La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

sábado, 17 de febrero de 2018

A propósito del "Día del Amor"

"El Beso", del escultor francés Auguste Rodin, representa a Paolo y Francesca, dos amantes que aparecen en la Divina Comedia, de Dante Alighieri, condenados al segundo círculo del Infierno

Por Leonardo Venta 

Esa fuerte inclinación emocional hacia otra persona, grupos de personas u objetos –a la que llamamos amor–, esencial para la felicidad, es, junto a la muerte, una de las grandes inquietudes que agitan al ente racional. A pesar de constituir un sentimiento universal, resulta difícil precisarlo. Su naturaleza subjetiva así lo determina.
El diccionario, entre sus variadas acepciones, lo define como “el sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.
Según Platón, el amor es regido por dos principios: “el deseo intuitivo del placer” y “el deleite reflexivo del bien”. Aristóteles, por su parte, lo determina acompañado de placer y dolor. El amor implica felicidad para unos y desventura para otros, o una mixtura de ambos estados de espíritu.
 En Tratados en La Habana, José Lezama Lima expresa: "Busca el amante las virtudes coincidentes, sutiles interregnos donde sea necesario la compañía y todos los afortunados antídotos de la soledad", refiriéndose a ese aislamiento intestino que en parte le tocó vivir, y que en misiva a su hermana Eloisa confiesa: "Yo me voy quedando solo, como una araña en el centro de su tela".
Convertido en un libro, De profundis, la extensa carta que Oscar Wilde le escribiera desde la cárcel de Reading a su amante lord Alfred Douglas, refleja la estrecha relación entre el amor difícil de nombrar y el dolor: "Quisiste que yo te enseñara el placer de vivir y el placer del arte; tal vez esté yo llamado a enseñarte una cosa mucho más hermosa: el valor y la belleza del dolor".
Existen diferentes tipos de amor. ¿Amor desquiciado? La historia recoge cómo la Reina Juana I de Castilla (la Loca) enloqueció de amor y celos hacia su marido Felipe I el Hermoso. Del mismo modo hay amores prohibidos. La historia de Paolo y Francesca, inmortalizada en la Divina Comedia, de Dante Alighieri, es un conmovedor ejemplo del mismo.
La literatura registra huellas de amor no correspondido. Garcilaso de la Vega, a pesar de sufrir el rechazo de Isabel de Freyre, perpetúa su amor hacia ella en varios de los más bellos poemas escritos en lengua castellana. "Yo no nací sino para quereros; / mi alma os ha cortado a su medida; / por hábito del alma misma os quiero.// Cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací, por vos tengo la vida, /por vos he de morir y por vos muero", leemos en su "Soneto V".
El amor puede transmutarse en odio. La desconfianza puede cobrar matices oscuros hasta el punto del homicidio. El Otelo de Shakespeare asesina a la Desdémona que cree infiel. Ahora bien, no todos los amores desatan tormentas pasionales. Hay amores tan etéreos que extasían de sólo vislumbrarlos, como el de San Juan de la Cruz por su Creador: "Quedéme y olbidéme / el rostro recliné sobre el amado [Dios]; /cessó todo, y dexéme /dexando mi cuydado / entre las açucenas olbidado".
Por otra parte, ¡cuán sublime es el amor a la patria! Martí, Bolívar, Sucre, Madero, San Martín, O'Higgins, sobrepusieron el amor patrio a los otros. En su drama en verso, Abdala, el Apóstol de los cubanos expresa:"El amor, madre, a la patria / no es el amor ridículo a la tierra / ni a la hierba que pisan nuestras plantas. / Es el odio invencible a quien la oprime, / es el rencor eterno a quien la ataca".
Es imposible abarcar el tema del amor, sin referirnos al término ‘madre’, su más digno equivalente. El Santo de Asís, quien se quejaba frecuentemente de que "el amor no era amado", exhortaba a sus discípulos a amarse unos a otros con amor de madre; para él, el más parecido al divino.
              El amor, según San Pablo, “es paciente, es servicial; no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. ¡Acojámoslo y prodiguémoslo, pues, con frecuentado regocijo!

sábado, 10 de febrero de 2018

"Dernière danse (Último baile)", Indila, subtítulos en francés e inglés

La vigente universalidad de Doña Perfecta

"Retrato de Benito Pérez Galdós", carboncillo sobre papel del artista Ramón Casas, Museo Nacional de Arte de Cataluña (1903)
Por Leonardo Venta


            En 1876, a los 33 años de edad, Benito Pérez Galdós escribe Doña Perfecta. La retrógrada aldea de Orbajosa, de sólo 7 mil habitantes, "pueblo enano y por eso soberbio", es donde se desarrolla la trama de esta novela en que la protagonista, una viuda hondamente religiosa, acuerda con su hermano, residente en Madrid, casar a su hija Rosario con su sobrino Pepe, al que invita a su casa.
            "¡Cómo abundan los nombres poéticos en estos sitios feos!", apunta Pepe Rey para referirse a Valleameno, Villarica, Valdeflores, parajes de  Orbajosa, lugar donde nunca ocurre nada y la devastación, la pobreza y el desamparo pululan.
            Doña Perfecta, pilar ideológico de la obra, representa a una España oscurantista; en tanto, el ingeniero Pepe Rey es prototipo del progreso, el espíritu ilustrado y tolerante. De esta manera, la pieza narrativa denuncia la maldad que subyace en la intransigencia religiosa, así como aborda la pugna entre progreso y tradición.
            No hay una significativa complejidad en los personajes. Estamos ante una novela de tesis, en que la intención del autor excede la acción de la obra; por ende, la minuciosidad psicológica pudiera antojársenos exigua, aunque discrepo sobre dicha insuficiencia. Los caracteres son mayormente rígidos, con excepción de Pepe Rey, María Remedios, sobrina del canónigo, y Rosario, la hija de doña Perfecta. Por su parte, el personaje epónimo no supera su propia neurosis, intolerancia religiosa, autoritarismo moral e hipocresía.
            Pérez Galdós se apoya en el Positivismo comtiano, que advierte en la actividad científica práctica la única vía para establecer y consolidar el poder del hombre sobre la naturaleza, estableciendo un contraste entre la España progresista y la conservadora, la urbana y la rural. Tanto en Doña Perfecta como en Marianela, nuestro maestro de la novelística manifiesta su identificación con el Positivismo a través de los personajes de Pepe Rey, ingeniero, y Teodoro Golfín, galeno.
            De estilo fluido, opuesto a los afeites románticos, esta gema realista emplea la ironía, no sólo mediante hermosos calificativos para designar desapacibles lugares, como el "Cerrillo de los Lirios" –donde sólo hay piedras y hierba descolorida–, el aspecto antitético de los nombres que distinguen a doña Perfecta, don Inocencio y Licurgo, los cuales lejos de indicar perfección, inocencia e inteligencia sugieren imperfección, malicia y torpeza, así como también mediante un duelo de fuerzas discordantes y misteriosas en el devenir de los protagonistas.
            Los contrastes entre la oscuridad y la luz, el amor y la muerte, el bien y el mal, develan al lector sagaz el odio que puede esconderse tras una máscara de perfección y piedad. Aunque la obra es anticlerical no es antirreligiosa, ya que no cuestiona los dogmas de la Iglesia sino su omnímodo perjuicio en los sectores políticos y sociales de la sociedad española de esa época. “El clero tiene todavía grandísimo poder”, afirmó el escritor canario en 1885.
            Doña Perfecta en lugar de amar odia, la imagen pública que proyecta desaviene con su verdadera forma de ser; su hija Rosario, una dulce y débil criatura, pasa de un extremo a otro: de la luminosidad a las tinieblas. La apacible relación con su autoritaria progenitora se entenebrece paulatinamente. El obstáculo –la madre– para acercarse a la persona amada –Pepe Rey– se yergue en objeto de su odio. Incluso, los cándidos orbajosenses ocultan una naturaleza codiciosa, violenta y aborrecedora. El enjuto don Cayetano, erudito y bibliófilo de la región, se refiere a sus coterráneos de la siguiente manera: "En todas las épocas de nuestra historia, los orbajosenses se han distinguido por su hidalguía, por su nobleza, por su valor, por su entendimiento (...) Pues sí, teólogos eminentes, bravos guerreros, conquistadores, santos, obispos, poetas, políticos, toda suerte de hombres esclarecidos florecieron en esta humilde tierra del ajo". Si bien, sobre la experiencia de Pepe Rey, en el Casino, con los "varones insignes", el hablante narrativo expresa: "Lo que principalmente distinguía a los orbajosenses del Casino era un sentimiento de viva hostilidad hacia todo lo que de fuera viniese. Y siempre que algún forastero de viso se presentaba en las augustas salas, creíanle venido a poner en duda la superioridad de la patria del ajo". La disposición del poder en Orbajosa teme que el capitalino sobrino de doña Perfecta pueda desplazar a sus líderes locales, si éste llegara a posesionarse de un lugar promisorio entre ellos.
            La ancestral operación de propinar golpes bajos con una fingida sonrisa, un gesto de aprobación, un estrechón de manos, una cálida frase –tan presente en Doña Perfecta– sigue ejercitándose en nuestros días, como si fuera parte de un estímulo incondicionado de nuestras más intestinas propiedades trascendentales.
          Hay quienes proyectan hostilidad hacia aquellos o aquellas –para no contrariar a las feministas– que no comparten sus arbitrios. Un observador genial, como es  Benito Pérez Galdós, realista en su esencia, refleja la pugna social entre valores e intereses discordantes y sus consecuencias; he ahí –apoyado por todo un simbolismo de tácita duplicidad– donde radica la vigente universalidad de esta obra.


jueves, 1 de febrero de 2018

Comenzar de nuevo (A mis hermanos por develar)




Por Leonardo Venta

Vengo a ti desecho,
postrado en mi dolor,
temeroso,
suplicante,
con el cielo desierto.

Te busco,
avizoro,
tiemblo.

Me haces repetir el alfabeto del cariño, articular perdones y esperanzas,
descubrir veladas verdades,
enormes, diminutas, contrahechas, amorosas siempre.

Me detengo,
exhausto,
jadeante.
Suspiro,
adivino,
me tiendo...
insomne desaliento.

Cierro los ojos,
implorante.
Te repaso,
te leo,
te busco,
nuevamente te presiento.

Llegas,
me quitas este peso de encima,
con delicadeza,
diligente, sobrepuesto...
me susurras consuelos,
me delineas extensiones,
mediante tu articulado silencio.

Dibujas amigos en mi encerado pliego:
nuevos, antiguos, imaginados, reales,
añorados, distraídos, despiertos...
compones hermanos,
sinfónica partitura
de ventrículo en puño abierto.

Luego, solo,
vuelvo a mi ostraíca armazón,
espectral silencio...
intento escuchar sus sonrisas,
palpar sus frases de aliento,
escuchar sus miradas,
 soledades afines,
luchas, esfuerzos,
temores, osadías,
entrecortadas frases,
entredichas,
nunca pronunciadas,
victorias y desalientos.

Me sonríen y les sonrío,
desde un costado de Cristo,
esperanzado, absorto,
dispuesto, dispuestos,
a comenzar de nuevo.

(Un hermano es un retazo de luz para zurcir un roto interno, desperezado aliento en pesadilla insomne. Es un guiño divino con acento similar al nuestro, que nos conoce y presiente, hijo del espíritu, sostén en la espinosa ascendente pendiente hacia irrefutable optimista anhelado solidario firmamento)