La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

martes, 29 de junio de 2010

El Mito de Hércules

Hércules Farnesio. Nápoles, Museo Arqueológico nacional

Por Leonardo Venta

Heracles ó Hércules es en la mitología griega un héroe semidiós, célebre por su fuerza y cuantiosas legendarias hazañas. Es identificado también como Alcides, cuya representación típica lo muestra empuñando una clava. Este sobrenombre lo toma Hércules de Alceo, su abuelo.

Hijo de Alcmena y de Zeus, su padre mortal es Anfitrión. Una noche en que Anfitrión se encontraba ausente, Zeus tomando la forma de Anfitrión se unió con Alcmena. De esta unión nació Hércules.

Creonte, el rey de Tebas, casó a Hércules con su hija Mégara, para honrar su valentía. Hera, por su parte, deseaba que abandonase Tebas y fuese a Argos para servir a Euristeo. La diosa provocó un acceso de locura en Hércules, bajo el cual asesinó a sus hijos y a los de Íficles, su hermanastro. Cuando Hércules recuperó la razón repudió a Mégara entregándola a su sobrino Yolao y partió para expiar sus crímenes.

El héroe que siempre va más allá del límite humano, se dirigió a Delfos, donde la Pitia le aconsejó que primero se cambiase el nombre. Fue a partir de entonces que pasó a llamarse Heracles, que significa gloria de Hera. Después se encaminó a Argos para purgar su trasgresión y se puso al servicio de su primo Euristeo, Rey de Micenas, quien le impuso el desafío de afrontar doce difíciles pruebas: los doce célebres trabajos o hazañas de Hércules.

Tras superar dichas arduas pruebas se consideraría purificado y se le otorgaría la inmortalidad. Antes de ponerse al servicio de Euristeo, Heracles fue convenientemente equipado por los dioses. Atenea le obsequió una túnica; Hefesto, una armadura; Hermes, una espada; Poseidón, caballos; así como Apolo le otorgó un arco y unas flechas envenenadas.

Existen otras versiones del mito que explican por qué Heracles aceptó someterse a las pruebas que le imponía Euristeo, un hombre al que consideraba muy inferior. Se dice que lejos de sentir aversión por Euristeo, estos trabajos fueron realizados para demostrar su amor por él, ya que eran amantes. También existe la versión de que Heracles se sometió al Rey de Mecenas para obtener el perdón para su padre que permanecía en el destierro.

El mito de Hércules o Alcides encierra una relación muy estrecha con el de Atlante. La fuerza desmedida de Alcides es análoga al enorme castigo que soporta Atlante, condenado a cargar para siempre sobre sus espaldas la tierra y el firmamento y en sus hombros la gran columna que los separaba.

Por otra parte, emular con la sabiduría divina implica un esfuezo 'titánico' o 'hercúleo'. Afirma el erudito Alfonso Méndez Plancarte en sus notas a Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz: "...¿cómo podría esa misma flaca razón enfrentarse a todo el conjunto de tan inmensa espantable máquina [la complicada estructura de todo el Cosmos], cuyo tremendo peso incomportable – si no estribara en su centro mismo, que es la Omnisapiencia y Omnipotencia de Dios — agobiaría las espaldas de Atlante y excedería a las fuerzas de Hércules, de suerte que el que fue bastante contrapeso del Cielo [cualquiera de estos dos personajes, que sostuvieron en sus hombros el firmamento] juzgaría menos pesada y grave esa mole, que la faena de investigar la Naturaleza...?".

lunes, 28 de junio de 2010

El palimpsesto en literatura

El palimpsesto de Arquímedes

Por Leonardo Venta

El significado del vocablo palimpsesto parte de la manera en que se guardaba la palabra escrita en la época medieval. El pergamino, piel de la res en la que se escribía, era costoso e implicaba un trabajoso proceso, lo que obligaba a la reutilización del mismo.

Al raspar un pergamino para grabar un nuevo texto sobre él, la escritura anterior, borrada artificialmente, era llamada palimpsesto, es decir, un manuscrito que conserva huellas de una escritura anterior.

Intertextualidad, en literatura, es un vocablo emparentado con palimpsesto para identificar el proceso en que una obra literaria remite a otra(s). Pero el término no sólo se circunscribe a los meros estudios literarios, sino también a la semiótica, que cobija bajo su sombrilla del saber ramificaciones como la lingüística (Ferdinand de Saussure), la antropología (Claude Levi-Strauss) y hasta el mismo psicoanálisis (Jacques Lacan).

El intertexto, según lo define Helena Beristáin, es el conjunto de las unidades en que se manifiesta el fenómeno de la transtextualidad, “trascendencia textual del texto”, dado en la relación entre el texto analizado y otros textos leídos o escuchados, que se evocan consciente o inconscientemente o que se citan, ya sea parcial o totalmente, ya sea literalmente, ya sea renovados y metamorfoseados creativamente por el autor”.

Según Mijaíl Bajtín, la intertextualidad (a la que el crítico literario ruso no asigna nombre) “rige la orientación del enunciado literario mismo, orientado hacia la interacción histórica entre el sujeto de la enunciación y todos los posibles puntos de referencia y destinatarios, a lo largo y ancho de la dimensión temporal y espacial del contexto”.

Por su parte, el crítico francés Gérard Genette define intertextualidad cómo “todo lo que está en relación manifiesta o secreta con otros textos”. La intertextualidad siempre es connotativa, la connotación al ser transferida de un texto al otro se transforma, adquiere nuevos significados.

Los postmodernistas de finales del siglo XX, célebres por su oposición al racionalismo y a la ortodoxia, ponen en tela de juicio todos los valores proclamados por la llamada modernidad, sobreponiendo lo híbrido a lo puro, lo periférico a lo hegemónico, y destacando la autenticidad del palimpsesto. Lo puro es una falacia, proponen. ¿Y no es esto cierto? Trate de buscar, en rápido ejercicio mental, algo realmente puro en este universo. ¿Difícil? ¿Labor titánica? ¿Algún hallazgo?

La originalidad creativa de un texto no es afectada por la existencia de intertextos en el mismo, es decir, el carácter creativo de un autor no se define por los recursos que emplea en la creación de su obra, sino por el sello distintivo, o la nueva vida que le imparte a dicha obra.

Las “unidades”, tomándole prestado el vocablo a Beristáin, que palpitan en cualquier discurso con plena autonomía son cosas raras en todo proceso creativo, al menos, aquellas en que el enunciante ignora la presencia de referentes. Cada texto, cada discurso, es una voz revisitada por el escritor, que aunque parte de un epígono, se memorfosea en lo disímil, cobrando su propia connotación y proyectando múltiples significados.

En “El Aleph”, por ejemplo, Jorge Luis Borges expresa: “Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”.

Siempre habrá influencias ajenas, inconscientes o deliberadas, como herramientas de ese taller de ideas en que opera un artífice. Entonces, caben las interrogantes, ¿qué es realmente lo original?, ¿en que estriba la originalidad?, ¿hasta que punto somos palimpsestos de un panorama ya diseñado?

Cazando monos


Por Leonardo Venta

La escritora Cristina García, de 51 años de edad, establecida en Estados Unidos desde los dos años, es autora de reconocidas novelas como Soñar en Cubano – que el New York Times calificara “una joya” –, Las hermanas Agüero, ¡Cubanísimo! , A Handbook of Luck y Monkey Hunting, entre otras.

Monkey Hunting, publicada en inglés, cuyo título se traduce al castellano Cazando monos, aborda el tema racial, enlazado al de la inmigración y la transculturación – término éste creado por el antropólogo Fernando Ortiz –, que se explica a través del proceso en que un pueblo o grupo social recepciona formas de culturas de otro y, al mismo tiempo, el otro recibe influjo del receptor, en una constante interrelación: ese ajiaco que propone el discurso ortizano.

La trama de Cazando monos se remonta a 1857, cuando el joven Chen Pan firma un contrato – engañoso – que lo reasentaría de China a la lejana Cuba para ser transformado en esclavo de una plantación de caña de azúcar. Después de cierto tiempo, escapa milagrosamente de su condición de servidumbre y, gracias a su tenacidad en el trabajo, consolida una vida próspera en el barrio chino de La Habana.

Allí se enamora de una esclava mulata, Lucrecia, a quien salva de la esclavitud, convirtiéndola en su esposa. El asiático termina sus días en la capital de la cadenciosa isla caribeña, rodeado de nietos, llegando a ser casi más cubano que chino.

Asimismo, la historia de Chen Pan se relaciona con la de su nieta Chen Fang y su tataranieto Domingo. Chen Fang es una mujer inteligente y resuelta, que logra convertirse en educadora en la hostil China de Mao Tsé-tung, pero que tristemente termina encarcelada, por su ideología, en una de las espantosas celdas del régimen maoísta.

Por otro lado, Domingo, aún adolescente, sale de Cuba con su padre rumbo a Nueva York, donde se enfrenta a la misma hostilidad y racismo que sufriera su abuelo en la isla colonial. Domingo se siente doblemente despreciado, por ser chino e hispano, mientras su padre, decepcionado de su experiencia de exilio, se suicida en un subway de la Gran Manzana.

Al sufrimiento causado por la pérdida de su progenitor, y al que le ocasiona el sentirse menospreciado por su origen étnico, se le suma el de verse involucrado en la guerra de Viet-Nam en calidad de soldado.

La novela relata cómo el color de la piel y el acento no norteamericano del joven chino-cubano causaban sospechas entre sus propios compañeros de combate. Domingo, constantemente, temía que éstos le confundieran con un Viet Cong y morir aniquilado bajo una imprevista ráfaga de municiones.

La temática de Cazando monos es universal; es un saludo a miríadas de inmigrantes alrededor del mundo, a aquellos que aún rastrean su identidad. Ofrece,además,un merecido tributo literario al legado chino en la cultura cubana, y, al mismo tiempo, desmitifica, en parte, el “sueño americano”, abriendo brechas a la problemática racial, desde la perspectiva de una escritora palmariamente bicultural.

domingo, 27 de junio de 2010

Sin máculas sobre la anchurosa frente


Por Leonardo Venta

Madre mía,
Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Usted. Yo sin cesar pienso en Usted. Usted se duele en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Usted con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil.
Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre. Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de Usted con mimo y orgullo.
Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición...
José Martí


Su duende aún vaga por la humilde casita en que naciera, allá, en el regazo de La Habana Vieja. Entre tantos lugares disímiles que le inmortalizan, el majestuoso Parque Central de Nueva York exhibe un formidable monumento que recrea el instante en que se inmola.

La ciudad de Ybor, cubano seno de Tampa, ostenta en el centro de uno de sus parques una estatua erigida a él, que tal parece elevarse sobre su pedestal – como sus (nuestras) añoradas palmas – para remontarse al firmamento.

Por más de un siglo, su credo viene alojándose en las entrañas de cada amante de la justicia con el titánico designio del amor. No existe individuo digno que no se estremezca (aunque sea tenuemente) al pronunciar su nombre; ni persona cabal que no celebre – en su más entrañable santuario – su memoria.

Redentor es uno de los calificativos que lo estampa, ya que redimir es sacar de esclavitud al cautivo pagando un precio, y él pagó con su sangre, derramada en el campo de batalla, siendo hombre de paz, el decoro de todo ser que aspira a ser libre.

Polifacético y sencillo – como todo genio –, sagaz e incansable en sus actividades políticas, ultraísta y visionario, su consagración al sacrificio no impidió que su verso elfo y su prosa elevada trazaran la brecha del movimiento modernista en América.

Fue excepcional orador, como certifica su coterráneo Manuel de la Cruz: “Su vehemencia vibraba en el timbre de su voz; según los que le oían habitualmente, pocos oradores han dado a su palabra el tono, el calor y la fuerza que imprimía a sus discursos”. Periodista, pedagogo, embajador, filósofo... y podríamos prolongar esta lista de calificativos nada inflados en un holgado inventario de funciones y virtudes perfiladas en 42 años de existencia.

Rubén Darío, que lo llamaba padre, lo incluye en su libro Los Raros, no por sus inusitadas virtudes – que el poeta nicaragüense conocía cabalmente –, sino por su extraordinario genio literario. En la primera edición de este libro, publicada en 1886, aparecen semblanzas de autores admirados por Darío. La mayoría eran poetas simbolistas franceses, sólo menciona dos autores hispanoamericanos: Augusto de Armas, poeta cubano residente en París que escribió casi la totalidad de su obra en francés, y el poeta mártir de nuestro retrato.

El crítico estadounidense Ivan A. Schulman, por su parte, afirma: “Raras son las figuras literarias cuya excelencia artística corra pareja con una intachable complexión moral y cuyas cualidades personales, lo mismo que su producción literaria, sean fuente perenne de inspiración. La manifestación de este raro conjunto de características en [él] constituye una justificación más – si es que alguna se necesitaba realmente – de la universal reverencia que se le ha tributado”.

Sin lugar a duda, pocas personalidades en los anales de la humanidad han reflejado en el espejo de la historia una imagen tan admirable como la suya. No se registran máculas sobre su anchurosa frente. ¡Tan límpida es la estela que ha dejado tras de sí nuestro José Martí!

viernes, 25 de junio de 2010

Borges y la dimensión del sueño



Por Leonardo Venta

“Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”, de esta manera Jorge Luis Borges concluye la narración de “Las ruinas circulares”.

Este magistral cuento, incluido en Ficciones (1944) – el más célebre libro del gran escritor argentino – relata el empeño audaz de un hombre de soñar a otro hombre y que en realidad es el sueño de un tercer individuo.

Un templo destruido regido por una esfinge es el lugar escogido por un sabio sacerdote para realizar su proyecto de idear otro hombre. Después de varios infructuosos intentos lo logra, pero con la limitación de que el sujeto que crea duerme. No obstante, el fantasma soñado, prodigiosamente, cobra vida por sortilegio de la esfinge del templo. El sabio y el fuego comparten el secreto de que el hombre soñado no es real.

Al hombre soñado, que recién cobra vida, su creador le revela las cosas ocultas y entrañables del universo, así como el culto al fuego. Después le envía a otras ruinas circulares en pos de una misión: la práctica de semejantes ritos a los de sus padres.

Una noche, el sacerdote es despertado por dos remeros que le cuentan de un individuo que puede burlar el fuego. El soñador se estremece de temor ante la posibilidad de que su criatura de sueño haya descubierto su naturaleza irreal.

Finalmente, ocurre un gran incendio que parece anunciar la inevitable muerte del experimentador, pero para su sorpresa, las voraces llamas que debían consumirlo, le acarician sin quemarle, advirtiendo entonces, que él también era el sueño de un tercero.

En “Las ruinas circulares”, el narrador labra la idea de un sueño dentro de otro sueño. El cuento sugiere, además, la existencia infinita de soñadores y la teoría cíclica del tiempo. La forma circular del templo respalda esa propuesta.

Borges, abre su cuento con una cita de A Través del Espejo de Lewis Carroll, que es una derivación de Alicia en el País de las Maravillas. El señalamiento es extraído del capítulo "Tweedledum y Tweedledee" que narra el encuentro de Alicia con los dos fantásticos hermanos que dan título a dicha sección.

Tweedledum le explican a Alicia que los ronquidos que oye son del Rey Rojo que duerme y que la está soñando, y que si él dejara de soñarla, ella dejaría de existir, pues "eres una especie de objeto de su sueño”.

La fantasía, al otro lado del espejo, de Borges, quien tenía obsesión con las imágenes, refleja otra realidad, inalcanzable pero imaginada, intangible pero acariciada, algo así como ese tacto genial de su perspicaz imaginación que contraponía la ceguera literal que le acompañó durante gran parte de su existencia.




Jorge Luis Borges
Las ruinas circulares



Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.



 
The circular ruins
Jorge Luis Borges

No one saw him disembark in the unanimous night, no one saw the bamboo canoe sink into the sacred mud, but in a few days there was no one who did not know that the taciturn man came from the South and that his home had been one of those numberless villages upstream in the deeply cleft side of the mountain, where the Zend language has not been contaminated by Greek and where leprosy is infrequent. What is certain is that the grey man kissed the mud, climbed up the bank with pushing aside (probably, without feeling) the blades which were lacerating his flesh, and crawled, nauseated and bloodstained, up to the circular enclosure crowned with a stone tiger or horse, which sometimes was the color of flame and now was that of ashes. This circle was a temple which had been devoured by ancient fires, profaned by the miasmal jungle, and whose god no longer received the homage of men. The stranger stretched himself out beneath the pedestal. He was awakened by the sun high overhead. He was not astonished to find that his wounds had healed; he closed his pallid eyes and slept, not through weakness of flesh but through determination of will. He knew that this temple was the place required for his invincible intent; he knew that the incessant trees had not succeeded in strangling the ruins of another propitious temple downstream which had once belonged to gods now burned and dead; he knew that his immediate obligation was to dream. Toward midnight he was awakened by the inconsolable shriek of a bird. Tracks of bare feet, some figs and a jug warned him that the men of the region had been spying respectfully on his sleep, soliciting his protection or afraid of his magic. He felt a chill of fear, and sought out a sepulchral niche in the dilapidated wall where he concealed himself among unfamiliar leaves.

The purpose which guided him was not impossible, though supernatural. He wanted to dream a man; he wanted to dream him in minute entirety and impose him on reality. This magic project had exhausted the entire expanse of his mind; if someone had asked him his name or to relate some event of his former life, he would not have been able to give an answer. This uninhabited, ruined temple suited him, for it is contained a minimum of visible world; the proximity of the workmen also suited him, for they took it upon themselves to provide for his frugal needs. The rice and fruit they brought him were nourishment enough for his body, which was consecrated to the sole task of sleeping and dreaming.

At first, his dreams were chaotic; then in a short while they became dialectic in nature. The stranger dreamed that he was in the center of a circular amphitheater which was more or less the burnt temple; clouds of taciturn students filled the tiers of seats; the faces of the farthest ones hung at a distance of many centuries and as high as the stars, but their features were completely precise. The man lectured his pupils on anatomy, cosmography, and magic: the faces listened anxiously and tried to answer understandingly, as if they guessed the importance of that examination which would redeem one of them from his condition of empty illusion and interpolate him into the real world. Asleep or awake, the man thought over the answers of his phantoms, did not allow himself to be deceived by imposters, and in certain perplexities he sensed a growing intelligence. He was seeking a soul worthy of participating in the universe.

After nine or ten nights he understood with a certain bitterness that he could expect nothing from those pupils who accepted his doctrine passively, but that he could expect something from those who occasionally dared to oppose him. The former group, although worthy of love and affection, could not ascend to the level of individuals; the latter pre-existed to a slightly greater degree. One afternoon (now afternoons were also given over to sleep, now he was only awake for a couple hours at daybreak) he dismissed the vast illusory student body for good and kept only one pupil. He was a taciturn, sallow boy, at times intractable, and whose sharp features resembled of those of his dreamer. The brusque elimination of his fellow students did not disconcert him for long; after a few private lessons, his progress was enough to astound the teacher. Nevertheless, a catastrophe took place. One day, the man emerged from his sleep as if from a viscous desert, looked at the useless afternoon light which he immediately confused with the dawn, and understood that he had not dreamed. All that night and all day long, the intolerable lucidity of insomnia fell upon him. He tried exploring the forest, to lose his strength; among the hemlock he barely succeeded in experiencing several short snatchs of sleep, veined with fleeting, rudimentary visions that were useless. He tried to assemble the student body but scarcely had he articulated a few brief words of exhortation when it became deformed and was then erased. In his almost perpetual vigil, tears of anger burned his old eyes.

He understood that modeling the incoherent and vertiginous matter of which dreams are composed was the most difficult task that a man could undertake, even though he should penetrate all the enigmas of a superior and inferior order; much more difficult than weaving a rope out of sand or coining the faceless wind. He swore he would forget the enormous hallucination which had thrown him off at first, and he sought another method of work. Before putting it into execution, he spent a month recovering his strength, which had been squandered by his delirium. He abandoned all premeditation of dreaming and almost immediately succeeded in sleeping a reasonable part of each day. The few times that he had dreams during this period, he paid no attention to them. Before resuming his task, he waited until the moon's disk was perfect. Then, in the afternoon, he purified himself in the waters of the river, worshiped the planetary gods, pronounced the prescribed syllables of a mighty name, and went to sleep. He dreamed almost immediately, with his heart throbbing.

He dreamed that it was warm, secret, about the size of a clenched fist, and of a garnet color within the penumbra of a human body as yet without face or sex; during fourteen lucid nights he dreampt of it with meticulous love. Every night he perceived it more clearly. He did not touch it; he only permitted himself to witness it, to observe it, and occasionally to rectify it with a glance. He perceived it and lived it from all angles and distances. On the fourteenth night he lightly touched the pulmonary artery with his index finger, then the whole heart, outside and inside. He was satisfied with the examination. He deliberately did not dream for a night; he took up the heart again, invoked the name of a planet, and undertook the vision of another of the principle organs. Within a year he had come to the skeleton and the eyelids. The innumerable hair was perhaps the most difficult task. He dreamed an entire man--a young man, but who did not sit up or talk, who was unable to open his eyes. Night after night, the man dreamt him asleep.

In the Gnostic cosmosgonies, demiurges fashion a red Adam who cannot stand; as a clumsy, crude and elemental as this Adam of dust was the Adam of dreams forged by the wizard's nights. One afternoon, the man almost destroyed his entire work, but then changed his mind. (It would have been better had he destroyed it.) When he had exhausted all supplications to the deities of earth, he threw himself at the feet of the effigy which was perhaps a tiger or perhaps a colt and implored its unknown help. That evening, at twilight, he dreamt of the statue. He dreamt it was alive, tremulous: it was not an atrocious bastard of a tiger and a colt, but at the same time these two firey creatures and also a bull, a rose, and a storm. This multiple god revealed to him that his earthly name was Fire, and that in this circular temple (and in others like it) people had once made sacrifices to him and worshiped him, and that he would magically animate the dreamed phantom, in such a way that all creatures, except Fire itself and the dreamer, would believe to be a man of flesh and blood. He commanded that once this man had been instructed in all the rites, he should be sent to the other ruined temple whose pyramids were still standing downstream, so that some voice would glorify him in that deserted edifice. In the dream of the man that dreamed, the dreamed one awoke.

The wizard carried out the orders he had been given. He devoted a certain length of time (which finally proved to be two years) to instructing him in the mysteries of the universe and the cult of fire. Secretly, he was pained at the idea of being separated from him. On the pretext of pedagogical necessity, each day he increased the number of hours dedicated to dreaming. He also remade the right shoulder, which was somewhat defective. At times, he was disturbed by the impression that all this had already happened . . . In general, his days were happy; when he closed his eyes, he thought: Now I will be with my son. Or, more rarely: The son I have engendered is waiting for me and will not exist if I do not go to him.

Gradually, he began accustoming him to reality. Once he ordered him to place a flag on a faraway peak. The next day the flag was fluttering on the peak. He tried other analogous experiments, each time more audacious. With a certain bitterness, he understood that his son was ready to be born--and perhaps impatient. That night he kissed him for the first time and sent him off to the other temple whose remains were turning white downstream, across many miles of inextricable jungle and marshes. Before doing this (and so that his son should never know that he was a phantom, so that he should think himself a man like any other) he destroyed in him all memory of his years of apprenticeship.

His victory and peace became blurred with boredom. In the twilight times of dusk and dawn, he would prostrate himself before the stone figure, perhaps imagining his unreal son carrying out identical rites in other circular ruins downstream; at night he no longer dreamed, or dreamed as any man does. His perceptions of the sounds and forms of the universe became somewhat pallid: his absent son was being nourished by these diminution of his soul. The purpose of his life had been fulfilled; the man remained in a kind of ecstasy. After a certain time, which some chronicles prefer to compute in years and others in decades, two oarsmen awoke him at midnight; he could not see their faces, but they spoke to him of a charmed man in a temple of the North, capable of walking on fire without burning himself. The wizard suddenly remembered the words of the god. He remembered that of all the creatures that people the earth, Fire was the only one who knew his son to be a phantom. This memory, which at first calmed him, ended by tormenting him. He feared lest his son should meditate on this abnormal privilege and by some means find out he was a mere simulacrum. Not to be a man, to be a projection of another man's dreams--what an incomparable humiliation, what madness! Any father is interested in the sons he has procreated (or permitted) out of the mere confusion of happiness; it was natural that the wizard should fear for the future of that son whom he had thought out entrail by entrail, feature by feature, in a thousand and one secret nights.

His misgivings ended abruptly, but not without certain forewarnings. First (after a long drought) a remote cloud, as light as a bird, appeared on a hill; then, toward the South, the sky took on the rose color of leopard's gums; then came clouds of smoke which rusted the metal of the nights; afterwards came the panic-stricken flight of wild animals. For what had happened many centuries before was repeating itself. The ruins of the sanctuary of the god of Fire was destroyed by fire. In a dawn without birds, the wizard saw the concentric fire licking the walls. For a moment, he thought of taking refuge in the water, but then he understood that death was coming to crown his old age and absolve him from his labors. He walked toward the sheets of flame. They did not bite his flesh, they caressed him and flooded him without heat or combustion. With relief, with humiliation, with terror, he understood that he also was an illusion, that someone else was dreaming him.

“Los Piratas de Penzance”: Un divertido ballet

Chiaki Yasukawa, Nicolas Fonseca y Eddy Tovar

Por Leonardo Venta

El Ballet de Orlando que ha venido - año tras año - ganando en prestigio, acaba de agregar a su repertorio “Los piratas de Penzance”, una novedosa producción danza-teatro-ópera, calificada como de “stravaganze”, en que aparecen piratas, nobles, doncellas, gendarmes y cantantes de ópera que nos hacen sonreír e imaginar un mundo mejor.

Renovada especialmente para el Ballet de Orlando por su creador, el coreógrafo Daryl Gray, con la colaboración de Samantha Dunster, asistente artística de esta compañía floridana, la pieza contó con tres presentaciones de estreno el pasado fin de semana en el Tampa Bay Performing Arts Center.

Basada en la ópera homónima con música de Arthur Sullivan y libreto de W. S. Gilbert, esta obra fue estrenada por el Ballet de Queensland a principios de la década de los noventa.

Eddy Tovar tuvo a su cargo el papel principal – Frederic – los días 18 y 19 de enero. Nobuyoshi Okada protagonizó – con acierto – ese mismo rol el día 20. El personaje de Mabel, la pareja de Frederic, fue interpretado por Chiaki Yasukawa la noche de apertura; Joel Lynn Mann lo realizó el día siguiente; mientras Jaime Palovcak lo bailó la matinée de clausura.

La coreografía original fue perfeccionada debido a que, según Gray, el Ballet de Orlando cuenta con bailarines sobresalientes. El Rey Pirata, que fue interpretado por Andrés Estévez en las tres funciones, corrobora esta afirmación. Estévez deslumbró con su impecable técnica y alto nivel interpretativo.

Zoica Tovar, quien representó el papel de Isabel, una de las hijas del Mayor General; así como el de Ruth, la nodriza de Frederic, arrancó muchísimos aplausos. La Tovar demostró su gran dominio escénico y amplios recursos pantomímicos en la caracterización de ambos personajes. Katia Garza deleitó igualmente con sus refrescantes caracterizaciones de dos de las hermanas de Mabel.

La simpática interpretación del Mayor General por Logan Learned nos recordó al Alain de la “Fille Mal Gardée”. Ambos simbolizan la superficialidad que raya en estupidez de ciertos elementos de la aristocracia. Enhorabuena para Learned por su divertida recreación de este personaje.

“Los piratas de Penzance” es un ballet divertido con un claro mensaje edificante. Los aplausos recibidos en sus tres representaciones hablan por sí solos. El público, por encima de la opinión de los críticos, es quien pronuncia la última palabra.

Daryl Gray, coreógrafo de “Los Piratas de Penzance”
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Un mundo de arte: El Museo de Arte Metropolitano de Nueva York

Paul Gauguin: un viaje a través de los sentidos

“¿De dónde venimos, qué somos, dónde vamos?”, testamento pictórico de Paul Gauguin

Por Leonardo Venta

Paul Gauguin es el pintor postimpresionista francés cuyos colores exuberantes, formas bidimensionales planas, así como inusitadas temáticas, saturadas de gran subjetivismo, exotismo y valor simbólico, sellan la figura de uno de los Maestros del Arte Moderno.

Se le reconoce como abanderado del simbolismo y el fauvismo – que revoluciona el concepto del color –, junto a Vincent van Gogh y nombres como André Derain, Maurice de Vlaminck, Raoul Dufy, Georges Braque, Henri Manguin, Albert Marquet, Jean Puy, Emile Othon Friesz y Henri Matisse, su iniciador y principal exponente.

En 1874, conoce al pintor Camille Pizarro, de quien aprende la técnica del Impresionismo. Más tarde, sustituye los tonos naturalistas empleados por estos amantes de la luz natural sobre los objetos, por colores exaltados que ambicionan nuevos horizontes expresivos.

Asimismo, insatisfecho de las temáticas abordadas por muchos de los impresionistas, que considera triviales, redirige el curso de su proa artística hacia las soberanas aguas del Expresionismo.

Su alma convulsa, aventurera y atormentada, se identifica plenamente con esta nueva corriente que busca la expresión de los sentimientos y las emociones del autor, más que la representación de la realidad objetiva.

Hace uso del color en función de las emociones, violentando armónicamente los condicionamientos formales. Explora y expresa los laberintos subterráneos de los sueños y del subconsciente, en un ámbito en que las tonalidades que irradian los cuerpos y las impresiones se funden, sin sombras y claroscuros, para transportarse desde las sensaciones hasta las ideas.

Cultiva el paisajismo con una sensibilidad que imagina esferas mucho más profundas que las que el simple paisaje ofrece. Manifiesta un total desapruebo a la vida moderna europea, refugiándose en un mundo más cercano a la naturaleza y a la sencillez ontológica del hombre.

Su vida fue un constante viaje que comienza a los tres años de edad, cuando tiene que trasladarse, en 1851, de Francia a Perú, junto a su familia que huye de la represión de Napoleón III. Trabaja en la construcción del Canal de Panamá; se traslada a Martinica, lugar en el que le seduce la admirable simpleza del exotismo, rasgo que siempre le acompañará en sus trabajos.

En 1891, se retira del llamado ‘mundo civilizado’ hasta su muerte, excepto en el intervalo comprendido entre 1893 y 1895. Se establece en Papeete, ciudad de la Polinesia francesa situada en la costa nororiental de la isla de Tahití, en el sur del océano Pacífico.

Vive de una módica pensión que le envía un marchante de arte de París, hasta su fallecimiento, el 9 de mayo de 1903, en el pueblo de Atuana, isla de Dominica (islas Marquesas). Allí pinta la que ha sido catalogada como su obra maestra, el óleo sobre lienzo “¿De dónde venimos, qué somos, dónde vamos?” (Museo de Bellas Artes, Boston, Estados Unidos).

Sobre esta pieza alegórica, considerada también su testamento pictórico, terminada inmediatamente antes de su malogrado intento de suicidio, en diciembre de 1897, declara Gauguin en una misiva dirigida a su amigo  pintor y coleccionista, el bohemio Georges-Daniel Monfreid:

"He de confesarte que mi decisión estaba ya tomada para el mes de diciembre. Pero entonces quería, antes de morir, pintar un gran cuadro que llevaba en la mente y, durante todo el mes, he trabajado día y noche con un ardor inaudito (...). El aspecto es terriblemente zafio (...). Se diría que está sin terminar. Aunque sea cierto que nadie es buen juez de sí mismo, me parece que este lienzo supera no sólo a los anteriores sino también a los que pueda hacer en el futuro. He puesto en él, antes de morir, toda mi energía y tanta pasión dolorida en circunstancias terribles y una visión tan límpida, sin correcciones, que desaparece la prematuridad y surge la vida (...). Las dos esquinas superiores son de un amarillo metálico con la inscripción a la izquierda y mi firma a la derecha, como un fresco con los bordes estropeados puesto sobre una pared. (...). Creo que está bien".



jueves, 24 de junio de 2010

Melancolía habanera


Por Leonardo Venta

“...porque la dicha, se decía a sí mismo, no está en ser amado... la dicha está en amar y, acaso, en conseguir algunos breves, engañosos contactos con el objeto de ese amor…”.
Tomas Mann , Tonio Kröger 


La Habana me arrulló en sus brazos maternos desde mi primer resuello bañado en llanto. Allí mis pupilas se estrenaron amistosas con la novedosa luz. Poco a poco me acostumbré a besar con mis sentidos sus amplios ventanales de vitrales coloridos, a brincar con mi imaginación sobre sus balcones y aleros de tejas, proyectando mi sombra en equilibrio sobre sus bulliciosas calles de adoquines. Muchas veces contemplé, desde los tiernos barrotes de sus claraboyas, el embrujo dilatado de sus rumberas estrellas.

Sí, mi memoria ha quedado fija allí, como la de un niño ante el cuento encantado de la primera vez. La Habana me reclama desde su acompasado firmamento de impacientes palmas. Me aguarda desde su malecón de pescadores insomnes, de enamorados que tantean la penumbra para compartir quimeras. Me acaricia, como un soplo de Céfiro, desde un banco ocioso del Paseo del Prado, donde diminutos romances adolescentes acostumbraban a sentarse a mi lado.

Me espera, asimismo, su catedral centenaria con el restaurante de techo de cielo al costado. Mi recuerdo se desliza ávido por aquella mesa de mantel blanco almidonado –junto a la fuente en el centro del jardín–, con su pálido bocadillo de queso, su alargado vaso de té frío y un grueso volumen de Roman Rolland que me prestara un amigo.

Aún resuena en mis oídos el rumor de aquel cadencioso flujo de agua, bordado de hojas verdes y fragantes pétalos recién caídos, que contemplaba extasiado deslizarse en la incesante placidez de su curso sobre la delgada superficie cristalina del surtidor. Todavía me hace suspirar, junto a la fuente, la imagen de aquella mulata que tocaba el piano cada noche, la gran copa de cristal sobre el bruñido instrumento sonoro, mi frecuentado gesto al depositar un billete en la copa, mientras susurraba a sus oídos la petición acostumbrada: “En tres por cuatro” de Ernesto Lecuona. Esa es La Habana que recuerdo… cuyos parajes, desde este limbo senescente, aspiro perpetuar.

Luego vino el salto, el intento de conquistar otro infinito. Cayo Hueso extendió sus brazos espléndidos para ayudarme a bajar de aquella embarcación salobre. Sólo horas duró mi abrazo azul con esa ciudad de islotes amigos. Poco después, mi mirada se deslizaba inquieta sobre una extensa vía con mar a los dos lados. Miami –ciudad en que la esperanza se atavía con sombrero de yarey y guayabera blanca– fue mi nueva y breve parada.

Volé inmediatamente a Los Ángeles, donde –durante una estancia que se prolongó poco más de un año– perfiles oscuros y níveos deslumbraron mis emociones estrenadas. La aurora de Nueva York, por su parte, fue testigo también de mis intentos infructíferos de fijar una morada.

Hoy, desde este presente –que navego con la nostalgia de numerosos proscriptos años– su recuerdo se me dilata con el mismo gélido pavor que me produjera la experiencia de Tonio Kröger, el personaje que da nombre a mi novela favorita de Thomas Mann, quien, después de una larga ausencia, vuelve a la ciudad de su infancia. Me pregunto, entonces, ¿es real La Habana que evoco o hay otra por descubrir? ¿Llegaré a acariciarla o me desvaneceré en el intento?

miércoles, 23 de junio de 2010

Arturo Sandoval: De Haydn a la Sandunga



Por Leonardo Venta

(Mi reseña de un concierto de Arturo Sandoval con la Orquesta de la Florida, en enero de 2007, en el Mahaffey Theater de Saint Petersburg, Florida)

En el 2000, con el inicio de este siglo que ya corre y salta con el júbilo de sus siete años, tuve la satisfacción de ver la película "Por Amor o Patria" (For Love or Country), que la compañía de producción Warner Bros./HBO realizara. La cinta, cuyo protagonista es Andy García, aborda la conmovedora historia del trompetista Arturo Sandoval. Siete años después de haber visto este impresionante filme, el pasado 6 de enero, al finalizar un admirable concierto de este músico, pude estrechar emocionado sus manos.

Su destreza con la trompeta, las prolongadas e inusitadas notas musicales que alcanza con este instrumento, y el desenfado de su personalidad, son elementos que identifican a Arturo Sandoval. Sin embargo, nos impresionó también su maestría al piano y los timbales, así como el dinamismo que deslumbró a todos los que le contemplamos sobre el escenario del teatro Mahaffey de Saint Petersburg, Florida, y no Saint Petersburg, Rusia, como Arturo ocurrentemente expresara ante una audiencia sumamente animada (a la que arrancó carcajadas en más de una ocasión), en un inglés que él mismo calificara de spanglish.

Ya desde la butaca, donde disfrutaba del programa “Arturo Sandoval en Concierto”, irreflexivas lágrimas amenazaban con humedecer mi rostro, mientras meditaba en la trascendencia de lo que presenciaba. La libertad sonreía, exenta de cualquier mordaza. Sí, Arturo Sandoval, después de muchas dificultades, sufrimientos y peripecias pudo abandonar Cuba, en 1990, para hacer de Estados Unidos su hogar. Y, aquí, en territorio norteamericano yo podía escucharlo y verlo tocar su trompeta con libertad.

La Orquesta de la Florida (Florida Orchestra), en su trigésimo novena temporada, y conducida por Richard Kaufman, acompañó con destreza al prestigioso trompetista ganador de cuatro premios Grammy. Éste, por su parte, fue escoltado por el piano de Tony Pérez, el bajo de Armando Gola, la batería de Alexis Arce, el saxofón de Felipe Luis Lamoglia y la percusión de Tomás Cruz (quien además tocó las maracas en una muy aplaudida pieza con Sandoval al piano).

El exitoso concierto, que formaba parte de varias programaciones que viene ofreciendo la Orquesta de la Florida como parte del Festival de Música Latina, comenzó con las piezas “Taco Holiday” de David Rose y “Latin-American Symphonette” de Morton Gould, esta última demanda un interesante trabajo orquestal.

Al fin, apareció Sandoval para tocar el "Concierto para Trompeta en E-Flat Mayor" de Franz Joseph Haydn, uno de los compositores más influyentes en el desarrollo y consolidación del estilo clásico asociado con la Viena del siglo XVIII. Tras una lluvia de merecidos aplausos, Sandoval se retiró para darle paso a la Orquesta de la Florida que interpretó probamente fragmentos de “Andalucía” y “La Malagueña” de Ernesto Lecuona, piezas que cerraron la primera parte del concierto.

La segunda mitad incluía un repertorio menos clásico, en una especie de mezcla singular de música latina y Jazz. El tema “To Diz with Love” fue un emotivo homenaje de Sandoval a Dizzy Gillespie, el maestro del bebop y gran amante de la música afrocubana, a quien el trompetista cubano considera su padre espiritual. Los dos músicos se conocieron en Cuba en 1977, y su amistad sólo fue estorbada por la muerte de Dizzy, en 1992.

Otra interpretación de Sandoval que robó muchos aplausos fue “A mis Abuelos”, título de un insondable lirismo y línea melancólica. “Marianela”, y “Marianela Says Good Bye”, números dedicados a su compañera de casi cuarenta años, estaban impregnados también de honda ternura. Todas estas composiciones arrancaron emotivos y espontáneos aplausos de un público eminentemente sajón. Otros temas de la segunda parte fueron “Groovin' High” y “Rhythm of Our World”.

La audiencia, entusiasmada, no quería dejar ir al “trompetista orquesta” y con una ovación de pie reclamaron, después de terminado el concierto, su regreso al escenario. Sandoval, complacido y sonriente, sin hacerse mucho de rogar les dio orden a sus músicos de seguirle para concluir con un rumbón cubano, en el que también cantó, y en español, repitiendo un estribillo -“Sandunga” -, él, la orquesta y el público, todos desbordados al ritmo cadencioso de la música cubana.

Este momento, quizás el más emotivo del concierto, nos hizo remontarnos a la época de Sandoval con los Irakeres en Cuba, cuando compartía la alegría de la juventud y su tierra con el saxofonista Paquito D'Rivera y el pianista Chucho Valdés. De esta manera, el gran músico nos dio su mejor hasta luego. Lástima que su gran elocuencia musical no pudo exteriorizárnosla con palabras. Estaba muy apurado y apenas pudo responder a nuestras preguntas. No obstante, si tuviésemos que escoger, nos quedaríamos mejor con el lenguaje de su magnifica trompeta.

“Goya en Burdeos”



Por Leonardo Venta

“Goya en Burdeos” es una película española del género drama-biografía del realizador Carlos Saura. En el filme, los personajes femeninos, quienes giran alrededor de la figura del pintor español Francisco de Goya, sirven de apoyo para el desarrollo de la trama, lo que sugiere la importancia que ellas tuvieron en la vida y trayectoria artística del pintor.

La cinta recrea la presencia de tres mujeres en Goya: su hija Rosarito – que sirve de puente en la narración hacia el pasado —; su última concubina Leocadia – quien fue la compañera de su vejez; y la Duquesa de Alba, o simplemente Cayetana, rebelde e irreverente, quien despertó las pasiones más ardientes en el artista.

La trama del filme transcurre durante el exilio voluntario de Goya en Burdeos, Francia. En 1824, el famoso pintor se instaló en esta ciudad hasta su muerte el 16 de abril de 1828. La cinta, de la misma forma, refleja la gran nostalgia del protagonista por su tierra y el hondo pesar que le infligían sus males.

En ese vehemente anhelo de salvaguardar a España, Goya se colocó en el bando de ‘los afrancesados’, nombre que recibieron, de forma peyorativa, los partidarios del monarca José I, hermano de Napoleón Bonaparte y rey de España (1808-1813), pues creía que siguiendo el modelo de la Ilustración que el país franco proponía, la retrógrada España, conservadora y regida por la Inquisición, podría disfrutar de un futuro más luminoso.

Al final de su existencia, decepcionado, el gran pintor comprende la monstruosidad de la guerra y las funestas consecuencias de la intervención foránea en su amado suelo; pretexto del que se vale Saura para mostrarnos algunas de las obras más geniales y oscuras del ilustre pincel del afamado artista. Por ejemplo, la insurrección popular del Dos de Mayo y la cruel represión a ésta, al siguiente día, por el mariscal francés Murat, fueron sucesos inmortalizados por Goya, en 1814, en dos de sus más geniales cuadros, “Los fusilamientos de la Moncloa” y “El dos de Mayo”.



“Goya en Burdeos”, una cinta nada convencional, se desarrolla en ritmo lento para sugerir, a través de este compás, los males físicos del protagonista, como la sordera y la virtual demencia; así como la lentitud abrumadora en que debió haber transcurrido su angustioso exilio, una especie de vacío inenarrable, así como el estancamiento social español de su época.

La película explota magistralmente elementos como la música, la coreografía de bailes españoles, afrancesados a veces, que se elevan sugerentes mediante el desnudo lenguaje de los sentidos. La pantomima, los elementos teatrales y, por su puesto, la pintura, el reino fúlgido del protagonista, introducen al espectador dentro de marco de primorosa confusión.

La cinta hace gran énfasis en detalles y simbología, lo que apunta hacia múltiples connotaciones y posibles interpretaciones de la misma. Por ejemplo, mediante el vestuario y las imágenes muy ‘españoladas’ – en un entorno francés – se insinúa la nostalgia de la España ausente. Así también, al principio de la realización cinematográfica, se nos muestra un ejemplar bovino sacrificado que termina transformándose en el rostro del pintor. Fuerte metáfora visual sobre la que se podría especular dilatadamente.

En el filme, Goya se nos presenta como un hombre provincial, sencillo y gruñón, pero con enorme sensibilidad artística y desmedida pasión. Además, aparecen personajes contemporáneos suyos que dejan constancia de los muchos contactos que tuvo con otros exiliados españoles en tierra francesa.

La película de Saura nos remite más a la psiquis del pintor que a la acción en sí, elemento, este último, al que Hollywood nos tiene muy acostumbrado. La cinta pone más peso en la relación artista-obra que en la aventura biográfica del protagonista. Instruye y motiva; sin embargo, su pisada, que no parece interesarse mucho en distraer, ligeramente cojea en este último propósito.

martes, 22 de junio de 2010

Giotto: Precursor del Renacimiento


Por Leonardo Venta

Ambrosio di Bondone, pintor, escultor y arquitecto, más conocido en la historia del arte por Giotto, es considerado el pintor italiano más importante del siglo XIV. Su interpretación de la figura humana, que desarrolló con líneas amplias y redondeadas, desafió la representación plana y bidimensional del estilo gótico y bizantino, para crear el espacio tridimensional en la pintura europea.


A Giotto se le reconoce un estilo temprano, en el que predomina la influencia bizantina (marcada por la cualidad abstracta de los iconos). Según la tradición, Giotto fue llamado a Roma en 1298 por el cardenal Stefaneschi para ejecutar el mosaico conocido como “La navicelli”, que aparece en el portal de San Pedro.



Es este primer periodo – el de los pechos hundidos, sombras en el rostro y
miradas con expresión de asombro –, cuando el espacio no llega a definir bien su obra, ni los volúmenes ni lo patético de su carácter.

Una segunda etapa de Giotto comienza cuando se le asigna la decoración de la iglesia de Asís. El artista representa, por primera vez, distintas escenas de la vida del místico. Los frescos de esta iglesia revelan un cambio en la perspectiva del artífice. La influencia bizantina decrece, para darle paso a elementos como los árboles y las rocas, creando una iconografía novedosa sobre la figura de san Francisco, a la cual le confiere un hondo carácter psicológico.




En la nave superior de la iglesia de Asís, aún se contemplan veintiocho frescos (en muy buenas condiciones) que muestran la vida del Santo. La línea bizantina sólo se vislumbra en los pliegues de los trajes y en ciertos elementos litúrgicos. El drama de la serie es representado por un relieve prodigioso. Esta obra registra un buen salto en el desarrollo creativo de Giotto. Por primera vez, en el incipiente siglo XIV se contemplan frescos audaces que entremezclan elementos humanos divinizados y divinidades humanizadas.


La tercera etapa en la obra de Giotto se consolida en la capilla de Santa María de la Arena. Allí, el pintor consuma su segundo cielo de frescos, 38 en total, que describen la vida de la Virgen y la pasión de Cristo. Todo acontece en estos frescos con pasmosa serenidad, lo que rememora la tragedia griega. “La degollación de los inocentes” y “El beso de Judas”, son ejemplos de la representación de lo trágico bajo la imperturbabilidad de un plácido pincel.


La cuarta etapa de Giotto marca su plena madurez con los frescos de las capillas Bardi y Peruzzi, en la famosa iglesia de Santa Cruz de Florencia. Aquí vuelve a relatar episodios de la vida de Asís. En la escena de “Las exequias o muerte de San Francisco”, el cadáver del santo yace rodeado de sus más cercanos seres, mientras un grupo de ángeles elevan su alma al cielo.

“Las exequias o muerte de San Francisco” es un fresco que reúne las cualidades más sobresalientes de la obra de Giotto: la vivacidad y la ingenuidad, dentro de la volumetría y dignidad de las formas individuales integradas al conjunto para formar un marco monumental.

Hasta Giotto, el arte románico y gótico era más bien ilustrativo, de figuras planas, desinfladas y colorísticas. Se ha dicho que el tratamiento que este artista le devuelve a la figura humana, es algo así como bajado del cielo.

De Giotto, dijo Cennino Cennini en su célebre El libro del arte sobre Giotto: “…transformó el arte de pintar de griego en latino, modernizándole, y realizó el arte más acabado que nadie hubiese hecho hasta entonces”.


Muere el Nobel portugués José Saramago

El escritor portugués y Premio Nobel de Literatura José Saramago (izda) recibe el Nobel de manos del rey de Suecia, Carlos Gustavo, en Estocolmo(20 de diciembre de 1998).

El escritor José Saramago, el único autor de lengua portuguesa ganador del Premio Nobel de Literatura, falleció la mañana del 18 de junio del presente 2010, a los 87 años, en su residencia de Lanzarote (islas Canarias). Sea recibido en el Olimpo de la literatura.

viernes, 18 de junio de 2010

“Campos de Soria”, Antonio Machado

Por Leonardo Venta

El poema CXII, del libro Campos de Castilla , titulado “Campos de Soria”, está dividido en nueva partes que son como estampas animadas que describen la hermosa y fría tierra soriana , a tono con el sentir patético de la voz poética: “¡Soria fría! […] Soria, ciudad tan castellana / ¡tan bella! Bajo la luna (vv. 95 y 98).

A la descripción de los paisajes se ciñen sus pobladores: “¡ Gentes del alto llano numantino […]” (v. 141), “(…) y los caminos / ya ocultan los viajeros que cabalgan / en pardos borriquillos / ya al fondo de la tarde arrebolada / elevan las plebeyas figurillas , que el lienzo de oro del ocaso manchan” (vv. 25-30). No obstante, las sombras de estas ‘figurillas que cabalgan’, diminutas ante el rigor y las inclemencias de la naturaleza, cobran dimensiones monumentales en su abandono : “Bajo una nube de carmín y llama, / el oro fluido verdinoso / del poniente, las sombras se agigantan” (vv. 48-50).

La voz lírica exalta un paisaje humanizado: “Por las colinas y las selvas calvas , (v. 2), “tardes de Soria, mística y guerrera, (v. 106), “[…] ¡Campos de Soria / donde parece que las rocas sueñan […]” (vv. 109-110), “alborotando en blancos torbellinos / la nieve silenciosa […]” (vv. 55-56); asimismo, despunta el paisaje con hondo, triste y amoroso sentir intimista: “Oh, sí, conmigo vais, campos de Soria […]” (v. 133). El hablante lírico, más que describir, dialoga con el paisaje y sus gentes: “agria melancolía / de la ciudad decrépita / me habéis llegado al alma / ¿o acaso estabais en el fondo de ella?” (vv. 137-140). A este diálogo se refiere José Jesús de Bustos Tovar en su ensayo “La generación del 98: Intimismo y dialogicidad en la poesía de Antonio Machado”.

Según de Bustos, “la poesía de Machado responde a una necesidad interna del yo en hacerse presente ante su otro yo” (162), que se manifiesta a través del desdoblamiento de la propia individualidad, pero, además, la voz poética necesita referirse al otro, al lector, “para que el propio yo se haga explícito” (162). El empleo de la forma interrogativa, no como pregunta, aunque eso aparenta, sino como una forma de exteriorización enfática del yo poético – ¿o acaso estabais en el fondo de ella? (v. 140) – le imparte al poema una honda carga emotiva.

De Bustos también se refiere en su ensayo a cómo en algunos poemas de Machado, tales como “A don Francisco Giner de los Ríos”, “el núcleo del poema se construye cediendo la enunciación en primera persona del poeta a la tercera persona evocada. En “Campos de Soria” esta técnica es sumamente palmaria, son evocados en este caso los elementos de la naturaleza: “¡ Álamos del amor que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras almas llenas […]” (vv.125-26), “[…] álamos de las márgenes del Duero, conmigo vais, mi corazón os lleva […]” (131-32)¡Oh, sí, conmigo vais, campos de Soria[…]”(v.133).

Como formula De Bustos, en Machado “la estructura enunciativa en forma dialógica condensa extraordinariamente el pensamiento y la emoción” (166). El hablante lírico se integra totalmente a la descripción y más que referirse al lector, desde una distancia enunciativa, se arropa de Soria y su gente. El poema, a pesar de las características conceptuales que lo identifican plenamente con el término ‘desastre’, tan usado para definir a la generación del 98, lanza algunos guiños tropológicos esperanzadores para la España del mañana, a través de la imagen de “la niña que piensa que en los verdes prados / ha de correr con otras doncellitas / en los días azules y dorados, cuando crecen las blancas margaritas” (vv. 75-9).

Nótese como las tonalidades sombrías se tornan coloridas, y el blanco de la pureza se proyecta sobre un horizonte vago pero esperanzador. Asimismo, la voz poética, desde el presente frío y sombrío que le aqueja , y el literal de Soria, evoca un pasado de esplendor: “¡Álamos del amor que ayer tuvisteis / de ruiseñores vuestras ramas llenas […]” (vv. 125-6).
Asimismo lanza tenues guiños de confianza futura: “álamos que seréis mañana liras / del viento perfumado en primavera” (vv. 127-8). El tropo sugiere que los álamos al ser derribados, ¿postrados por el frío invierno de Soria?, ¿talados? , ¿o aplastados bajo la bota adversa que afecta a la España de ese momento?, de cualquier manera se transformarán en instrumentos efectivos y afectivos: “serán liras que acariciarán al viento en primavera’. Imagen que nos evoca el poema “A un Olmo Seco”, del mismo autor: “antes que te descuaje un torbellino / y tronche el soplo de las sierras blancas; / antes que el río hasta la mar te empuje / por valles y barrancas, olmo, quiero anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida. // Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera” (vv. 22-30).


Bibliografía

Beristáin, Helena. Diccionario de Retórica y Poética. México: Porrúa, 2003.

De Bustos Tovar, José Jesús. La generación del 98: relectura de textos. “Intimismo y
dialogicidad en la poesía de Antonio Machado."
Analecta Malacitana 24 (1999): 153-77.

Machado, Antonio. Campos de Castilla. Ed. Geoffrey Ribbans. Madrid:
Ediciones Cátedra, 2003.



Campos De Soria

I


Es la tierra de Soria árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.
La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar abril está nevada
la espalda del Moncayo;
el caminante lleva en su bufanda
envueltos cuello y boca, y los pastores
pasan cubiertos con sus luengas capas.


II


Las tierras labrantías,
como retazos de estameñas pardas,
el huertecillo, el abejar, los trozos
de verde obscuro en que el merino pasta,
entre plomizos peñascales, siembran
el sueño alegre de infantil Arcadia.
En los chopos lejanos del camino,
parecen humear las yertas ramas
como un glauco vapor ?las nuevas hojas?
y en las quiebras de valles y barrancas
blanquean los zarzales florecidos,
y brotan las violetas perfumadas.


III


Es el campo undulado, y los caminos
ya ocultan los viajeros que cabalgan
en pardos borriquillos,
ya al fondo de la tarde arrebolada
elevan las plebeyas figurillas,
que el lienzo de oro del ocaso manchan.
Mas si trepáis a un cerro y veis el campo
desde los picos donde habita el águila,
son tornasoles de carmín y acero,
llanos plomizos, lomas plateadas,
circuidos por montes de violeta,
con las cumbres de nieve sonrosado.


IV


¡Las figuras del campo sobre el cielo!
Dos lentos bueyes aran
en un alcor, cuando el otoño empieza,
y entre las negras testas doblegadas
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos y retama,
que es la cuna de un niño;
y tras la yunta marcha
un hombre que se inclina hacia la tierra,
y una mujer que en las abiertas zanjas
arroja la semilla.
Bajo una nube de carmín y llama,
en el oro fluido y verdinoso
del poniente, las sombras se agigantan.


V


La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.
El cierzo corre por el campo yerto,
alborotando en blancos torbellinos
la nieve silenciosa.
La nieve sobre el campo y los caminos,
cayendo está como sobre una fosa.
Un viejo acurrucado tiembla y tose
cerca del fuego; su mechón de lana
la vieja hila, y una niña cose
verde ribete a su estameña grana.
Padres los viejos son de un arriero
que caminó sobre la blanca tierra,
y una noche perdió ruta y sendero,
y se enterró en las nieves de la sierra.
En torno al fuego hay un lugar vacío
y en la frente del viejo, de hosco ceño,
como un tachón sombrío
¿tal el golpe de un hacha sobre un leño?.
La vieja mira al campo, cual si oyera
pasos sobre la nieve. Nadie pasa.
Desierta la vecina carretera,
desierto el campo en torno de la casa.
La niña piensa que en los verdes prados
ha de correr con otras doncellitas
en los días azules y dorados,
cuando crecen las blancas margaritas.


VI


¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!
¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!
¡Soria fría! La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.


VII


¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, obscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais! ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!…


VIII


He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria ?barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra?.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!


IX


¡Oh, sí! Conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita.
Me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?
¡Gentes del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!



Poema sin nombre

"El desayuno", Diego Velázquez

Por Leonardo Venta

Cien millones
de espesas palabras
se deshelarán
bajo el calor
de mi lengua.
Os examinaré
con el interés del cariño.
Os regalaré diminutas frases
que disimulen
mi turbación cotidiana,
en ese inmenso temor
de perderos.
Cenaré
con vuestro amor
a la mesa,
tenaz impulso
de satisfacer
este apetito inmenso.

jueves, 17 de junio de 2010

Si volvieras (If you came back)



Por Leonardo Venta

Si volvieras
con mis ojos
entre la risa,
la que transitas
adentro,
beberíamos
juntos
de este caldo
(proemio soslayado
de una
tentativa).
Te adentraría
la verdad
temerosa
con
el caldo
entre
los dientes.


If you came back
(Translation Louis Greto)
If you came back

with my eyes

in your laughter,

passing

in you,

we would drink

this soup

together.

(An attempted

beginning

overlooked)

I would put in you

the feared

truth

with

broth

between

the teeth.

Poetas


Por Leonardo Venta

Se levanta el pensamiento cual irrevocable estruendo;
irrumpe, feroz, contra las inevitables paredes
de la realización.
Se enardece, estalla.
Mi voz se transforma en artífice del alma que proclama
su estoico ascenso.
Desde lejos me llegan voces de poetas ya muertos.
Abanderados audaces.
Compañeros.

En la Biblioteca con Borges


Por Leonardo Venta

Una biblioteca es un lugar destinado al depósito de información, registrada básicamente en libros. Si bien el vocablo se deriva de la palabra latina bibliotheca y ésta, a su vez, del término griego biblion (libro), hoy en día ha alcanzado un sentido mucho más amplio. Su acepción comprende informes recopilados en muchos otros formatos, como microfilmes, revistas, grabaciones, películas, diapositivas, cintas magnéticas y de vídeo, además de variados medios electrónicos.

Las bibliotecas, fantásticas moradas del conocimiento, son refugios culturales y espirituales. Poseen, igualmente, una esencia mística y seductora. Quienes se han adentrado en el firmamento de una biblioteca, han podido comprobar, de una manera u otra, la armonía sin igual de su naturaleza.

En un principio, éstas eran simple museos donde los libros dormitaban lejos de la mirada reprobada del hombre común. La historia recoge la existencia de muchas de ellas. La Biblioteca de Alejandría, por ejemplo, se dice tuvo la mayor colección de la edad antigua. En Pérgamo, centro artístico y literario de Asia Menor, por otra parte, se estableció una institución de estudios gramaticales que rivalizó con la escuela de la Biblioteca de Alejandría.

Sería la historia de nunca acabar, el mencionar tantas bibliotecas famosas. No obstante, existe una, fascinante, edificada por la prodigiosa imaginación del genio de un escritor, Jorge Luis Borges. Si deseamos conocerla, sin lugar a duda, debemos leer el cuento “La Biblioteca de Babel”, que forma parte de su libro Ficciones, publicado en 1944.

La biblioteca imaginada por Borges es tan espaciosa como intrigante. El narrador la describe con “números indefinidos de galerías hexagonales,” eternas e inconmovibles, que remiten al lector, desde un principio, al ambiguo sendero de lo subjetivo en un entorno que seduce.

El relato que hace Borges de las galerías que almacenan los libros de la biblioteca es meticuloso, y se asemeja a la representación bíblica de la construcción del Templo de Salomón, que seguía un parecido, a su vez, con la descripción del tabernáculo del testimonio, lugar tradicional de reunión y de culto para Yahveh.

La Biblioteca de Babel abarca todos los libros. No posee dos idénticos. “No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono”, afirma Borges. De la misma forma, se refiere a la existencia de un libro en este recinto que es la cifra y el compendio perfecto de todos los demás, al que compara con una especie de dios. Lanza, ocurrente, la interrogación: ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Es decir, el hexágono donde se encuentra el libro-dios.

Añade más adelante, irónico y ávido: “No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre— ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros”.

Más adelante, el escritor augura la extinción de la raza humana, mientras anuncia que la Biblioteca de Babel se mantendrá: “Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta”.

Borges, quien fue perdiendo la vista gradualmente hasta quedarse ciego, prefirió soñar las superficies de su biblioteca inventada en un vuelco a una eternidad literaria. Nos la supo describir con destreza y encanto, como incitándonos a recorrer sus corredores y estantes enigmáticos con la esperanza de encontrar ese libro, que quizá él nunca halló, que encierra todas las respuestas.


La Biblioteca de Babel
Jorge Luis Borges


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab alterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.