Por Leonardo Venta
Tendemos a categorizar. Formulamos “la otredad”, y precisamos lo nuestro mediante fijas ecuaciones heredadas. En nuestro medio, es imposible mencionar el nombre de alguien sin agregársele, como si fuera un tercer apellido, su lugar de origen.
También se resaltan – o critican – los logros – o errores – de una persona como si fueran los de toda una nación. Es frecuente ponderar a un país por los “éxitos” de uno de sus ciudadanos, o increparle por sus infamias, ignorando que la virtud y la vileza no tienen nacionalidad fija. El resto es un nauseabundo y repetido mito. El nacionalismo y el regionalismo se han convertido en esa cola que nos recuerda constantemente nuestra condición animal.
Somos propensos a generalizar, a discriminar, a establecer y apuntalar estereotipos. Una señora, en falso pavoneo de halago, me dijo, en cierta ocasión, que “yo hablaba muy bien el castellano para ser cubano”. Todavía al recordar su observación frunzo el ceño.
Asistí también a un sermón religioso en que el predicador afirmaba que sus coterráneos eran los más emprendedores del mundo. Según él, la gente de su país sabía pedir mejor a Dios, porque tenía un estándar más elevado de expectativas.
Los fantasmas del prejuicio corroen nuestra sociedad. La media nos hostiga con sirvientas negras e indias, con imágenes de inmigrantes mal vestidos, con rubias y rubios triunfantes.
Los asiáticos han sido estereotipados como extremadamente ambiciosos, taimados y sectarios. Los afroamericanos, a su vez, son considerados gritones y haraganes. Los hispanos somos vistos como perezosos, promiscuos y, en el caso de los hombres, sumamente “machistas”. No mencionaré aquí los estereotipos más comunes atribuidos a cada grupo de inmigrantes hispanos en Estados Unidos para no ser portavoz de la ignominia.
Los prejuicios son las disposiciones y evaluaciones que se realizan, por lo general desfavorables, acerca de algo que no se conoce bien. La señora que afirmaba que “yo hablaba bien el castellano para ser cubano”, no ha tenido (ni tendrá) la posibilidad de escuchar a más de una docena de millones de mis compatriotas para poder emitir un acertado juicio.
De la misma forma, aquellos que llaman “balseros” a cualquier cubano, despectivamente, por sólo mencionar un ejemplo, con el ánimo de mermar el valor de la inmigración cubana en EE.UU. – además de subvalorar lo épico de tan grandiosa empresa, y los logros de muchos de ellos (como los de cualquier otro rebaño de inmigrantes en cualquier parte del mundo, integrado indistintamente por ovejas mansas y díscolas) – desconocen que anualmente llegan a Estados Unidos más cubanos por vía aérea que en embarcaciones (20 000 visas anuales son otorgadas sólo a cubanos, además de participar éstos también en el sorteo de las otras 50 000 que otorga todos los años el gobierno estadounidense).
El nacionalismo tiene además una faceta etnocéntrica, es decir, la tendencia emocional que hace de la cultura propia el criterio exclusivo para interpretar los comportamientos de otros grupos, razas o sociedades.
La persona etnocentrista piensa que el grupo al que pertenece es superior a cualquier otro, y que todo debe girar alrededor de éste. Al comentarle a una señora que la cena típica de Nochebuena en Cuba incluía frijoles negros, me respondió, con patente tono despectivo: “En mi país, los únicos que comen frijoles ese día son los pobres”.
De la misma manera que nos preocupamos por proteger el medio ambiente, debemos defender nuestras "moradas del castillo interior", a las que se refiere la irresistible prosa teresiana. No nacemos con estereotipos y prejuicios. Se nos inculcan. Así como los aprendemos y aprehendemos, podemos muy bien sacudírnoslos.
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