La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

martes, 11 de agosto de 2020

Una mirada a Pedro Páramo

La estatua en bronce del escritor Juan Rulfo, sentado en una banca del Jardín Central del pueblo, leyendo un relato a un niño, es uno de los lugares más visitados en Comala.

Por Leonardo Venta

El novelista y cuentista mexicano Juan Rulfo es célebre por su novela Pedro Páramo (1955). El hablante narrativo nos relata cómo el protagonista, Juan Preciado, va en busca de su padre, Pedro Páramo, en dirección a Comala, un lugar espectral y misterioso. Juan descubrirá que muchos habitantes del pueblo son literalmente sus propios hermanos, y que Pedro Páramo está muerto.

      Apenas llega a Comala, Juan Preciado observa "que en la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos llenando con sus gritos la tarde. Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos". Ya más adentrado en la trama, confiesa: "Cada vez entiendo menos (…) Quisiera volver al lugar de donde vine". Sin embargo, queda atrapado allí.

      A raíz de la publicación, en 1994, de los borradores de los Cuadernos de Rulfo ha podido desglosarse el tenaz y meticuloso proceso que dio vida a esta novela, despojada de todo afeite narrativo, ausente de cronología e, incluso, primada del silencio y del 'espacio sin límites' al que se refiere Rulfo, cuando señala que “... los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen”.

      Según el propio Rulfo, nos enteramos de que la novela estaba conformada originariamente por trescientas páginas, pero el autor las redujo drásticamente con la intención de acercarnos más tácitamente al ambiente desolado que reina en el pueblo de Comala. Después de terminada nuestra lectura, pudiéramos preguntarnos si hemos despertado de una  pesadilla. "Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Este es uno de esos pueblos, Susana", leemos en la novela.

      Es imposible leer Pedro Páramo, catalogada como una de las obras precursoras del boom latinoamericano, sin advertir una nueva forma novelística –en que se quebranta la unidad de estilo, espacio y tiempo de la narrativa decimonónica–, y en cuya trama divagan almas en pena, fantasmas, en un espacio que ha sido asolado por la violencia. La atmósfera es de ultratumba, de intemporalidad. Al respecto, el crítico mexicano Carlos Monsiváis expresa: “En nuestra cultura nacional, Juan Rulfo ha sido un intérprete absolutamente confiable (...) de la lógica íntima, los modos de ser, el sentido idiomático, la poesía secreta y pública de los pueblos y las comunidades campesinas, mantenidas en la marginalidad y el olvido (...)”. Para Borges, “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”.

      Según Carlos Fuentes, “(…) es la versión jalisciense del tirano patrimonial cuyo retrato hemos evocado en las novelas de Valle Inclán, Gallegos y Asturias". De acuerdo al ensayista, poeta, narrador, docente y crítico literario paraguayo Hugo Rodríguez Alcalá, “el cacique en cierne dispone el primero de los asesinatos gracias a los cuales se impondrá a la comarca por el terror”.  Para el crítico paraguayo, el personaje protagónico es “un contraste entre una zona delicada de su espíritu y la crueldad feroz con que aparecería ante los demás”. Logra mediante la violencia el poder, tierras, mujeres. Si bien, es incompetente de obtener el amor de Susana San Juan, uno de los personajes femeninos más importantes dentro de la obra.

      La imagen de la Revolución Mexicana se puede analizar en Pedro Páramo a través de la devastación de Comala, como una especia de paraíso perdido. La agobiante atmósfera que se respira allí es –para la académica Silvia Lorente-Murphy – "un ejemplo del éxodo rural mexicano que siguió a la Revolución; éxodo de un proletariado campesino que se trasladó a la ciudad en busca de nuevas fuentes de trabajo". La obra igualmente sugiere el fracaso de la revolución así como el sentimiento de desengaño y vacío de los mexicanos que se abrazaron a este proceso.

      Al analizar el tratamiento que se le da a la iglesia en Pedro Páramo, se le imputa su silencio a la injusticia y los abusos del caciquismo. Para Lorente-Murphy, la novela “apunta al tipo de ministro religioso que ya sea por irresolución o por conveniencia personal, cierra los ojos ante la injusticia y coopera, consecuentemente, con el aplastamiento del pueblo en manos de tiranos”.

      Del cine, tomó Rulfo las tomas de "primer plano" y "la cámara lenta"; empleó, además, la retrospectiva, el multiperspectivismo, desplazando el papel del autor como sujeto omnisciente para originar diversos puntos de vista, a través de los cuales el subconsciente y las diferentes voces narrativas ejercitan su capacidad de desarrollar el pensamiento crítico.

      La novela consta de dos tramas, que interactúan en dos niveles: el diálogo de Juan con Dorotea y la biografía del caudillo de la Media Luna, Pedro Páramo. La segunda trama complementa la primera. No obstante, la genialidad de la novela no se apoya en los temas –universales– que aborda –el amor, la codicia, la muerte, la violencia–, sino en la forma inusitada que los expone.  

      Si no hay habéis leído Pedro Páramo –un breve texto de aproximadamente 136 páginas– los invito a hacerlo. Y si sois apáticos a la lectura, podéis intentar ver el filme dirigido por Carlos Velo, basada en el libro homónimo de esta  novela de Juan Rulfo, estrenado en 1967. De una manera u otra, no debéis perder la experiencia de acercaros a esta gema de la literatura universal. 

 

Un remedio para el alma en tiempos de pandemia

Una oración por el coronavirus. Foto: Kham, Reuters. 

Por Leonardo Venta

"No seas sabio en tu propia opinión; / Teme a Jehová, y apártate del mal; // Porque será medicina a tu cuerpo, // Y refrigerio para tus huesos".                                                                                                                                                                                                                                                                                                  Proverbios 3:7-8.

La pandemia de coronavirus, con el consiguiente encierro que hemos venido practicando durante más de seis meses para evitar el contagio, ha afectado –de una manera u otra– nuestra salud física y mental, ocasionando crisis de angustia, cuadros depresivos, sensaciones de aislamiento y soledad, dificultades para dormir o concentrarse, así como el lógico temor y ansiedad con respecto a una enfermedad tan perniciosa como desconocida.  

            Lo reconozcamos o no, la actual plaga ha tomado el protagonismo de nuestro diario vivir. Las redes sociales están inundadas de estadísticas temibles, aderezadas con indiscutibles arteros afanes políticos que ambicionan, entre otros propósitos, manipular y obstaculizar la naturaleza perfecta del amor solidario.

            A pesar de que aún no recopilamos suficientes datos confiables, arribamos a prematuras conjeturas sobre las formas en que esta pandemia puede seguir afectándonos. Los vientos caóticos que le acompañan incluyen la preocupación de enfermarnos o que se enfermen nuestros seres queridos, el sentirnos sin control al no tener claro cómo enfrentar el encadenamiento ineludible de los sucesos.

            Labramos nuestro destino, moldeamos hasta donde podemos nuestra realidad, en tanto elementos extrínsecos desabotonan el curso de nuestro peregrinar dentro de un incesante y sorprendente proceso de reajuste. Tratamos de ingeniar acordes consonantes a las numerosas interrogantes y temores que nos acechan: la irresolución se yergue como única respuesta.

            El ser humano –que experimenta en mayor o menor grado la necesidad de realización, vida plena y supervivencia– presagia, más allá de todos sus logros y expectantes anhelos, la muerte, una de las preocupaciones cardinales del ser pensante.

            Al momento de escribir esta nota, había más de 737 mil fallecidos en todo el mundo y más de 166 mil en Estados Unidos, a causa del coronavirus. Tenaces nubes –en su impasible búsqueda de un lugar definitivo en los niveles superiores de la atmósfera– parecen anunciarnos desde sus ensombrecidas luminosidades la temible amenaza de la muerte.

            Nuestras ineptitudes –aunadas a las culpabilidades que achacamos a quienes no comparten nuestras ideologías– punzan nuestra indecible sed y hambre de sobrevivencia e inmortalidad. Nuestra fe, cualquiera que sea, parece desfallecer, para luego dar señales  de recuperación; nuestro parvo entendimiento no logra asimilar con cabalidad el apremiante caos que nos circunda. Nos esperanzamos en el proceso de esperanzar. Nos agitamos entre la confusión y el recelo. Nuestros conflictos, que han existido desde que la espesa niebla del desaliento se incorporara por vez primera a nuestro horizonte, vagan sobre las enrevesadas limitaciones que nos saturan.

            Entre revisitadas rivalidades y aprensiones, se profundiza en cada rincón de la tierra una crisis social, sanitaria y económica. Es cierto que existen pocos remedios eficaces para afrontarla. No obstante, en el orden personal hay un remedio infalible, si lo ponemos en práctica con cuidado y constancia: servir al prójimo, olvidando las propias aflicciones.

            La voluntad radical de servicio a la que me refiero no viene determinada por el inexplicable instinto de fusión en otro organismo, egoísta al fin, ni por las repetidas frases huecas sin un destino fijo, ni en el discurso manipulador que procura sus propios beneficios, sino en olvidar nuestras propias necesidades para concentrarnos en las de otros.

            Cuando el desaliento y la tristeza parecen nublar nuestras esperanzas, incorporar a nuestras prioridades las necesidades de aquellos que sufren alrededor nuestro suscita un gran efecto regenerador. En la sencillez de la cotidianidad, incluso en medio de la crisis que atravesamos, radican las grandes silenciosas humildes conquistas del alma.

            Siempre habrá alguien que sufra más que nosotros. He ahí, cuando, resistiendo el impulso de autocompasión, debemos trasladarnos a la tramoya donde nos aguardan anhelantes las penas ajenas.

            Los miembros de nuestro cuerpo –manos, brazos, pies, labios– se transforman en instrumentos de amor. Nuestras palabras dejan de ser notas de lamentaciones para entonar notas de cadencia samaritana. Aunque no seamos de mucha ayuda, mitigaremos en algo el dolor ajeno; y, dentro de ese edificante proceso, nuestra alma recuperará la salud quebrantada.

            Generosidad, caridad, civismo, preocupación por las pequeñas necesidades ajenas; incluso, paciencia para soportar lo que nos desagrada, nos harán elevarnos sobre nuestras propias flaquezas. ¡Cuán admirable es alguien que colmado de penosas cargas ayuda a sobrellevar las ajenas! ¡Nada es más impresionante que repartir compasión en medio de nuestra propio infortunio!

            Como sugiere el epígrafe que he escogido  para esta reflexión, un alma saludable es mejor que cualquier medicina para el cuerpo. El remedio más efectivo para subsanar nuestros padecimientos es auxiliar al prójimo. Siendo de ayuda a otros, veremos nuestros sufrimientos esfumarse, y a la llegada del alba, cuando hayamos despertado de la presente pesadilla, "abrazaremos al primer hombre", con entrañable afecto vallejiano, para juntos echarnos a andar.