamos con el desasosiego que nos conduce a cuestionar la existencia de Dios, reflejada en la voluntad de vivir como creyente y la imposibilidad de creer consecuentemente.
            En Del sentimiento trágico de la vida, un libro breve pero denso, coronado con once capítulos y una conclusión, el filósofo y gran escritor español de la generación del 98 da voz a nuestras propias angustias existenciales, conscientes e inconscientes. Desgarra nuestros temores y canaliza íntegramente la desazón que nos provoca la sola idea de no existir, al reflexionar en su postulado: "Lo que no es eterno tampoco es real".

lunes, 22 de febrero de 2016

Poema prometido

Por Leonardo Venta

De tanto probar intentos que trasciendan silencios, te me acerco, temerosamente confiado, con el Hudson amigo en la palma de la mano, y el inexpiable sudor de un río que arroja allegadas tenaces desesperadas piedras. Te invito a tropezar en un feliz infinito y regresar luego; así... sin pausa, en límpido viaje a la magia sueño de Opiano Licario. Transito osadas avenidas de prohibiciones… vedadas a la curiosidad de mis deseos… Silencio… es preciso callar. 

(20 de abril de 2014)

jueves, 18 de febrero de 2016

Desenmascarando el mito de la Modernidad

Hernán Cortés, prototipo del hombre moderno 

Por Leonardo Venta

La Modernidad es un mito en su calidad de concepto emancipador, que según el pensamiento del filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel, creador del sistema más firme del idealismo, surge en Alemania como parte de una tercera etapa superior del desarrollo del continente europeo. Según Hegel, la Modernidad vio sus orígenes en la Reforma luterana, maduró con la Ilustración y la Revolución Francesa, así como alcanzó su apogeo con la Revolución Industrial de Inglaterra. Si bien, sus latidos incipientes pudieran remontarse al Medievo para imbuirse, incluso, en nuestra contemporaneidad. Por supuesto, este encasillamiento dista de ser preciso e ignora la existencia de grandes culturas como las orientales.
            Tanto para el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, cuyas teorías son estudiadas en el mundo entero, como para Hegel, el llamado "Descubrimiento de América" no resultó un determinante constitutivo de la Modernidad. No obstante, según afirma el filósofo, historiador y teólogo de origen argentino Enrique Dussel, dicha experiencia cristaliza el “ego moderno" en su carácter más concreto como “centro” y “fin” de la historia.
            Para Dussel, Cristóbal Colón fue el primer hombre moderno. Es el primero que sale oficialmente de la llamada Europa Latina, creando las primicias de una Europa Occidental, atlántica, que se establece en el eje de la historia mediante la experiencia de la Conquista. La llegada y ocupación de América por los españoles, encabezada por Colón, ratifica el rol histórico hegemónico del llamado Viejo Continente, que enhebra la reflexión filosófica y el pensamiento teórico europeo.
            En tanto, la “falacia desarrollista” es el componente análogo al “eurocentrismo”, que explica las propiedades trascendentales del ser y su desarrollo, determinadas por el modelo europeo de superioridad, que a su vez constituye una categoría filosófica fundamental del nombrado “movimiento necesario” del ser. Consiste en la creencia eurocéntrica de que todas las regiones del mundo deben desarrollarse, modernizarse, siguiendo el modelo histórico europeo.
            Por otra parte, la “invención de América” es una tesis del historiador mexicano Edmundo Rafael O'Gorman (1906-1995) que aparece en su libro del mismo título (1958). El erudito mexicano explica la experiencia utilizando el término 'invención', que substituye al de 'descubrimiento', para referirse a la colonización de América, proceso en que los españoles se consolidan como dueños del mundo en un sistema donde el poder les otorgaba la jerarquía y la potestad de tal aludida 'invención'.
            Según Dussel, el conquistador es el primer hombre moderno activo, práctico, violento, que incluye dialectalmente al Otro como 'lo Mismo'.  El Otro es alienado, subsumido e incorporado forzosamente al sistema opresor como un objeto, bárbaro, que se civiliza, desarrolla o moderniza mediante la ocupación. En esto consiste el mito de la Modernidad, en excusar la labor del victimario, el colonizador, al victimar al colonizado.
            Hernán Cortés como representante de este arquetipo en su carácter práctico reúne muchas características que lo acentúan como tal.  Por ejemplo, es sumamente competente a la hora de arengar a su gente, excelente demagogo. Del mismo modo, impone su individualidad sobre los indígenas, enalteciendo su ego, haciéndoles creer que él es esa deidad que ellos esperan, manipulando el augurio azteca de la venida de su Señor y Rey, Quetzalcohualt.
            La fuerza y la violencia, acompañadas de la astucia, son empleadas por Cortés. En una oportunidad recibió a los indígenas pacíficamente mas “en el segundo, por el contrario, quisieron espantar a estos mensajeros (…) con disparar la artillería desafiándolos para que luchasen”.  Otra característica del hombre moderno en Cortés, es el uso de lo que Dussel llama la “violencia erótica”, manifiesta en la relación entre éste y su concubina: la india Malinche. 
            Es también característica de este hombre moderno, que Cortés encarna perfectamente, el anhelo de riqueza, poder y gloria. Cortés humilla a Moctezuma. Coloniza al vencido, al hombre que considera primitivo, a la mujer (la Malinche) de quien se sirve sexualmente y manipula en calidad de esclava e informante, todo en nombre de un mito que ensalza la falacia de la Modernidad y la superioridad del cosmos eurocéntrico sobre el amerindio, al que considera primitivo, rústico e inferior. 
            La Modernidad irrumpe en América a través de un catalizador ambiguo que contrapone la racionalidad europea a las explicaciones míticas primitivas. Sin embargo, enmascara los medios violentos para vencer la resistencia de los ocupados, y justifica, sobre todo, lo que Dussel designa como la “praxis irracional de la violencia”.

domingo, 7 de febrero de 2016

En el 96 aniversario de la muerte de Benito Pérez Galdós

Discurso de Serafín Álvarez Quintero ante Galdós, ya inválido y ciego, el día de la inauguración oficial de su estatua en los Jardines del Retiro de Madrid, el 20 de enero de 1919, en compañía del escultor, el alcalde de la capital española y algunos escritores y amigos


Por Leonardo Venta

En su alcoba de la casa de su sobrino José Hurtado de Mendoza, en el número 7 de la madrileña calle Hilarión Eslava, entre la indolencia y la pobreza, muere literalmente ciego Benito Pérez Galdós el 4 de enero de 1920, a los 76 años. Al día siguiente, decenas de miles de madrileños acompañaron el féretro en su recorrido desde el Ayuntamiento de Madrid, donde se emplazó la capilla ardiente, hasta el cementerio municipal de La Almudena.

Su delicado estado de salud se había agravado desde que el 13 de octubre de 1919 sufriera una grave crisis de uremia, que lo mantuvo postrado en cama hasta la madrugada del 4 de enero, cuando aquellos que le velaban escucharon un grito de pavor. Corrieron a su lado, y presenciaron la manera en que se llevaba las manos a la garganta, como si se ahogara, e intentaba incorporarse. Poco después caía muerto sobre el lecho.            

“Silencioso, recogido, en actitud modesta, caladas las oscuras gafas que protegen contra el rabioso sol de España sus ojos enfermos, pasa inadvertido de todo el mundo”, así retrata Amado Nervo a Benito Pérez Galdós, el novelista más fecundo y significativo de la España del siglo XIX.            

Nacido en las islas Canarias, el 20 de mayo de 1843, Galdós, escritor realista, aunque algunas de sus obras tienen matices naturalistas, plasma magistralmente el mundo que le inquieta. Identificado con el pueblo, muestra al ser humano, delineando sus rasgos íntimos y externos, pero sobre todo su psicología.           

 La novela europea alcanza su plenitud clásica con el realismo, en la segunda mitad del siglo XIX. Benito Pérez Galdós es la figura española equivalente a Balzac, Stendhal, Dickens o Tolstoi. Aborda el tema de la crueldad humana en novelas como Miau, 1889, y Misericordia, 1897. Examina la religión como factor social y moral en Gloria, 1877, y Doña Perfecta, 1876.             

Calificado injustamente como enemigo de la religión, más que un anticlerical, Galdós es alguien que devela los males latentes en la sociedad de su época. Para él, la religión es válida cuando conduce a la armonía social, como fruto genuino y espontáneo de su práctica y no como dogma impuesto.           

En el viejo Madrid, aun hoy podemos reconocer huellas galdosianas. El gran novelista se integró plenamente a la vida madrileña, por eso supo reflejarla con honda veracidad. Aunque no es propiamente un autor costumbrista, brinda en sus novelas un fascinante panorama de la sociedad española de fines del siglo XIX.            

Aparte de de sus treinta y cuatro novelas (42 tomos) escribió cinco series de Episodios nacionales (46 volúmenes), narraciones de sucesos de la historia de España. Los caracteres creados por Galdós, extraídos de experiencias reales, descritos con suma espontaneidad y vivacidad, son responsables de que su obra haya sobrevivido el paso del tiempo.           

 El escritor español incursionó además en el teatro, llevando a él temas de algunos de sus libros, pero sin alcanzar el mismo éxito obtenido con sus novelas. Azorín describe así la labor de Galdós: “Ha contribuido a crear una conciencia nacional; ha hecho vivir España con sus ciudades, sus pueblos, sus monumentos, sus paisajes”. Se dice que su izquierdismo fue el que le privó de alcanzar el Premio Nobel.            

Marianela, una de sus novelas más populares junto a Fortunata y Jacinta, relato patético sobre una huérfana cuya desfiguración accidental la hace huir del amor, fue llevada al cine por Angelino Fons en 1972, y protagonizada por la inigualable Rocío Dúrcal.           

También fueron llevadas al cine por uno de sus más conocidos admiradores, Luis Buñuel, sus novelas Nazarín, en que un sacerdote pierde la fe porque su ideal cristiano es incomprendido por el burdo mundo que le asfixia, y Tristana, que aborda el tema de la esclavitud moral de la mujer.            

Misericordia, un crujiente cuadro de la miseria madrileña y sus clases sociales más relegadas, está considerada como una de sus mejores obras. En ella narra la historia de la noble Benina que mendiga para llevar dinero a la casa en la que trabaja de criada sin cobrar.            

 “Al sentir la proximidad de la muerte –escribe Pablo Beltrán de Heredia– absorto en lejanas evocaciones, balbuceaba frases de niño, y entonaba, con voz trémula, infantiles endechas de Canarias, dulces canciones de la tierra natal”.

Dyango y El Consorcio: Un Concierto Memorable

Al final del concierto, Dyango, que había finalizado su parte y estaba entre bastidores disfrutando de las interpretaciones de El Consorcio, fue llamado por éstos al escenario,  a lo que el catalán respondió aunándoseles en una despedida que la gente  agradeció efusivamente.

Por Leonardo Venta

Nunca lo había visto. En mi Habana, no me quedaba más remedio que escuchar sus canciones por la radio; mientras aprendí, en esta pausada Tampa, a conformarme a desatar su musical temperamento en el rito circular de una lámina que reproduce sonidos.

Sin embargo, este 2008, por primera vez, la imagen de Dyango se me fue develada en el Mahaffey Theater de Saint Petersburg, en un concierto en el que pude deleitarme, a plenitud, no solamente de su arte superior, sino incluso también de la magia de El Consorcio, los románticos ex integrantes de Mocedades, en el espectáculo “Cantándole al Amor”.

Abrió Dyango, en un programa dividido en dos partes, para avivar nuestras emociones hasta el delirio; y cerró El Consorcio, trasportándonos a la desembocadura de un inefable éxtasis.

El legendario músico y cantante catalán interpretó números en los que fijó sus dotes excepcionales. Al entonar temas como “A usted señora”, “Como han pasado los años”, “El día que me quieras”, “Regálame esta noche”, “Nostalgia” y “El que más te ha querido”, demostró que aún puede cantar como cuando yo lo escuchaba tras la diminuta bocina de mi radio adolescente.

Les dedicó a sus amigos cubanos la pieza “Lejos de los ojos” de su primer long-play, aparecido en 1969, que lo lanzó al estrellato. “Me encuentro tan solo / me siento tan triste / si tu estás tan lejos, / tan lejos de mí”, es la letra que sacudió el ayer caribeño despatriado. “La hicieron como un himno especial para ellos [los cubanos]”, expresó Dyango, mientras el público respondía con una cerrada ovación.

El gran intérprete cantó y actuó sus canciones como pocos saben hacerlo. Demostró ser un artista completo. Al final de su intervención, ante un público que le rogaba a gritos que continuara cantando, reapareció en escena tañendo un violín, en un clímax en que la ejecución del instrumento, los gestos, la mímica facial y la interpretación vocal se acoplaron para crear la magia irrepetible de los grandes momentos escénicos.

Amaya Uranga, Sergio y Estíbaliz, Iñaki Uranga y Carlos Zubiaga, los integrantes de El Consorcio, saturaron de cadenciosa ternura la segunda parte del recital. Sus canciones prolongaron el irrefrenable fluir romántico que había iniciado Dyango.

Temas como “Eres Tú”, “Tómame o Déjame” y “Secretaria” despertaron uno que otro dormido recuerdo, así como despabilaron distraídas lágrimas que iban a morir en el perfil almidonado de un pañuelo o en el puño ofuscado sobre un humedecido rostro.

Al final del concierto, Dyango, que había finalizado su parte y estaba entre bastidores disfrutando de las interpretaciones de El Consorcio, fue llamado por éstos al escenario, en un espontáneo y fraternal gesto, a lo que el catalán respondió aunándoseles en una despedida que la gente no esperaba y agradeció efusivamente.


Apuntes sobre la lengua latina

"San Jerónimo en penitencia", obra de El Greco, circa 1605. Su iconografía nos remite al hombre que tradujo la Biblia del griego y el hebreo al latín

Por Leonardo Venta

Los estudios comparativos entre el griego, el latín, el sánscrito y otras lenguas han determinado que todas proceden de una lengua primitiva común, denominada indistintamente aria, indogermánica e indoeuropea.

     Esta lengua primitiva se habló por un pueblo remoto que habitaba probablemente la región centro-oriental de Europa. Se expandió más allá de la India y Ceilán, hasta Bretaña y España, habiendo ocupado toda la superficie de Europa, desde Escandinavia a Grecia e Italia.

     Al esparcirse, derivó en una multitud de sistemas lingüísticos. De esa forma, hacia el año 3 000 a.C. las diferencias entre sus hablantes fueron tan marcadas, que a pesar de su origen común, ya no se entendían entre sí. El tronco indoeuropeo que agrupa las lenguas bajo sus raíces comprende los siguientes grupos: hitita, tocario, indo-iranio, griego, itálico, céltico, germánico, báltico, eslavo, albanés y armenio.

     El latín pertenece a la rama itálica, conjuntamente con otros dialectos que se hablaban en Italia en el primer milenio a.C.; el umbro (en la Umbría, junto al Mar Adriático); el osco (en la Campania y en la Italia inferior); el volsco, el peliñano, el marso y otros, en zonas de la Italia central.  De ellos, con excepción del latín, no existe ningún indicio literario, excepto algunas inscripciones de la época precristiana, sobre todo del osco y el umbro.

     El latín –que proviene del dialecto que en sus inicios se hablaba en la región del Lacio, en la cuenca inferior del río Tíber, donde se erigió la ciudad de Roma a mediados del siglo VIII a.C. – ha dejado grandes huellas literarias, así como imprimió monumental influencia en la cultura helénica, cuyo pueblo fue conquistado por los romanos. Es célebre la frase del poeta lírico y satírico romano Quinto Horacio Flaco: “La Grecia conquistada conquistó a su fiero vencedor”.

     Hacia el siglo III a.C., Roma ya había conquistado toda la península Itálica.  Sucesivamente fue apoderándose de los países que rodean el Mediterráneo hasta formar el imperio más grande que existió en la antigüedad, y el latín fue su lengua oficial y medio de comunicación entre gran parte de los pobladores del vasto territorio que dominaba, aunque el griego y el vascuence (o euskera) resistieron la expansión del idioma romano.

     Por supuesto, toda lengua está sometida a cambios. No es el mismo latín el que hablaban los primeros habitantes de Roma que el que leemos en las Catiliniarias de Marco Tulio Cicerón; en el poema didáctico De Rerum Natura (De la naturaleza de las cosas), de Tito Lucrecio Caro; en las Epístolas de Horacio, abogando por la moderación, incluso en lo referente a la virtud; así como en la Eneida de Virgilio, una epopeya mitológica en doce libros que relata las peripecias del héroe Eneas, desde la caída de Troya hasta su victoria militar en Italia.

     El latín, en sus comienzos era una lengua sin pulimento. De esa etapa, se conservan solamente algunas inscripciones y fragmentos de himnos religiosos y de leyes. Si bien, al recibir el influjo de la cultura helénica, tras los conflictos bélicos que enfrentaron a Roma y Cartago en los siglos III y II a.C. por el dominio del mar Mediterráneo, se va refinando hasta alcanzar la brillantez que caracteriza a lo más pulido de su cosecha literaria. Dicha depuración, distanció la lengua hablada (o popular) de la escrita. Esta última se acrisoló cuantiosamente hasta llegar a su cénit en la época de los autores antes mencionados. Posteriormente se contaminó con expresiones y neologismos procedentes de las provincias, así como del latín vulgar.

     En tanto, el latín popular (sermo vulgaris),  que comprendía el "sermo militaris" o habla de los soldados, "el sermo cotidianus" hablado por comerciantes, esclavos y habitantes de otros pueblos, que aprendieron el latín de los que hablaban el "sermo plebeius", fue transformándose, originando numerosas modalidades dialécticas. Las invasiones de los bárbaros y el consiguiente desplome del Imperio, originó la ruptura de su unidad idiomática.

     Es entonces, cuando el latín se transforma en las diferentes naciones antes dominadas por Roma, y adquiere propiedades disímiles, aunque emparentadas: las lenguas neolatinas, romances o románicas. Estas lenguas son, de oriente a occidente: el rumano, el rético o retorrománico, el italiano, el sardo, el francés, el provenzal, el catalán, el español y el gallego-portugués, del cual provienen el gallego y el portugués (que formaron una unidad lingüística durante la Edad Media).

     El latín escrito sobrevivió la sombría Edad Media. Aunque literariamente no fue un período tan oscuro como tradicionalmente se le ha calificado. Desde sus inicios, este intervalo de la historia europea, que duró aproximadamente diez siglos, procuró la conservación y sistematización del conocimiento del pasado y se copiaron y comentaron las obras de autores clásicos.

     En el Medioevo se consolida gran parte de la liturgia cristiana que ha pervivido hasta nuestros  días, se escriben edictos, leyes, y otros documentos públicos en lo que se ha llamado "bajo latín".  Sin embargo, a este contexto histórico-cultural eurocéntrico pertenecen los escritos de San Agustín, el máximo pensador del cristianismo del primer milenio y, según el filósofo, sacerdote, editor y ensayista italiano Antonio Livi, "uno de los más grandes genios de la humanidad", y San Jerónimo, célebre latinista, a quien le debemos la Vulgata, traducción de la Biblia al latín, y la primera historia de la literatura cristiana: Varones ilustres (De viris illustribus).

     A la llegada del Renacimiento, período de la historia europea caracterizado por un renovado interés en el pasado grecorromano clásico, trajo consigo una vivificación del latín. No únicamente se procuró rescatar el latín en su más genuino esplendor sino que los célebres autores latinos fueron imitados. Sus manuscritos fueron objeto de meticuloso estudio, y la imprenta, recién inventada, propició la propagación de sus obras. Es una etapa que rechaza el latín usado en la Edad Media y en la que se imitan los modelos del latín clásico: Cicerón para la prosa y Virgilio, Horacio y Ovidio para la poesía. El latín renace como expresión de la ciencia y la cultura.

     El latín clásico será siempre objeto de estudio entre aquellos que poseen una visión cultural de largo alcance, pues facilita un acercamiento cualitativo al mundo antiguo. Su conocimiento es también útil para descifrar el significado que se tiende tras la etimología de numerosos términos científicos escritos en latín y, sobre todo, escudriñar las raíces del hermoso y entrañable idioma en que nos expresamos, como las de otras lenguas romances y, ¿por que no?, las del inglés, que cuenta con un número significativo de voces empleadas por los antiguos romanos, y constituyen un pasaporte imprescindible para entrar con pie derecho en el ámbito de la cultura universal.