Por Leonardo Venta
“Ana en el Trópico” es el primer y único Premio Pulitzer (2003), en la categoría de teatro, que se le ha concedido a un autor hispano. Originalmente escrita en inglés por Nilo Cruz, un cubano que llegó a Estados Unidos a la edad de 10 años, ha sido traducida y adaptada al español por el propio autor.
Cruz – que se inició como director de teatro en Miami, con "Persecución", la única obra teatral escrita por Reinaldo Arenas, quien gracias al filme “Antes que anochezca”, saltó junto al actor Javier Bardem a la fama – es reconocido además por piezas como “Lorca en un vestido verde” y “Belleza del padre”.
Un retazo esencial en la indumentaria de la inmigración cubana en Estados Unidos, “Ana en el trópico” rescata un cosmos cultural muy anterior al de la llegada de los exiliados caribeños en 1959. La trama recrea las incidencias de siete inmigrantes cubanos en el Ybor floridano de los años 1920, en la era de los lectores, quienes se sentaban en plataformas elevadas sobre el nivel de los torcedores de tabaco para leerles, en voz fuerte, bien proyectada y clara, los diferentes diarios y las obras más notables de la literatura universal.
Santiago y Ofelia establecen una pequeña fábrica de tabaco en la que laboran sus hijas Marela – la más joven – y Conchita, quien tiene un frívolo esposo, Palomo, el cual la insatisface pasionalmente. El personaje de Cheché, medio hermano de Santiago, se diferencia un poco de los otros, pues viene del norte industrializado. Aunque, sus ideas avanzadas no pasan de las buenas intenciones. Todos se encuentran atrapados en una atmósfera pueblerina, insípida, casi estática.
La obra comienza con una escena, proemio simbólico, en que se establece un contraste entre los estridentes hombres que apuestan en una pelea de gallo, de un lado; y, en otro extremo, las soñadoras mujeres que aguardan en el muelle la llegada del lector en un vapor que viene de Cuba, estableciendo el eterno contraste entre lo elevado y lo burdo.
Juan Julián, elegante y culto, con la literatura a flor de piel, pronto trasforma lo rutinario de una tabaquería en un ensueño literario. Todos, inclusive los hombres, vibrarán con las lecturas que hace Juan Julián de la novela Ana Karénina de León Tolstói.
La Ana tolstoiana provoca nuevas pasiones en cada personaje, lo que prueba el gran poder de la literatura, en una época donde no había Internet, ni televisión, ni radio. Precisamente, fue la radio quien desplazó a los lectores, para deshacer para siempre la magia de aquellas fantásticas lecturas de carácter casi teatral.
Los personajes de “Ana en el Trópico” llevan equiparadamente sobre los hombros el peso de la trama; la propuesta poética, de hondo carácter humano, nos remite al teatro lorquiano. Es un reto fundir el teatro con la poesía. Lorca lo logra magistralmente, y Cruz, con esta obra, también lo alcanza.
La pieza, que sólo requiere de buenos actores y un público sensible, de la misma forma que desprende el distintivo aroma del tabaco cubano, expele la fragancia de un pasado que ruboriza nuestra presente sensibilidad computarizada. La escenografía sobra: unas cuantas mesas para torcer puros y un diálogo para soñar.
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