La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

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viernes, 11 de agosto de 2017

Una mirada sobre el dolor

"Dolor" (1882), Vincent van Gogh. Esta obra maestra del dibujo es parte de una serie de trabajos 
en la que el pintor utilizó a la prostituta Sien Hoornik como modelo

Por Leonardo Venta


"...disimular el dolor es prueba de los grandes caracteres".
             José Lezama Lima

            Por lo general, todo diccionario ofrece varias acepciones para un mismo vocablo. La Academia Española le asigna a la palabra dolor la significación de sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior, o sentimiento de pena y congoja. En este artículo nos referiremos a la segunda acepción.
            Lo que algunos llaman pesimismo, sugiere la existencia asida al dolor, temática que examina el budismo. La meditación de Gautama Buda se inicia precisamente con la contemplación del dolor. Según Buda, el mundo está regido por el sufrimiento y la única solución reside en la anulación del deseo para acceder a un estado trascendente en que impera la nada.
            Para Arthur Schopenhauer –quien consideraba al budismo como la religión más adecuada, porque valora la presencia del sufrimiento en el mundo– toda empresa en la vida es ilusoria, precisamente porque la tragedia de vivir radica en la naturaleza de la voluntad. Las infatigables metas trazadas por el hombre – alcanzadas o no– según el filósofo germano, siempre le dejan insatisfecho y le inducen a emprender otras. Por otra parte, la constante lucha entre los ideales espirituales del ser humano y la voluntad animal que lo impulsa a satisfacer sus instintos le roba la paz.
            Nuestro cuerpo es la voluntad misma en su forma objetiva o como manifestación en el mundo como idea. La paz y las bendiciones que se le asumen a aquellos llamados santos proceden de las victorias en esa lucha constante contra los imperiosos impulsos de la voluntad. ¿Vivir no es oponerse a la naturaleza, a la muerte? Si bien, ¿no es la muerte un elemento natural, ineludible, de nuestra existencia? Dentro de esa constante batalla entre la vida y la muerte, la paz y el conflicto, se origina el dolor.
            Nos afanamos en ser felices, saludables, socialmente aceptados. Y ese mismo afán,  nos ocasiona dolor, nos violenta el descanso y el equilibrio. El vivir es dolor en correspondencia con el hecho de que nuestras aspiraciones sólo logran consumarse parcialmente, y una vez alcanzadas nuestras metas dejan de tener el mismo efecto gratificante, para bifurcarse en nuevos torturadores empeños.
            La naturaleza compleja del dolor –inducido por el concepto de voluntad, acción dirigida hacia un fin específico–, encuentra una especie de paliativo en la renuncia a los deseos que nos revierten, invalidándolos, mediante un estado de ataraxia (imperturbabilidad).
            Según la primera Noble Verdad que predica el budismo, la existencia humana es intrínsecamente dolorosa. Pensar –tratar de entender– es sufrir. Por otra parte, la renuncia a los deseos es una especie de liberación de la angustia encadenada a la voluntad de vivir. La ilusión siempre viene acompañada de la desilusión; el optimismo, del pesimismo. Al disfrutar destellos de la dicha, conocedores de nuestra vulnerabilidad, nos preguntamos: ¿cuánto durará esta plácida experiencia?
            El conocimiento causa dolor, ya que la felicidad proviene de la inconsciencia (el no conocimiento). De lo cual deducimos, desde una perspectiva semiótica, que el conocimiento significa muerte. Mediante la crítica a la ciencia y al optimismo, algunos pensadores cuestionan la armonía y racionalidad del mundo, al negar que éste pueda ser mejorado mediante el conocimiento, ya que el saber puede trae consigo el dolor. Para aquellos que opinan que el sufrir y el pensar marchan juntos, la mejor opción para el ser humano es la abstención y la contemplación indiferente de todo.
            La abstención concuerda con las ideas budistas de la contemplación; mientras la acción nos refiere a Friedrich Nietzsche, quien desplaza un poco el pesimismo con su convocatoria a la acción, aunque, según críticos como Max Nordau, el pensamiento nietzscheano es en buena medida continuación y consecuencia dinámica del razonamiento pesimista de Arthur Schopenhauer; eso sí, matizado por una cristalización evolutiva con matices menos pesimistas.
            Nos afanamos en hallar una explicación, una razón de ser, a nuestra propia existencia dentro del ámbito de una sociedad que se nos presenta a veces hostil y decadente. Nuestros conflictos oscilan entre el mundo externo y el interno, originando un choque entre nuestras percepciones, afanes y creencias, y las ajenas, suscitando escepticismo ante una irrealidad que se nos maquilla como real, ante un destino y rol impreciso –inconstantes– en el universo.
            Aunque nos elevamos por momentos a esferas superiores de realización y gozo, sucumbimos luego en nuestro anhelo de atesorar la paz, esfera casi divina del pensamiento que comprende la vida desde una perspectiva superior, despojada de todo afeite y afán ilusorio.     
            Nos debatimos entre el bien y el mal, la mentira y la verdad, el amor y la animadversión, la virtud y el vicio, el cuidado y la desidia, la paz y la beligerancia, el bienestar y el dolor. Sufrimos la fragilidad de la existencia, conscientes de nuestras limitaciones, y confrontamos la opción de esa antonimia ‘nada liberadora’. La irracionalidad de la existencia viene reflejada por la imposibilidad de aprehender la realidad, incluso la incapacidad de explicarla, en contraposición con una solución absoluta y una validez universal.
            Para Schopenhauer el dolor es insuperable; para Nietzche, puente al gozo. Nos preguntamos, entonces: ¿existe  alguna verdad?, y si existiera, ¿es posible visualizarla, entenderla, explicarla? ¿Existe un destino ya prefijado, ineludible?, y si estuviera ya diseñado por voluntades inasequibles, ¿por qué preocuparnos, si todo está determinado, si no podemos variar el fatal veredicto?
            El porqué el dolor serpentea los límites de la razón, sin poder nosotros hallar respuestas categóricas,  refleja  la complejidad subjetiva en que nos desenvolvemos. La insuficiencia y vulnerabilidad humana contrasta con la inmensidad del universo que nos deslumbra y amilana. Somos impotentes ante la razón. No podemos eliminar el dolor de la faz de la tierra, el inmanente e  inconsciente temor a ser castigados por nuestras presuntas  transgresiones. Somos esclavos del dolor, el miedo, los instintos ciegos, la incertidumbre, los accidentes y circunstancias que marcan nuestro tránsito por la tierra, conocedores, para mayor desventura, de nuestra fugacidad biológica.

sábado, 15 de abril de 2017

A Roland Barthes, en el 37.° aniversario de su muerte

Roland Barthes
Por Leonardo Venta

El pasado 26 de marzo se conmemoró un aniversario más de la muerte de Roland Barthes. Durante todo ese día desfilaron por mi mente los duendes del autor de Mitologías (1957), libro que tuve que leer, no hace mucho tiempo, para mi clase de Teoría literaria, que me impartiera la profesora Madeline Cámara en la Universidad del Sur de la Florida (USF).
            Como parte de mis habituales disquisiciones dominicales, repasaba con satisfacción una presentación mía sobre dicho libro en USF, a la que la doctora Cámara había invitado al profesor Gaëtan Brulotte, egresado de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, donde obtuvo un doctorado en literatura francesa con una tesis titulada "Aspects du texte érotique", dirigida por el propio Barthes, y cuyo jurado estuvo integrado por Julia Kristeva.
Por ese subliminal apego mío a la literatura, he decidido conmemorar el trigésimo séptimo de la muerte de Barthes –que falleció el 26 de marzo de 1980, varias semanas después de ser atropellado por un vehículo en una calle parisina –con el siguiente humilde trabajo sobre Mitologías.          
Roland Barthes, crítico literario, sociólogo, semiólogo y filósofo francés, fue uno de los intelectuales más relevantes del pasado siglo. Es considerado responsable de aplicar a la crítica literaria las percepciones surgidas del psicoanálisis, la lingüística y el estructuralismo.  Estableció conceptos como el "del placer del texto" y de éste como "un cuerpo", así como el de la “muerte del autor”, entre otros.  Es igualmente reconocido por articular la teoría y la práctica de la intertextualidad, así como promover el estudio de los signos culturales.
En el campo intelectual, se destaca por su posición desafiante a las normas establecidas y, por consiguiente, a las clases hegemónicas. Uno de sus aportes más relevantes e interesantes al pensamiento moderno es la nueva valoración que ofrece al concepto del mito.
La definición tradicional establece que el mito es una narración que describe y retrata en lenguaje simbólico el origen de los elementos y supuestos básicos de una cultura. Es una forma estética de razonamiento, cuya acepción enraizada se refiere primordialmente a relatos o tradiciones que vinculan al ser humano con el universo, en su necesidad de encontrar respuestas a las manifestaciones de la naturaleza, la complejidad de la existencia humana, así como el origen de los componentes de una civilización.
  Para Barthes, es un tipo de discurso, un modo de significación que va más allá de su sentido original.  El estudioso francés considera que cualquier cosa puede convertirse en un mito, ya que todo objeto en el mundo puede pasar de una forma cerrada o existencia silenciosa a otro estado oral, disponible a la sociedad para su propia interpretación.
Según el notable estudioso, antigua o no, la mitología sólo puede tener un fundamento histórico, ya que el mito es un tipo de discurso escogido por la historia, una especie de mensaje que procura traspasar el umbral de nuestra consciencia y encontrar morada fija en ella. Por lo tanto, no está conferido exclusivamente a los modos de la escritura sino a la fotografía, al cine, al reportaje, a los deportes, a los espectáculos y a la publicidad en general.
Todos los materiales que componen el mito presuponen una manera de significación. Éste pertenece, según afirma Barthes, a la ciencia de la semiología, estudio de los signos en la vida social.  Basándose en este postulado, el pensador galo establece que el signo lingüístico es una unidad psíquica de dos caras, constituida por el significante –los sonidos y las formas de las palabras– y el significado –lo que esos sonidos y palabras significan intrínsecamente en el sistema constituido por la lengua–.  
            Afirma Barthes que el mito ejerce dos funciones fundamentales: la de apuntar o señalar y la de notificar.  Del mismo modo, nos hace entender algo y nos lo impone en un constante juego de escondidos entre el sentido y la forma  No existe nada fijo en éste.  Puede ser alterado, desintegrado o desaparecer completamente.  La verdad no está garantizada en el mito, nada puede prevenirlo de ser víctima de una coartada, su significante siempre tiene a disposición más de una opción, diversos significados. 
Por otra parte, es una clase de discurso definido por su intención. La historia, adulterada por éste, es finalmente asimilada como un hecho natural. El lenguaje, por su carácter vago y subjetivo, es su presa más fácil. El mito puede alcanzar y corromperlo todo. Su trabajo es el de justificar una intención  histórica, aparentar lo eterno de su fortuna. Su función es la de vaciar la realidad. Es como si la evaporara. Sin embargo, según Barthes, existe un lenguaje que no es mítico, el del hombre como productor, como transformador del entorno, circunscrito a la clase oprimida, para la cual el discurso es real. 
Para el autor de El placer del texto, el mito está del lado de la derecha por su sentido eminentemente burgués.  Los burgueses no solamente lo establecen, sino lo manipulan y propagan para prevenir a las masas de una subversión general. Suprimen al objeto de su historia, creando mitos que son universalizados en forma de proverbios. Promulgan la hegemonía de ciertos grupos étnicos sobre otros, de ciertos valores falsos que las masas llegan a asimilar como genuinos.
La mitología interpreta al mundo no como es en realidad, sino como la clase burguesa lo ha diseñado para justificar su status quo.  El lenguaje del mito es un metalenguaje, utilizado para describir un sistema de expresión programado, estático, que no toma acción directa sobre la historia, sino que lo amolda a un mundo irreal y utópico para insertarlo en la mente del hombre.
El mitologista trata de evitar la realidad lo más que puede en el proceso de crear el mito, manifiesta los elementos agradables de un contexto, pero ignora y adultera su esencia negativa. Definitivamente, la labor del intelectual –y a desentrañarla nos ha ayudado enormemente Barthes– es reconciliar al hombre con la realidad, la descripción con la explicación, el objeto con  el conocimiento, desenmascarando y desechando la nocividad que trae implícita el mito. 

jueves, 25 de febrero de 2016

Del sentimiento trágico de la vida

"Retrato de Miguel de Unamuno", obra de Ramón Casas


Por Leonardo Venta

"Hay algo que, a falta de otro nombre, llamaremos el sentimiento trágico de la vida, que lleva tras sí toda una concepción de la vida misma y del Universo, toda una filosofía más o menos formulada, más o menos consistente. Y ese sentimiento pueden tenerlo, y lo tienen, no sólo los hombres individuales, sino pueblos enteros. Y ese sentimiento, más que brotar de ideas, las determina, aún cuando luego, claro está, las ideas reaccionen sobre él corroborándolo. Unas veces puede provenir de una enfermedad adventicia, de una dispepsia, verbigracia; pero otras veces es constitucional. Y no sirve hablar, como veremos, de hombres sanos e insanos. Aparte de no haber una noción normativa de la salud, nadie ha probado que el hombre tenga que ser naturalmente alegre. Es más: el hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad".

(Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida)

A Miguel de Unamuno, uno de los intelectuales españoles más destacados de la era moderna, como buen existencialista, le obsesionaban temas como el ansia de inmortalidad y el conflicto de la fe.
            En su ensayo filosófico Del sentimiento trágico de la vida, publicado en 1913, se refiere a una fe individual, en la que la persona intenta relacionarse con Dios, sin intermediarios, sin lo abstracto y superfluo de la terca religiosidad, cuestionando su existencia. “Ése en que crees, lector, ése es tu dios, el que ha vivido contigo en ti, y nació contigo y fue niño cuando eras tú niño, y fue haciéndose hombre según tú te hacías hombre, y que se disipaba cuando te disipabas”, afirma.
            Para Unamuno, la idea de la muerte provoca en el hombre un ávido afán de vivir, a plenitud. Este anhelo se convierte en obsesión y se desprende en desgarradora voz de protesta ante la imposibilidad de materializarse, al mismo tiempo que origina una gran preocupación ante lo desconocido y el temor a un final.
            El conflicto entre la imposibilidad de brindar una acertada explicación a la existencia, no comprender el sentido de la vida, y el aspecto deshacedor de la religiosidad, con su carácter privativo y vago, forman parte de la temática que aborda este libro. La lucha que propone el escritor bilbaíno es entre el sentimiento, con ese indecible clamor ontológico por Dios, al decir del salmista, "como el ciervo que brama por las corrientes de las aguas", y la improcedente razón, que le lleva al escepticismo.
            Leemos en el texto unamuniano cómo “el hombre de carne y hueso” objeta su asentimiento a la revelación de Dios: "¿Y qué cosa es fe? Así pregunta el catecismo de la doctrina cristiana que se nos enseñó en la escuela, y contesta así: creer lo que no vimos. A lo que hace ya una docena de años corregí en un ensayo diciendo: "¡Creer lo que no vimos!, ¡no!, sino crear lo que no vemos".
            Unamuno asiente en que se ha pensado que “hace falta un cimiento en que cimentar nuestra acción y nuestras obras”. Sin embargo, opera desde el plano de las contradicciones. El conflicto es, para él, parte constitutiva de su identidad, de la de sus semejantes, y base de su propio método de reflexión.
            En este texto, el genial autor, que cultivó todos los géneros literarios, se refiere al hambre de inmortalidad: “!Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre! ¡ser Dios!".  Al leerlo, nos viciamos con el desasosiego que nos conduce a cuestionar la existencia de Dios, reflejada en la voluntad de vivir como creyente y la imposibilidad de creer consecuentemente.
            En Del sentimiento trágico de la vida, un libro breve pero denso, coronado con once capítulos y una conclusión, el filósofo y gran escritor español de la generación del 98 da voz a nuestras propias angustias existenciales, conscientes e inconscientes. Desgarra nuestros temores y canaliza íntegramente la desazón que nos provoca la sola idea de no existir, al reflexionar en su postulado: "Lo que no es eterno tampoco es real".

sábado, 14 de diciembre de 2013

"La Nochebuena de 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico"

Escritor de invariable visión negativa de la vida, el madrileño Mariano José de Larra se suicidó de un pistoletazo en febrero de 1837, faltando alrededor de un mes para cumplir los 28 años, muy poco después de escribir su famoso artículo "La Nochebuena de 1836", y tras el desengaño producido por la ruptura con Dolores Armijo. Otro posible motivo del suicidio fue la honda decepción que le ocasionaba el fracaso de las ideas liberales en el ámbito político español.

Por Mariano José de Larra

(Por esta vez sacrifico la urbanidad a la verdad. Francamente, creo que valgo más que mi criado; si así no fuese, le serviría yo a él. En esto soy al revés del divino orador, que dice: Cuadra y yo.)

El número 24 me es fatal; si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací. Doce veces al año amanece, sin embargo, día 24; soy supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23 es siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación de aquel jefe de policía ruso que mandaba tener prontas las bombas las vísperas de incendios, así yo desde el 23 me prevengo para el siguiente día de sufrimiento y resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por no romperle, ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer porque no me diga que sí, pues en punto a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ése, a lo menos, oye la verdad!

El último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola, y consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más largas para el triste desvelado que una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino con paso de intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las cortinas de mí estancia.

El día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día 24 había de ser día de agua. Fué peor todavía; amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.

Resuelto a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné la frente, cargada como el cielo de nubes frías; apoyé los codos en mi mesa y paré tal, que cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad de imprenta, o me hubiera tenido por miliciano nacional citado para un ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi balcón; veíalos empañados y como llorosos por dentro; los vapores condensados se deslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de fuera los cristales, los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostros, los ven alegres y serenos...

Haré merced a mis lectores de las más de mis meditaciones; no hay periódicos bastantes en Madrid, acaso no hay lectores bastantes tampoco. ¡Dichoso el que tiene oficina! ¡Dichoso el empleado, aun sin sueldo o sin cobrarlo, que es lo mismo! Al menos no está obligado a pensar, puede fumar, puede leer la Gaceta.

--¡Las cuatro! ¡La comida!--, me dijo una voz de criado, una voz de entonación sevil y sumisa; en el hombre que sirve, hasta la voz parece pedir permiso para sonar.

Esta palabra me sacó de mi estupor, e involuntariamente iba a exclamar como Don Quijote: "Come, Sancho, hijo, come, tú que no eres caballero andante y que naciste para comer''; porque al fin los filósofos, es decir, los desgraciados, podemos no comer, pero ¡los criados de los filósofos! Una idea más luminosa me ocurrió; era día de Navidad. Me acordé de que en sus famosas saturnales los romanos trocaban los papeles y que los esclavos podían decir la verdad a sus amos. Costumbre humilde, digna del cristianismo. Miré a mi criado y dije para mí: "Esta noche me dirás la verdad." Saqué de mi gaveta unas monedas; tenían el busto de los monarcas de España. Cualquiera diría que son retratos; sin embargo, eran artículos de periódico. Las miré con orgullo.

--Come y bebe de mis artículos--añadí con desprecio--; sólo en esa forma, sólo por medio de esa estratagema se pueden meter los artículos en el cuerpo de ciertas gentes.

Una risa estúpida se dibujó en la fisonomía de aquel ser que los naturalistas han tenido la bondad de llamar racional sólo porque lo han visto hombre. Mi criado se rió. Era aquella risa el demonio de la gula que reconcía su campo.

Tercié la capa, calé el sombrero, y en la calle.

¿Qué es un aniversario? Acaso un error de fecha. Si no se hubiera compartido el año en trescientos sesenta y cinco días, ¿qué sería de nuestro aniversario? Pero al pueblo le han dicho: "Hoy es un aniversario" y el pueblo ha respondido: "Pues si es un aniversario, comamos, y comamos doble." ¿Por qué come hoy más que ayer? O ayer pasó hambre u hoy pasará indigestión. Miserable humanidad, destinada siempre a quedarse más acá o ir más allá.

Hace mil ochocientos treinta y seis años nació el Redentor del mundo; nació el que no reconoce principio y el que no reconoce fin; nació para morir. ¡Sublime misterio!

¿Hay misterio que celebrar? "Pues comamos", dice el hombre; no dice: "Reflexionemos." El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas del espíritu. ¡ Argumento terrible en favor del alma!

Para ir desde mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan indispensablemente como es preciso pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepulcro. Montones de comestibles acumulados, risa y algazara, compra y venta, sobras por todas parter y alegía. No pudo menos de ocurrirme la idea de Bilbao. Figuróseme ver de pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban. Era horrible el contraste de la fisonomía escuálida y de los rostros alegres. Era la reconvención y la culpa, aquélla, agria y severa; ésta indiferente y descarada.

Todos aquellos víveres han sido aquí traídos de distintas provincias para la colación cristiana de una capital. En una cena de ayuno se come una ciudad a las demás.

¡Las cinco! Hora del teatro. El telón se levanta a la vista de un pueblo palpitante y bullicioso. Dos comedias de circunstancias, o yo estoy loco. Una representación en que los hombres son mujeres y las mujeres hombres. He aquí nuestra época y nuestras costumbres. Los hombres ya no saben sino hablar como las mujeres, en congresos y en corrillos. Y las mujeres son hombres, ellas son las únicas que conquistan. Segunda comedia: un novio que no ve el logro de su esperanza; ese novio es el pueblo español: no se casa con un solo gobierno, con quien no tenga que reñir al día siguiente. Es el matrimonio repetido al infinito.

Pero las orgías llaman a los ciudadanos. Ciérranse las puertas, ábrense las cocinas. Dos horas, tres horas, y yo rondo de calle en calle a merced de mi pensamiento. La luz que ilumina los banquetes viene a herir mis ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de los panderos y de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras se abre paso hasta mis sentidos y entra en ellos como cuña a mano, rompiendo y desbaratando.

Las doce van a dar: las campanas que ha dejado la junta de enajenación en el aire, y que en estar todavía en el aire se parecen a todas nuestras cosas, citan a los cristianos al oficio divino. ¿Qué es esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha ocurrido en él más contratiempo que mi mal humor de todos los días? Pero mi criado me espera en mi casa como espera la cuba al catador, llena de vino; mis artículos hechos moneda, mi moneda hecha mosto se ha apoderado del imbécil como imaginé, y el asturiano ya no es hombre; es todo verdad.

Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por tanto es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa, es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura, todavía seria difícil reconocerle entre la multitud, porque al fin no es sino un ejemplar de la grande edición hecha por la Providencia de la humanidad, y que yo comparo de buena gana con las que suelen hacer los autores: algunos ejemplares de regalo finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica.

Mi criado pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a los soberbios de los instrumentos más humildes, me reservaba en él mi mal rato del día 24. La verdad me esperaba en él, y era preciso oírla de sus labios impuros. La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino al través del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en reconocer su estado.

--Aparta, imbécil--exclamé, empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus columpios se venía sobre mí--. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!

Me entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos violentos apagaron la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme, cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimado a los pies de mi cama para no vacilar, y yo a su cabecera, buscando inútilmente un fósforo que nos iluminase.

Dos ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé por qué misterio mí criado encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado? Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera hecho una pintura más favorable que de mi astur, y que han roto, sin embargo, a hablar, y los oye el mundo y los escucha, y nadie se admira.

En fin, yo cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de mi veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja; eso se ahorrará tal vez de fastidio; pero una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:

--Lástima--dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación--. ¿Y por qué me has de tener lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.

--¿Tú a mí?--pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y es que la voz empezaba a decir verdad.

--Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal; la justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a los pequeños criminales, a los que roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer casada o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los que matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a esos ni los llama la sociedad criminales ni la justicia los prende, porque la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por una infiel, por un ingrato, por un calunmiador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eres de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante, y esa media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto, son tus armas maldecidas.

--Silencio, hombre borracho.

--No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador, es el precio del honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo embustero que va a separar de ti para siempre la mujer que adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o de su perfídia. Más de uno te he visto morder y despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono cede el paso a la pasión y a la sociedad.

--Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra, en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no quieres tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido; o cada vencimiento es una humillación, o compras la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes escribes y reclamas con el incensario en la mano su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos adulado, y eres también despedazado por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo.

--¡Basta, basta!

--Concluyo; yo, en fin, no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo necesito de mujeres, echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y crees porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.

--Por piedad, déjame, voz del infierno.

--Concluyo; inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices. En tanto, el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado; no es, al menos, hombre de mundo, ni ambicioso, ni elegante, ni literato, ni enamorado. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia...!

Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba.

--¡Ahora te conozco--exclamé--día 24!"

Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía mañana. ¿Llegará ese mañana fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche buena.

(El Redactor General, 26 de diciembre 1836)