La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

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lunes, 29 de agosto de 2016

Borges, el pensador

En "Remordimientos" (retrato de Jorge Luis Borges), obra de Ernesto Aroztegui, un paraguas -en el que se inscribe parte del poema que da título al cuadro-  aísla a Borges del "juego arriesgado y hermoso de la vida".


Por Leonardo Venta 

Quien lee a Jorge Luis Borges debe constantemente consultar textos que interpola, así como enfrentar una pleamar enciclopédica que transmuta el autor argentino bajo el influjo de sus duendes literarios, sin excluir escenarios y personajes presentados como reales, como parte de un efecto lúdico, parcial o enteramente fruto de su imaginación. En este contexto, Borges, implícita o explícitamente, pretende hallar explicaciones a temas relacionados con la razón, aunque sea negando la existencia de una respuesta válida o remedando la realidad mediante el empleo de elementos fantásticos.
              En el plano filosófico, Borges, aparte de Arthur Schopenhauer, a mi juicio su filósofo predilecto, repasó con avidez a Friedrich Nietzsche, con quien discrepó en múltiples aspectos. Estudió asimismo la obra del irlandés George Berkeley, considerado el fundador de la moderna escuela del idealismo; al polémico Hegel, que aplicó la antigua noción griega de la dialéctica a su sistema filosófico; la obra del escocés David Hume, uno de los mayores escépticos en la historia de la filosofía; a Immanuel Kant, considerado como el pensador más influyente de la era moderna, entre otros.
            La idea del mundo como representación, tesis fundamental de Schopenhauer, es una constante en la obra borgeana. El sujeto de la representación (el que conoce) y el objeto de la misma (lo que se conoce), están condicionados por el espacio, el tiempo y la causalidad. Según propone Kant, los individuos no pueden comprender la naturaleza de las cosas en el Universo, pero pueden estar racionalmente seguros de que lo experimentan por sí mismos. Dentro de esta esfera de la experiencia, nociones fundamentales como espacio y tiempo son relevantes.
            En uno de los textos tempranos de Borges, el híbrido cuento-ensayo “Pierre Menard, autor del Quijote”, el narrador expresa: “La verdad histórica, para él [Menard], no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”, es decir, la percepción de la realidad.  Según el idealismo que modula Schopenhauer en su filosofía, y que Borges solfea admirablemente en su haber literario, las cosas sólo existen cuando las percibimos. Traerlas a colación, no importa en que forma, es redimirlas.
            Sin menoscabar la profundidad del pensamiento borgeano, lo literario prevalece sobre lo filosófico en éste, prevalencia determinada por el carácter artístico/estético de la literatura, que la filosofía como ciencia evita. Según el hispanista y traductor Roberto Paoli, “... no puede exigírsele [a Borges] esa coherencia que se le pide a un filósofo sistemático”, precisamente por ser literato. En ese sentido la estética literaria trasciende los argumentos racionales que esgrime la filosofía, pero no por eso los excluye.
            Una visión metafísica de la realidad, como parte del idealismo con el que se identifica desde temprana edad, es latente en Borges, metafísica que engarza y se aviene muy bien a la estética de la literatura fantástica que cultivará sistemáticamente. Funde la metafísica y lo fantástico, como parte de una estética literaria que revoluciona la literatura regionalista y el realismo decimonónico que le precedió. En el cuento “Tlö, Uqbar, Orbis Tertius”, con que inicia su libro Ficciones expresa: “Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica".
            Borges entiende la realidad como un sueño, que implica cierto escepticismo ante el destino y el rol impreciso del hombre en el universo, superponiendo, fundiendo y confundiendo las dimensiones sueño-realidad. He ahí, en parte, la ambigüedad, la ironía (de carácter lúdico) y la aparente complejidad del discurso borgeano, no solamente como recurso literario significativo para crear la atmósfera de suspenso y misterio que caracteriza al género fantástico que cultiva, sino como obsesivo afán literario de explicar la esencia de las cosas.
            En el famoso soneto borgeano “El sueño”, el hablante lírico pregunta: “¿Quién serás esta noche en el oscuro / sueño, del otro lado de su muro?".  La pregunta, más que inquirir, sugiere la fusión de la existencia (la realidad) y el sueño (la representación de dicha realidad). ¿Quién serás (o somos) en esa dimensión misteriosa llamada sueño? ¿De qué manera se dilucida lo real y lo onírico?, son las grandes interrogantes.
            Borges sugiere la inconsecuencia inexplicable de la existencia, y, por ende, cuestiona la validez universal como una categoría absoluta. Para él, el universo tangible es tan irreal como el sueño y la misma muerte, de la cual éste es una especie de ensayo, o augurio.
            En el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el hablante narrativo propone al mundo como una ilusión. El Tlön (tierra) es un mundo ficticio, y Herbert Ashe, personaje de la vasta lista de la inventiva borgeana, es “uno de sus modestos  demiurgos” [dios creador].  En el “Tlön…”, los objetos físicos existen condicionados por la imaginación: “Los hay de muchos [términos]: (…) el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por un sueño”, afirma la voz narrativa.
            En “The immortals", cuento escrito inicialmente en inglés, el hablante narrativo sugiere la necesidad de emancipación del hombre de la prisión de los sentidos, de sus obstrucciones engañosas, en ese afán de alcanzar la verdad y el conocimiento. La realidad, para Borges, se aprehende mejor a través de la introspección que mediante los sentidos; es la antonimia luz-oscuridad, realidad ficción, que sustenta su tropológica escritura.
            Nada es impensado en la obra de Borges. Aun en sus poemas juveniles, como “Amanecer”, que integra la colección Fervor de Buenos Aires, se vislumbra el viaje del sujeto a las ideas en búsqueda de verdades filosóficas. El hablante lírico manifiesta haber revivido “(…) la tremenda conjetura / de Schopenhauer y de Berkeley”, en una antonimia de paisaje urbano desolado (espiritualmente) y poblado (literalmente).
            La realidad como un sueño cobra vida en “Amanecer”, mediante el símil que funde la ceguera literal con el alma oscura de la ciudad desolada, que encierra en sí el afán insaciable de dilucidar la verdad: “... y la noche gastada / se ha quedado en los ojos de los ciegos”. Más allá de cualquier empeño estético, la obra borgeana procura la voluntad de comprender e interpretar el universo.

jueves, 7 de febrero de 2013

Borges, otra dimensión de la realidad

"La Salle des Planètes", una de las ilustraciones de Desmazières para “La biblioteca de Babel”, de Jorge Luis Borges.

Por Leonardo Venta

La idea del mundo como representación es una constante en la obra de Jorge Luis Borges. Según esta propuesta, el objeto carece de existencia fuera de la representación. En uno de los tempranos textos del genio argentino, el híbrido cuento-ensayo “Pierre Menard, autor del Quijote”, el narrador formula: “La verdad histórica, para él [Menard], no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”, es decir, la percepción de la realidad.

Una nueva dimensión fusiona la metafísica y lo fantástico, como parte de una estética literaria que revolucionó la literatura regionalista y el realismo decimonónico que le precediera. Otra propuesta muy presente en la obra de este autor, es la realidad observada cómo un sueño, lo cual implica cierto escepticismo ante el destino y el rol del hombre en el universo.

El uso de la ambigüedad en la trama borgeana, no sólo sostiene la atmósfera de expectativa y misterio que caracteriza al género fantástico, despertando interés en el lector hacia la trama, sino – en su rol de legítima manifestación de una ética filosófica – sugiere la insuficiencia humana para descifrar la esencia de la realidad. En “El Aleph”, cuento que da título al libro compuesto por diecisiete relatos de Borges, publicado en 1949, y revisado por el autor en 1974, el crítico Julio Ortega encuentra esta condición del pensamiento humano ceñida a las limitaciones de la capacidad enunciativa del lenguaje que “(…) sólo puede extraviar, apenas contemplar y parcialmente referir [la visión del Aleph]”.

En el celebrado soneto “El sueño”, el hablante lírico pregunta: “¿Quién serás esta noche en el oscuro / sueño, del otro lado de su muro?”. Borges no se cansa de enunciar la irracionalidad del mundo, la inconsecuencia inexplicable de la existencia, y, por ende, cuestionar el carácter absoluto de la validez universal, satirizándolo con sagaz sutileza. Para él, lo tangible es tan irreal como el sueño y la misma muerte, de la cual el acto de dormir constituye una especie de ensayo, o augurio.

En el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el Tlön (tierra) es un mundo ficticio, y Herbert Ashe, personaje de la vasta lista de la inventiva de Borges, es “uno de sus modestos demiurgos” [dios creador]. En dicha narración, los objetos físicos existen condicionados por la imaginación: “Los hay [objetos] de muchos [términos]: (…) el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por un sueño”.

En su relato corto “Las ruinas circulares”, recopilado en Ficciones (1944), relata el empeño audaz de un hombre en soñar a otro y descubrir finalmente que él es también un sueño de un tercer individuo. Encabeza la narración un epígrafe tomado de “A Través del Espejo” de Lewis Carroll: “Y si dejase de soñar contigo”, donde los personajes Tweedledum y Tweedledee le explican a Alicia que ella existe porque el Rey Rojo la está soñando, y si éste dejara de soñarla, ella dejaría de existir.

Roberto Paoli en su ensayo “Borges y Schopenhauer” realiza un acertado análisis del uso del verbo ‘borrar’ en los textos del primero para proponer aspectos oníricos en que hombres y cosas aparecen y desaparecen de la faz de la tierra, mueren: “Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la ‘borrara’ la noche”; el cuento “La espera”, del El Aleph, termina con la frase “En esta magia estaba cuando lo ‘borró’ la descarga”.

En “El Sur”, incluido en Ficciones, Juan Dahlmann, el protagonista, después de sufrir un accidente, divaga, al igual que el lector, absorto y desorientado, de manos del narrador, en búsqueda de ese espacio abstracto entre la imaginación y la realidad. El señor Villari, el protagonista de “La espera” merodea esas mismas fronteras: “Al fin del sueño, él sacaba el revolver (…) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño el ataque se repetía y en otro sueño tenía que volver a matarlos”.

En “La biblioteca de Babel”, el hablante narrativo sugiere la suerte imprecisa del hombre como idea y representación de un alma universal o dios creador: “El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos”. La insuficiencia humana se insignifica más aun ante la inmensidad del universo que anhela aprisionar – alegorizado por la biblioteca –, ente superior metafísico, con propiedades, principios y causas primarias: “Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio”, apunta el narrador.

En “Los inmortales”, relato escrito por Borges en conjunción con Bioy-Casares, “(…) don Guillermo reputa que los cinco sentidos del cuerpo humano obstruyen o deforman nuestra captación de la realidad y que, si nos liberáramos de ellos, la veríamos como es, infinita”. La narración sugiere la necesidad de emancipación de las obstrucciones engañosas de los sentidos, en el ansia por alcanzar la verdad y el conocimiento.

La realidad, según Borges, se aprehende mejor desde adentro. Dicha propuesta mantiene una estrecha relación con la ceguera literal que le aguijoneó a través de casi toda su existencia, y lo condujo a valerse más de la introspección que de los sentidos. En su poema juvenil, “Amanecer”, la voz poética, en una antonimia de paisaje urbano desolado (espiritual) y poblado (literal), ciñe todos los “arrabales desmantelados del mundo” en la “honda noche universal” (ceguera cognoscitiva del hombre) – como “actividad de la mente” y definitivo “sueño de las almas”. La realidad como sueño cobra vida, para delinear el símil de la ceguera, en su sentido exacto, con la médula ofuscada de la ciudad desolada: “y la noche gastada / se ha quedado en los ojos de los ciegos”.

“Amanecer”
 Jorge Luis Borges


En la honda noche universal
que apenas contradicen los faroles
una racha perdida
ha ofendido las calles taciturnas
como presentimiento tembloroso
del amanecer horrible que ronda
los arrabales desmantelados del mundo.

Curioso de la sombra
y acobardado por la amenaza del alba
reviví la tremenda conjetura
de Schopenhauer y de Berkeley
que declara que el mundo
es una actividad de la mente,
un sueño de las almas,
sin base ni propósito ni volumen.

Y ya que las ideas
no son eternas como el mármol
sino inmortales como un bosque o un río,
la doctrina anterior
asumió otra forma en el alba
y la superstición de esa hora
cuando la luz como una enredadera
va a implicar las paredes de la sombra,
doblegó mi razón
y trazó el capricho siguiente:
Si están ajenas de sustancia las cosas
y si esta numerosa Buenos Aires
no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas,
hay un instante
en que peligra desaforadamente su ser
y es el instante estremecido del alba,
cuando son pocos los que sueñan el mundo
y sólo algunos trasnochadores conservan,
cenicienta y apenas bosquejada,
la imagen de las calles
que definirán después con los otros.

¡Hora en que el sueño pertinaz de la vida
corre peligro de quebranto,
hora en que le sería fácil a Dios
matar del todo Su obra!

Pero de nuevo el mundo se ha salvado.
La luz discurre inventando sucios colores
y con algún remordimiento
de mi complicidad en el resurgimiento del día
solicito mi casa,
atónita y glacial en la luz blanca,
mientras un pájaro detiene el silencio
y la noche gastada
se ha quedado en los ojos de los ciegos.


“El sueño”
Jorge Luis Borges


Si el sueño fuera (como dicen) una
tregua, un puro reposo de la mente,
¿por qué, si te despiertan bruscamente,
sientes que te han robado una fortuna?

¿Por qué es tan triste madrugar? La hora
nos despoja de un don inconcebible,
tan íntimo que sólo es traducible
en un sopor que la vigilia dora

de sueños, que bien pueden ser reflejos
truncos de los tesoros de la sombra,
de un orbe intemporal que no se nombra

y que el día deforma en sus espejos.
¿Quién serás esta noche en el oscuro
sueño, del otro lado de su muro?

miércoles, 16 de febrero de 2011

Ese genio llamado Jorge Luis

Vislumbrando a Borges (I)


Por Leonardo Venta

Los que hemos leído a Borges, sabemos de sus reiteradas geniales interpolaciones enciclopédicas. “Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”, afirma en su cuento “El Aleph”. Asimismo, sus duendes literarios circunvalan el paisaje de la filosofía con prodigioso y frecuentado lúdico gesto.

En sus incursiones filosóficas prevalece el carácter artístico/estético de la literatura, algo que la filosofía como ciencia evita. Según el hispanista y traductor Roberto Paoli, “No puede exigírsele [a Borges] esa coherencia que se le pide a un filósofo sistemático”, precisamente por ser literato. En ese sentido la estética literaria trasciende los argumentos racionales que esgrime la filosofía, pero no por eso los subestima.

Es evidente en Borges una visión metafísica de la realidad, como parte del idealismo con el que se identifica muy tempranamente, metafísica que se aviene a la estética de la literatura fantástica, a mi juicio, el sello más distintivo de este autor, con el que marcó, como suele ennoblecérsele, un antes y un después en el contexto de las letras castellanas.

En el cuento “Tlö, Uqbar, Orbis Tertius”, Borges expresa: “Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica”. La voz narrativa entiende la realidad como un sueño, disquisición que implica escepticismo ante la vida, al superponer, embrollándolas, las dimensiones sueño-realidad. Asimismo, en “Las ruinas circulares” relata el empeño audaz de un hombre en soñar a otro hombre y descubrir, decepcionado, que es también el sueño de un tercer individuo.

Eh ahí, en la dualidad realidad- ficción, algo que ya había explorado Cervantes hasta la saciedad en Don Quijote, la razón, en parte, del carácter lúdico de los textos borgeanos, que no sólo el autor blande para estimular determinados efectos en el lector (de los que no me ocuparé aquí), sino como válvula de escape a la intrínseca frustración (que responde al reconocimiento humano de su propia vulnerabilidad y limitación) dentro de una ética filosófica obsesionada por el ansia de saber, de ver, y, por qué no, por el anhelo de inmortalidad.

Si no podemos ser dueños de nuestro destino ni conocernos a cabalidad, mucho menos vencer a la muerte, parodiemos, entonces, las insospechadas directrices de la existencia; ironicémonos la oscuridad que nos fustiga (no olvidemos la invidencia de Borges), conscientes de que las cosas existen en la medida que las percibimos. Traerlas a colación, no importa en que forma, es redimirlas y redimirnos.

En “El Aleph”, Borges confiesa la limitación del lenguaje para fijar la realidad: “(…) sólo puede extraviar, apenas contemplar y parcialmente referir [la visión del Aleph]”. Dicha incapacidad, en boca del narrador, se expande sediciosamente a esferas como el amor, la muerte, pero sobre todo al “inconcebible universo”, “cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado”, y que despierta admiración, pero sobre todo “infinita lástima”.

“Si el sueño fuera (como dicen) una / tregua, un puro reposo de la mente, / ¿por qué, si te despiertan bruscamente, sientes que te han robado una fortuna?”, inquiere el Borges-poeta en uno de sus más célebres sonetos, para luego agregar: “¿Quién serás esta noche en el oscuro / sueño, del otro lado de su muro?”. Más que inquirir, el hablante lirico parece padecer el dilema realidad-ficción. ¿Quiénes somos en esa dimensión llamada sueño?, ¿Es el sueño un simulacro de la muerte? ¿De qué manera se dilucida lo real y lo onírico?, son algunas de las interrogantes que, con ayuda de los textos borgeanos y de sus exégetas, consideraremos pronto…

Vislumbrando a Borges(II)


Por Leonardo Venta

Borges anuncia constantemente la inconsecuencia inexplicable de la existencia, y, por ende, cuestiona su validez universal como categoría absoluta: “fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real”, conjetura en "El inmortal". Luego agrega: “La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño”.

Para el autor de Ficciones, lo onírico es una especie de ensayo o augurio de la muerte. En el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, propone la existencia como una ilusión. El Tlön (tierra) es ficticio, y Herbert Ashe es “uno de sus modestos demiurgos” (dios creador). Los objetos físicos existen condicionados por la imaginación: “Los hay de muchos [términos]: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño”.

Añádase a esta entelequia, respaldada por una propuesta filosófica inmersa en lo ilusorio, a Bioy-Casares, que comparte con Borges la experimentación estética y filosófica sin categorías totalizadoras. Bioy propone, por ejemplo, en La invención de Morel – novela cuya trama Borges califica de perfecta –, un mundo en que lo irreal se transforma en lo verdadero. El protagonista, en una isla desierta, se encuentra con seres que son la proyección de imágenes y escenas creadas e inmortalizadas por la ciencia.

Ya habíamos mencionado la semana pasada cómo en “Las ruinas circulares” Borges dilucida la existencia de un sujeto a través de la representación y voluntad de otro (mediante el sueño), y que éste, a su vez, es soñado por un tercero, dentro del marco de la teoría cíclica del tiempo: “Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. No por coincidencia, en el epígrafe a este cuento se cita a Lewis Carroll en boca de Tweedledde: “Y si él dejara de soñarte…”. Alicia, protagonista de "A través del espejo…”, de Carroll, existe porque el Rey Rojo la está soñando, y si éste dejara de soñarla, ella dejaría de existir.

Roberto Paoli en su ensayo “Borges y Schopenhauer” realiza un acertado análisis del uso del verbo ‘borrar’ para proponer los aspectos oníricos en que hombres y cosas aparecen y desaparecen (mueren) de la faz de la tierra en los textos borgeanos: “Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche” (“El Sur”); el cuento “La espera”, del libro El Aleph, finaliza: “En esta magia estaba cuando lo borró la descarga”.

En “El Sur”, Dahlmann, después de sufrir un accidente, divaga en ese horizonte impreciso en que la imaginación y la realidad se confunden. El señor Villari, protagonista de “La espera”, igualmente merodea esos contornos: “Al fin del sueño, él sacaba el revolver (…) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño el ataque se repetía y en otro sueño tenía que volver a matarlos”.

En “La biblioteca de Babel”, “el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos”. La insuficiencia humana se insignifica más aun ante la inmensidad inaccesible del universo, del cual la biblioteca es una alegoría , ente superior metafísico, con propiedades, principios y causas primarias. “Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio”, apunta el narrador.

viernes, 25 de junio de 2010

Borges y la dimensión del sueño



Por Leonardo Venta

“Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”, de esta manera Jorge Luis Borges concluye la narración de “Las ruinas circulares”.

Este magistral cuento, incluido en Ficciones (1944) – el más célebre libro del gran escritor argentino – relata el empeño audaz de un hombre de soñar a otro hombre y que en realidad es el sueño de un tercer individuo.

Un templo destruido regido por una esfinge es el lugar escogido por un sabio sacerdote para realizar su proyecto de idear otro hombre. Después de varios infructuosos intentos lo logra, pero con la limitación de que el sujeto que crea duerme. No obstante, el fantasma soñado, prodigiosamente, cobra vida por sortilegio de la esfinge del templo. El sabio y el fuego comparten el secreto de que el hombre soñado no es real.

Al hombre soñado, que recién cobra vida, su creador le revela las cosas ocultas y entrañables del universo, así como el culto al fuego. Después le envía a otras ruinas circulares en pos de una misión: la práctica de semejantes ritos a los de sus padres.

Una noche, el sacerdote es despertado por dos remeros que le cuentan de un individuo que puede burlar el fuego. El soñador se estremece de temor ante la posibilidad de que su criatura de sueño haya descubierto su naturaleza irreal.

Finalmente, ocurre un gran incendio que parece anunciar la inevitable muerte del experimentador, pero para su sorpresa, las voraces llamas que debían consumirlo, le acarician sin quemarle, advirtiendo entonces, que él también era el sueño de un tercero.

En “Las ruinas circulares”, el narrador labra la idea de un sueño dentro de otro sueño. El cuento sugiere, además, la existencia infinita de soñadores y la teoría cíclica del tiempo. La forma circular del templo respalda esa propuesta.

Borges, abre su cuento con una cita de A Través del Espejo de Lewis Carroll, que es una derivación de Alicia en el País de las Maravillas. El señalamiento es extraído del capítulo "Tweedledum y Tweedledee" que narra el encuentro de Alicia con los dos fantásticos hermanos que dan título a dicha sección.

Tweedledum le explican a Alicia que los ronquidos que oye son del Rey Rojo que duerme y que la está soñando, y que si él dejara de soñarla, ella dejaría de existir, pues "eres una especie de objeto de su sueño”.

La fantasía, al otro lado del espejo, de Borges, quien tenía obsesión con las imágenes, refleja otra realidad, inalcanzable pero imaginada, intangible pero acariciada, algo así como ese tacto genial de su perspicaz imaginación que contraponía la ceguera literal que le acompañó durante gran parte de su existencia.




Jorge Luis Borges
Las ruinas circulares



Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.



 
The circular ruins
Jorge Luis Borges

No one saw him disembark in the unanimous night, no one saw the bamboo canoe sink into the sacred mud, but in a few days there was no one who did not know that the taciturn man came from the South and that his home had been one of those numberless villages upstream in the deeply cleft side of the mountain, where the Zend language has not been contaminated by Greek and where leprosy is infrequent. What is certain is that the grey man kissed the mud, climbed up the bank with pushing aside (probably, without feeling) the blades which were lacerating his flesh, and crawled, nauseated and bloodstained, up to the circular enclosure crowned with a stone tiger or horse, which sometimes was the color of flame and now was that of ashes. This circle was a temple which had been devoured by ancient fires, profaned by the miasmal jungle, and whose god no longer received the homage of men. The stranger stretched himself out beneath the pedestal. He was awakened by the sun high overhead. He was not astonished to find that his wounds had healed; he closed his pallid eyes and slept, not through weakness of flesh but through determination of will. He knew that this temple was the place required for his invincible intent; he knew that the incessant trees had not succeeded in strangling the ruins of another propitious temple downstream which had once belonged to gods now burned and dead; he knew that his immediate obligation was to dream. Toward midnight he was awakened by the inconsolable shriek of a bird. Tracks of bare feet, some figs and a jug warned him that the men of the region had been spying respectfully on his sleep, soliciting his protection or afraid of his magic. He felt a chill of fear, and sought out a sepulchral niche in the dilapidated wall where he concealed himself among unfamiliar leaves.

The purpose which guided him was not impossible, though supernatural. He wanted to dream a man; he wanted to dream him in minute entirety and impose him on reality. This magic project had exhausted the entire expanse of his mind; if someone had asked him his name or to relate some event of his former life, he would not have been able to give an answer. This uninhabited, ruined temple suited him, for it is contained a minimum of visible world; the proximity of the workmen also suited him, for they took it upon themselves to provide for his frugal needs. The rice and fruit they brought him were nourishment enough for his body, which was consecrated to the sole task of sleeping and dreaming.

At first, his dreams were chaotic; then in a short while they became dialectic in nature. The stranger dreamed that he was in the center of a circular amphitheater which was more or less the burnt temple; clouds of taciturn students filled the tiers of seats; the faces of the farthest ones hung at a distance of many centuries and as high as the stars, but their features were completely precise. The man lectured his pupils on anatomy, cosmography, and magic: the faces listened anxiously and tried to answer understandingly, as if they guessed the importance of that examination which would redeem one of them from his condition of empty illusion and interpolate him into the real world. Asleep or awake, the man thought over the answers of his phantoms, did not allow himself to be deceived by imposters, and in certain perplexities he sensed a growing intelligence. He was seeking a soul worthy of participating in the universe.

After nine or ten nights he understood with a certain bitterness that he could expect nothing from those pupils who accepted his doctrine passively, but that he could expect something from those who occasionally dared to oppose him. The former group, although worthy of love and affection, could not ascend to the level of individuals; the latter pre-existed to a slightly greater degree. One afternoon (now afternoons were also given over to sleep, now he was only awake for a couple hours at daybreak) he dismissed the vast illusory student body for good and kept only one pupil. He was a taciturn, sallow boy, at times intractable, and whose sharp features resembled of those of his dreamer. The brusque elimination of his fellow students did not disconcert him for long; after a few private lessons, his progress was enough to astound the teacher. Nevertheless, a catastrophe took place. One day, the man emerged from his sleep as if from a viscous desert, looked at the useless afternoon light which he immediately confused with the dawn, and understood that he had not dreamed. All that night and all day long, the intolerable lucidity of insomnia fell upon him. He tried exploring the forest, to lose his strength; among the hemlock he barely succeeded in experiencing several short snatchs of sleep, veined with fleeting, rudimentary visions that were useless. He tried to assemble the student body but scarcely had he articulated a few brief words of exhortation when it became deformed and was then erased. In his almost perpetual vigil, tears of anger burned his old eyes.

He understood that modeling the incoherent and vertiginous matter of which dreams are composed was the most difficult task that a man could undertake, even though he should penetrate all the enigmas of a superior and inferior order; much more difficult than weaving a rope out of sand or coining the faceless wind. He swore he would forget the enormous hallucination which had thrown him off at first, and he sought another method of work. Before putting it into execution, he spent a month recovering his strength, which had been squandered by his delirium. He abandoned all premeditation of dreaming and almost immediately succeeded in sleeping a reasonable part of each day. The few times that he had dreams during this period, he paid no attention to them. Before resuming his task, he waited until the moon's disk was perfect. Then, in the afternoon, he purified himself in the waters of the river, worshiped the planetary gods, pronounced the prescribed syllables of a mighty name, and went to sleep. He dreamed almost immediately, with his heart throbbing.

He dreamed that it was warm, secret, about the size of a clenched fist, and of a garnet color within the penumbra of a human body as yet without face or sex; during fourteen lucid nights he dreampt of it with meticulous love. Every night he perceived it more clearly. He did not touch it; he only permitted himself to witness it, to observe it, and occasionally to rectify it with a glance. He perceived it and lived it from all angles and distances. On the fourteenth night he lightly touched the pulmonary artery with his index finger, then the whole heart, outside and inside. He was satisfied with the examination. He deliberately did not dream for a night; he took up the heart again, invoked the name of a planet, and undertook the vision of another of the principle organs. Within a year he had come to the skeleton and the eyelids. The innumerable hair was perhaps the most difficult task. He dreamed an entire man--a young man, but who did not sit up or talk, who was unable to open his eyes. Night after night, the man dreamt him asleep.

In the Gnostic cosmosgonies, demiurges fashion a red Adam who cannot stand; as a clumsy, crude and elemental as this Adam of dust was the Adam of dreams forged by the wizard's nights. One afternoon, the man almost destroyed his entire work, but then changed his mind. (It would have been better had he destroyed it.) When he had exhausted all supplications to the deities of earth, he threw himself at the feet of the effigy which was perhaps a tiger or perhaps a colt and implored its unknown help. That evening, at twilight, he dreamt of the statue. He dreamt it was alive, tremulous: it was not an atrocious bastard of a tiger and a colt, but at the same time these two firey creatures and also a bull, a rose, and a storm. This multiple god revealed to him that his earthly name was Fire, and that in this circular temple (and in others like it) people had once made sacrifices to him and worshiped him, and that he would magically animate the dreamed phantom, in such a way that all creatures, except Fire itself and the dreamer, would believe to be a man of flesh and blood. He commanded that once this man had been instructed in all the rites, he should be sent to the other ruined temple whose pyramids were still standing downstream, so that some voice would glorify him in that deserted edifice. In the dream of the man that dreamed, the dreamed one awoke.

The wizard carried out the orders he had been given. He devoted a certain length of time (which finally proved to be two years) to instructing him in the mysteries of the universe and the cult of fire. Secretly, he was pained at the idea of being separated from him. On the pretext of pedagogical necessity, each day he increased the number of hours dedicated to dreaming. He also remade the right shoulder, which was somewhat defective. At times, he was disturbed by the impression that all this had already happened . . . In general, his days were happy; when he closed his eyes, he thought: Now I will be with my son. Or, more rarely: The son I have engendered is waiting for me and will not exist if I do not go to him.

Gradually, he began accustoming him to reality. Once he ordered him to place a flag on a faraway peak. The next day the flag was fluttering on the peak. He tried other analogous experiments, each time more audacious. With a certain bitterness, he understood that his son was ready to be born--and perhaps impatient. That night he kissed him for the first time and sent him off to the other temple whose remains were turning white downstream, across many miles of inextricable jungle and marshes. Before doing this (and so that his son should never know that he was a phantom, so that he should think himself a man like any other) he destroyed in him all memory of his years of apprenticeship.

His victory and peace became blurred with boredom. In the twilight times of dusk and dawn, he would prostrate himself before the stone figure, perhaps imagining his unreal son carrying out identical rites in other circular ruins downstream; at night he no longer dreamed, or dreamed as any man does. His perceptions of the sounds and forms of the universe became somewhat pallid: his absent son was being nourished by these diminution of his soul. The purpose of his life had been fulfilled; the man remained in a kind of ecstasy. After a certain time, which some chronicles prefer to compute in years and others in decades, two oarsmen awoke him at midnight; he could not see their faces, but they spoke to him of a charmed man in a temple of the North, capable of walking on fire without burning himself. The wizard suddenly remembered the words of the god. He remembered that of all the creatures that people the earth, Fire was the only one who knew his son to be a phantom. This memory, which at first calmed him, ended by tormenting him. He feared lest his son should meditate on this abnormal privilege and by some means find out he was a mere simulacrum. Not to be a man, to be a projection of another man's dreams--what an incomparable humiliation, what madness! Any father is interested in the sons he has procreated (or permitted) out of the mere confusion of happiness; it was natural that the wizard should fear for the future of that son whom he had thought out entrail by entrail, feature by feature, in a thousand and one secret nights.

His misgivings ended abruptly, but not without certain forewarnings. First (after a long drought) a remote cloud, as light as a bird, appeared on a hill; then, toward the South, the sky took on the rose color of leopard's gums; then came clouds of smoke which rusted the metal of the nights; afterwards came the panic-stricken flight of wild animals. For what had happened many centuries before was repeating itself. The ruins of the sanctuary of the god of Fire was destroyed by fire. In a dawn without birds, the wizard saw the concentric fire licking the walls. For a moment, he thought of taking refuge in the water, but then he understood that death was coming to crown his old age and absolve him from his labors. He walked toward the sheets of flame. They did not bite his flesh, they caressed him and flooded him without heat or combustion. With relief, with humiliation, with terror, he understood that he also was an illusion, that someone else was dreaming him.

martes, 8 de junio de 2010

“El Aleph” de Jorge Luis Borges



Por Leonardo Venta

El manuscrito de “El Aleph”, cuento que da título al libro compuesto por diecisiete relatos de Jorge Luis Borges, publicado en 1949, y revisado por el autor en 1974, se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid.

La escritora Estela Canto, a quien Borges había regalado y dedicado dicho documento, lo vendió en 1985 a la casa de subastas Sotheby’s, de Nueva York. Posteriormente, el libro pasó a formar parte de la susodicha Biblioteca.

En “El Aleph”, el mismo Borges funge como personaje central del relato. Tras la muerte de Beatriz Viterbo, visita su casa cada fecha del cumpleaños de ella. El padre de Beatriz y su primo hermano, Carlos Argentino Daneri, siempre lo reciben con gran ritualidad.

Transcurrido cierto tiempo, Daneri, alarmado, llama a Borges por teléfono para comunicarle que los propietarios de la casa quieren demolerla. Además, le revela un secreto: en el sótano del comedor se encuentra un Aleph, “el lugar donde están sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”.

Borges, el personaje, se dirige a la casa inmediatamente para confirmar la existencia de tal “prodigio”. Su arrobamiento ante el hallazgo es indescriptible. “En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia”, afirma.

A los seis meses de la demolición de la casa, el narrador repasa su asombrosa experiencia en el inmueble, y recapacita sobre el igualmente demoledor efecto del tiempo sobre la memoria: “¿Lo he visto [el Aleph] cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz”.

La Beatriz Viterbo del cuento, entre otras referencias, nos remite a la Beatriz de la Divina Comedia de Dante Alighieri. “(…) era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”, afirma Borges. La Beatriz de Alighieri simboliza el ideal espiritual de la fe; sin bien, la de Borges colinda con la ironía, al causarle insatisfacción y pesar, parte del componente lúdico que caracteriza gran parte de la obra de este autor.

Estela Canto, la novia de Borges en aquel tiempo, y con quien el poeta sostenía escabrosas relaciones afectivas, bien pudiera ser la Beatriz de “El Aleph”, y el descenso al sótano del personaje Borges, bien pudiese sugerir la intención del autor de rescatar el afecto de su desamorosa amada de la oscuridad infernal de la indolencia.

Todo el universo consumado simultáneamente en el Aleph – propone Borges – puede transmitirse sólo ‘en secuencias’ mediante el lenguaje, ya que éste [el lenguaje] es incapaz de compendiar en sí toda la plenitud del universo, lo que denota la limitación de la capacidad humana, y de la literatura, por consiguiente, como fruto del intelecto.

“Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?”, apunta Borges. El hallazgo estará expuesto a “la contaminación de la literatura y, por ende, de la falsedad”. Agrega luego, “el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial de un conjunto finito”.

“El Aleph” de Borges nos hace reflexionar, dudar, y, al mismo tiempo, creer en imprevistos cosmos, que, aunque fantásticos, se nos antojan reales; aprehendiéndonos, apenas, al sentido de un relato que nos conturba con su densidad y seduce con su genio.



El Aleph
Jorge Luis Borges


"O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space.
Hamlet", II, 2.

"But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nuncstans (as the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hicstans for a infinite greatnesse of Place".
Leviathan, IV, 46


La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.

Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri.

Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."

El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno

- Lo evoco - dijo con una admiración algo inexplicable - en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...

Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.

Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.

Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera bre- ve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.

He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.

Estrofa a todas luces interesante - dictaminó -. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero - ¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? - consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo!acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos e apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!

Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema (1 ).

Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa (2):

Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste -
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
- ¡Dos audacias - gritó con exultación - rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.

Hacia la medianoche me despedí.

Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri - los propietarios de mi casa, recordarás - inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:

- Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.

Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.

Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.

A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió - salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.

El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.

-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! - repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.

No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.

El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.

- Está en el sótano del comedor - explicó, aligerada su dicción por la angustia -. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.

-¡El Aleph! - repetí.

-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.

Traté de razonar.

-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?

-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.

-Iré a verlo inmediatamente.

Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz(yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.

En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:

- Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.

Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.

- Una copita del seudo coñac - ordenó - y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indis-pensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!



Ya en el comedor, agregó:

- Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.

Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.

- La almohada es humildosa - explicó - , pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.

Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Sentí infinita veneración, infinita lástima.

-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman - dijo una voz aborrecida y jovial - . Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!

Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:

-Formidable. Sí, formidable.

La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:

-¿La viste todo bien, en colores?

En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos.

En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.
Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura (3). El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.

Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.

Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres - la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19) - , y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".

¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.




The Aleph
by Jorge Luis Borges


O God! I could be bounded in a nutshell, and count myself a King of infinite space...
Hamlet, II, 2

But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nunc-stans (as the schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-stans for an Infinite greatness of Place.
Leviathan, IV, 46

On the burning February morning Beatriz Viterbo died, after braving an agony that never for a single moment gave way to self-pity or fear, I noticed that the sidewalk billboards around Constitution Plaza were advertising some new brand or other of American cigarettes. The fact pained me, for I realised that the wide and ceaseless universe was already slipping away from her and that this slight change was the first of an endless series. The universe may change but not me, I thought with a certain sad vanity. I knew that at times my fruitless devotion had annoyed her; now that she was dead, I could devote myself to her memory, without hope but also without humiliation. I recalled that the thirtieth of April was her birthday; on that day to visit her house on Garay Street and pay my respects to her father and to Carlos Argentino Daneri, her first cousin, would be an irreproachable and perhaps unavoidable act of politeness. Once again I would wait in the twilight of the small, cluttered drawing room, once again I would study the details of her many photographs: Beatriz Viterbo in profile and in full colour; Beatriz wearing a mask, during the Carnival of 1921; Beatriz at her First Communion; Beatriz on the day of her wedding to Roberto Alessandri; Beatriz soon after her divorce, at a luncheon at the Turf Club; Beatriz at a seaside resort in Quilmes with Delia San Marco Porcel and Carlos Argentino; Beatriz with the Pekingese lapdog given her by Villegas Haedo; Beatriz, front and three-quarter views, smiling, hand on her chin... I would not be forced, as in the past, to justify my presence with modest offerings of books -- books whose pages I finally learned to cut beforehand, so as not to find out, months later, that they lay around unopened.

Beatriz Viterbo died in 1929. From that time on, I never let a thirtieth of April go by without a visit to her house. I used to make my appearance at seven-fifteen sharp and stay on for some twenty-five minutes. Each year, I arrived a little later and stay a little longer. In 1933, a torrential downpour coming to my aid, they were obliged to ask me for dinner. Naturally, I took advantage of that lucky precedent. In 1934, I arrived, just after eight, with one of those large Santa Fe sugared cakes, and quite matter-of-factly I stayed to dinner. It was in this way, on these melancholy and vainly erotic anniversaries, that I came into the gradual confidences of Carlos Argentino Daneri.

Beatriz had been tall, frail, slightly stooped; in her walk there was (if the oxymoron may be allowed) a kind of uncertain grace, a hint of expectancy. Carlos Argentino was pink-faced, overweight, gray-haired, fine-featured. He held a minor position in an unreadable library out on the edge of the Southside of Buenos Aires. He was authoritarian but also unimpressive. Until only recently, he took advantage of his nights and holidays to stay at home. At a remove of two generations, the Italian "S" and demonstrative Italian gestures still survived in him. His mental activity was continuous, deeply felt, far-ranging, and -- all in all -- meaningless. He dealt in pointless analogies and in trivial scruples. He had (as did Beatriz) large, beautiful, finely shaped hands. For several months he seemed to be obsessed with Paul Fort -- less with his ballads than with the idea of a towering reputation. "He is the Prince of poets," Daneri would repeat fatuously. "You will belittle him in vain -- but no, not even the most venomous of your shafts will graze him."

On the thirtieth of April, 1941, along with the sugared cake I allowed myself to add a bottle of Argentine cognac. Carlos Argentino tasted it, pronounced it "interesting," and, after a few drinks, launched into a glorification of modern man.

"I view him," he said with a certain unaccountable excitement, "in his inner sanctum, as though in his castle tower, supplied with telephones, telegraphs, phonographs, wireless sets, motion-picture screens, slide projectors, glossaries, timetables, handbooks, bulletins..."

He remarked that for a man so equipped, actual travel was superfluous. Our twentieth century had inverted the story of Mohammed and the mountain; nowadays, the mountain came to the modern Mohammed.

So foolish did his ideas seem to me, so pompous and so drawn out his exposition, that I linked them at once to literature and asked him why he didn't write them down. As might be foreseen, he answered that he had already done so -- that these ideas, and others no less striking, had found their place in the Proem, or Augural Canto, or, more simply, the Prologue Canto of the poem on which he hd been working for many years now, alone, without publicity, with fanfare, supported only by those twin staffs universally known as work and solitude. First, he said, he opened the floodgates of his fancy; then, taking up hand tools, he resorted to the file. The poem was entitled The Earth; it consisted of a description of the planet, and, of course, lacked no amount of picturesque digressions and bold apostrophes.

I asked him to read me a passage, if only a short one. He opened a drawer of his writing table, drew out a thick stack of papers -- sheets of a large pad imprinted with the letterhead of the Juan Crisóstomo Lafinur Library -- and, with ringing satisfaction, declaimed:


Mine eyes, as did the Greek's, have known men's
towns and fame,
The works, the days in light that fades to amber;
I do not change a fact or falsify a name --
The voyage I set down is... autour de ma chambre.
"From any angle, a greatly interesting stanza," he said, giving his verdict. "The opening line wins the applause of the professor, the academician, and the Hellenist -- to say nothing of the would-be scholar, a considerable sector of the public. The second flows from Homer to Hesiod (generous homage, at the very outset, to the father of didactic poetry), not without rejuvenating a process whose roots go back to Scripture -- enumeration, congeries, conglomeration. The third -- baroque? decadent? example of the cult of pure form? -- consists of two equal hemistichs. The fourth, frankly bilingual, assures me the unstinted backing of all minds sensitive to the pleasures of sheer fun. I should, in all fairness, speak of the novel rhyme in lines two and four, and of the erudition that allows me -- without a hint of pedantry! -- to cram into four lines three learned allusions covering thirty centuries packed with literature -- first to the Odyssey, second to Works and Days, and third to the immortal bagatelle bequathed us by the frolicking pen of the Savoyard, Xavier de Maistre. Once more I've come to realise that modern art demands the balm of laughter, the scherzo. Decidedly, Goldoni holds the stage!"

He read me many other stanzas, each of which also won his own approval and elicited his lengthy explications. There was nothing remarkable about them. I did not even find them any worse than the first one. Application, resignation, and chance had gone into the writing; I saw, however, that Daneri's real work lay not in the poetry but in his invention of reasons why the poetry should be admired. Of course, this second phase of his effort modified the writing in his eyes, though not in the eyes of others. Daneri's style of delivery was extravagant, but the deadly drone of his metric regularity tended to tone down and to dull that extravagance.

[Among my memories are also some lines of a satire in which he lashed out unsparingly at bad poets. After accusing them of dressing their poems in the warlike armour of erudition, and of flapping in vain their unavailing wings, he concluded with this verse:


But they forget, alas, one foremost fact -- BEAUTY!
Only the fear of creating an army of implacable and powerful enemies dissuaded him (he told me) from fearlessly publishing this poem.]
Only once in my life have I had occasion to look into the fifteen thousand alexandrines of the Polyolbion, that topographical epic in which Michael Drayton recorded the flora, fauna, hydrography, orography, military and monastic history of England. I am sure, however, that this limited but bulky production is less boring than Carlos Argentino's similar vast undertaking. Daneri had in mind to set to verse the entire face of the planet, and, by 1941, had already dispatched a number of acres of the State of Queensland, nearly a mile of the course run by the River Ob, a gasworks to the north of Veracruz, the leading shops in the Buenos Aires parish of Concepción, the villa of Mariana Cambaceres de Alvear in the Belgrano section of the Argentine capital, and a Turkish baths establishment not far from the well-known Brighton Aquarium. He read me certain long-winded passages from his Australian section, and at one point praised a word of his own coining, the colour "celestewhite," which he felt "actually suggests the sky, an element of utmost importance in the landscape of the Down Under." But these sprawling, lifeless hexameters lacked even the relative excitement of the so-called Augural Canto. Along about midnight, I left.

Two Sundays later, Daneri rang me up -- perhaps for the first time in his life. He suggested we get together at four o'clock "for cocktails in the salon-bar next door, which the forward-looking Zunino and Zungri -- my landlords, as you doubtless recall -- are throwing open to the public. It's a place you'll really want to get to know."

More in resignation than in pleasure, I accepted. Once there, it was hard to find a table. The "salon-bar," ruthlessly modern, was only barely less ugly than what I had excepted; at the nearby tables, the excited customers spoke breathlessly of the sums Zunino and Zungri had invested in furnishings without a second thought to cost. Carlos Argentino pretended to be astonished by some feature or other of the lighting arrangement (with which, I felt, he was already familiar), and he said to me with a certain severity, "Grudgingly, you'll have to admit to the fact that these premises hold their own with many others far more in the public eye."

He then reread me four or five different fragments of the poem. He had revised them following his pet principle of verbal ostentation: where at first "blue" had been good enough, he now wallowed in "azures," "ceruleans," and "ultramarines." The word "milky" was too easy for him; in the course of an impassioned description of a shed where wool was washed, he chose such words as "lacteal," "lactescent," and even made one up -- "lactinacious." After that, straight out, he condemned our modern mania for having books prefaced, "a practice already held up to scorn by the Prince of Wits in his own grafeful preface to the Quixote." He admitted, however, that for the opening of his new work an attention-getting foreword might prove valuable -- "an accolade signed by a literary hand of renown." He next went on to say that he considered publishing the initial cantos of his poem. I then began to understand the unexpected telephone call; Daneri was going to ask me to contribute a foreword to his pedantic hodgepodge. My fear turned out unfounded; Carlos Argentino remarked, with admiration and envy, that surely he could not be far wrong in qualifying with the ephitet "solid" the prestige enjoyed in every circle by Álvaro Melián Lafinur, a man of letters, who would, if I insisted on it, be only too glad to dash off some charming opening words to the poem. In order to avoid ignominy and failure, he suggested I make myself spokesman for two of the book's undeniable virtues -- formal perfection and scientific rigour -- "inasmuch as this wide garden of metaphors, of figures of speech, of elegances, is inhospitable to the least detail not strictly upholding of truth." He added that Beatriz had always been taken with Álvaro.

I agreed -- agreed profusely -- and explained for the sake of credibility that I would not speak to Álvaro the next day, Monday, but would wait until Thursday, when we got together for the informal dinner that follows every meeting of the Writers' Club. (No such dinners are ever held, but it is an established fact that the meetings do take place on Thursdays, a point which Carlos Argentino Daneri could verify in the daily papers, and which lent a certain reality to my promise.) Half in prophecy, half in cunning, I said that before taking up the question of a preface I would outline the unusual plan of the work. We then said goodbye.

Turning the corner of Bernardo de Irigoyen, I reviewed as impartially as possible the alternatives before me. They were: a) to speak to Álvaro, telling him the first cousin of Beatriz' (the explanatory euphemism would allow me to mention her name) had concocted a poem that seemed to draw out into infinity the possibilities of cacophony and chaos: b) not to say a word to Álvaro. I clearly foresaw that my indolence would opt for b.

But first thing Friday morning, I began worrying about the telephone. It offended me that that device, which had once produced the irrecoverable voice of Beatriz, could now sink so low as to become a mere receptacle for the futile and perhaps angry remonstrances of that deluded Carlos Argentino Daneri. Luckily, nothing happened -- except the inevitable spite touched off in me by this man, who had asked me to fulfill a delicate mission for him and then had let me drop.

Gradually, the phone came to lose its terrors, but one day toward the end of October it rang, and Carlos Argentino was on the line. He was deeply disturbed, so much so that at the outset I did not recognise his voice. Sadly but angrily he stammered that the now unrestrainable Zunino and Zungri, under the pretext of enlarging their already outsized "salon-bar," were about to take over and tear down this house.

"My home, my ancestral home, my old and inveterate Garay Street home!" he kept repeating, seeming to forget his woe in the music of his words.

It was not hard for me to share his distress. After the age of fifty, all change becomes a hateful symbol of the passing of time. Besides, the scheme concerned a house that for me would always stand for Beatriz. I tried explaining this delicate scruple of regret, but Daneri seemed not to hear me. He said that if Zunino and Zungri persisted in this outrage, Doctor Zunni, his lawyer, would sue ipso facto and make them pay some fifty thousand dollars in damages.

Zunni's name impressed me; his firm, although at the unlikely address of Caseros and Tacuarí, was nonetheless known as an old and reliable one. I asked him whether Zunni had already been hired for the case. Daneri said he would phone him that very afternoon. He hesitated, then with that level, impersonal voice we reserve for confiding something intimate, he said that to finish the poem he could not get along without the house because down in the cellar there was an Aleph. He explained that an Aleph is one of the points in space that contains all other points.

"It's in the cellar under the dining room," he went on, so overcome by his worries now that he forgot to be pompous. "It's mine -- mine. I discovered it when I was a child, all by myself. The cellar stairway is so steep that my aunt and uncle forbade my using it, but I'd heard someone say there was a world down there. I found out later they meant an old-fashioned globe of the world, but at the time I thought they were referring to the world itself. One day when no one was home I started down in secret, but I stumbled and fell. When I opened my eyes, I saw the Aleph."

"The Aleph?" I repeated.

"Yes, the only place on earth where all places are -- seen from every angle, each standing clear, without any confusion or blending. I kept the discovery to myself and went back every chance I got. As a child, I did not foresee that this privilege was granted me so that later I could write the poem. Zunino and Zungri will not strip me of what's mine -- no, and a thousand times no! Legal code in hand, Doctor Zunni will prove that my Aleph is inalienable."

I tried to reason with him. "But isn't the cellar very dark?" I said.

"Truth cannot penetrate a closed mind. If all places in the universe are in the Aleph, then all stars, all lamps, all sources of light are in it, too."

"You wait there. I'll be right over to see it."

I hung before he could say no. The full knowledge of a fact sometimes enables you to see all at once many supporting but previously unsuspected things. It amazed me not to have suspected until that moment that Carlos Argentino was a madman. As were all the Viterbos, when you came down to it. Beatriz (I myself often say it) was a woman, a child, with almost uncanny powers of clairvoyance, but forgetfulness, distractions, contempt, and a streak of cruelty were also in her, and perhaps these called for a pathological explanation. Carlos Argentino's madness filled me with spiteful elation. Deep down, we had always detested each other.

On Garay Street, the maid asked me kindly to wait. The master was, as usual, in the cellar developing pictures. On the unplayed piano, beside a large vase that held no flowers, smiled (more timeless than belonging to the past) the large photograph of Beatriz, in gaudy colours. Nobody could see us; in a seizure of tenderness, I drew close to the portrait and said to it, "Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, darling Beatriz, Beatriz now gone forever, it's me, it's Borges."

Moments later, Carlos came in. He spoke dryly. I could see he was thinking of nothing else but the loss of the Aleph.

"First a glass of pseudo-cognac," he ordered, "and then down you dive into the cellar. Let me warn you, you'll have to lie flat on your back. Total darkness, total immobility, and a certain ocular adjustment will also be necessary. From the floor, you must focus your eyes on the nineteenth step. Once I leave you, I'll lower the trapdoor and you'll be quite alone. You needn't fear the rodents very much -- though I know you will. In a minute or two, you'll see the Aleph -- the microcosm of the alchemists and Kabbalists, our true proverbial friend, the multum in parvo!"

Once we were in the dining room, he added, "Of course, if you don't see it, your incapacity will not invalidate what I have experienced. Now, down you go. In a short while you can babble with all of Beatriz' images."

Tired of his inane words, I quickly made my way. The cellar, barely wider than the stairway itself, was something of a pit. My eyes searched the dark, looking in vain for the globe Carlos Argentino had spoken of. Some cases of empty bottles and some canvas sacks cluttered one corner. Carlos picked up a sack, folded it in two, and at a fixed spot spread it out.

"As a pillow," he said, "this is quite threadbare, but if it's padded even a half-inch higher, you won't see a thing, and there you'll lie, feeling ashamed and ridiculous. All right now, sprawl that hulk of yours there on the floor and count off nineteen steps."

I went through with his absurd requirements, and at last he went away. The trapdoor was carefully shut. The blackness, in spite of a chink that I later made out, seemed to me absolute. For the first time, I realised the danger I was in: I'd let myself be locked in a cellar by a lunatic, after gulping down a glassful of poison! I knew that back of Carlos' transparent boasting lay a deep fear that I might not see the promised wonder. To keep his madness undetected, to keep from admitting he was mad, Carlos had to kill me. I felt a shock of panic, which I tried to pin to my uncomfortable position and not to the effect of a drug. I shut my eyes -- I opened them. Then I saw the Aleph.

I arrive now at the ineffable core of my story. And here begins my despair as a writer. All language is a set of symbols whose use among its speakers assumes a shared past. How, then, can I translate into words the limitless Aleph, which my floundering mind can scarcely encompass? Mystics, faced with the same problem, fall back on symbols: to signify the godhead, one Persian speaks of a bird that somehow is all birds; Alanus de Insulis, of a sphere whose center is everywhere and circumference is nowhere; Ezekiel, of a four-faced angel who at one and the same time moves east and west, north and south. (Not in vain do I recall these inconceivable analogies; they bear some relation to the Aleph.) Perhaps the gods might grant me a similar metaphor, but then this account would become contaminated by literature, by fiction. Really, what I want to do is impossible, for any listing of an endless series is doomed to be infinitesimal. In that single gigantic instant I saw millions of acts both delightful and awful; not one of them occupied the same point in space, without overlapping or transparency. What my eyes beheld was simultaneous, but what I shall now write down will be successive, because language is successive. Nonetheless, I'll try to recollect what I can.

On the back part of the step, toward the right, I saw a small iridescent sphere of almost unbearable brilliance. At first I thought it was revolving; then I realised that this movement was an illusion created by the dizzying world it bounded. The Aleph's diameter was probably little more than an inch, but all space was there, actual and undiminished. Each thing (a mirror's face, let us say) was infinite things, since I distinctly saw it from every angle of the universe. I saw the teeming sea; I saw daybreak and nightfall; I saw the multitudes of America; I saw a silvery cobweb in the center of a black pyramid; I saw a splintered labyrinth (it was London); I saw, close up, unending eyes watching themselves in me as in a mirror; I saw all the mirrors on earth and none of them reflected me; I saw in a backyard of Soler Street the same tiles that thirty years before I'd seen in the entrance of a house in Fray Bentos; I saw bunches of grapes, snow, tobacco, lodes of metal, steam; I saw convex equatorial deserts and each one of their grains of sand; I saw a woman in Inverness whom I shall never forget; I saw her tangled hair, her tall figure, I saw the cancer in her breast; I saw a ring of baked mud in a sidewalk, where before there had been a tree; I saw a summer house in Adrogué and a copy of the first English translation of Pliny -- Philemon Holland's -- and all at the same time saw each letter on each page (as a boy, I used to marvel that the letters in a closed book did not get scrambled and lost overnight); I saw a sunset in Querétaro that seemed to reflect the colour of a rose in Bengal; I saw my empty bedroom; I saw in a closet in Alkmaar a terrestrial globe between two mirrors that multiplied it endlessly; I saw horses with flowing manes on a shore of the Caspian Sea at dawn; I saw the delicate bone structure of a hand; I saw the survivors of a battle sending out picture postcards; I saw in a showcase in Mirzapur a pack of Spanish playing cards; I saw the slanting shadows of ferns on a greenhouse floor; I saw tigers, pistons, bison, tides, and armies; I saw all the ants on the planet; I saw a Persian astrolabe; I saw in the drawer of a writing table (and the handwriting made me tremble) unbelievable, obscene, detailed letters, which Beatriz had written to Carlos Argentino; I saw a monument I worshipped in the Chacarita cemetery; I saw the rotted dust and bones that had once deliciously been Beatriz Viterbo; I saw the circulation of my own dark blood; I saw the coupling of love and the modification of death; I saw the Aleph from every point and angle, and in the Aleph I saw the earth and in the earth the Aleph and in the Aleph the earth; I saw my own face and my own bowels; I saw your face; and I felt dizzy and wept, for my eyes had seen that secret and conjectured object whose name is common to all men but which no man has looked upon -- the unimaginable universe.

I felt infinite wonder, infinite pity.

"Feeling pretty cockeyed, are you, after so much spying into places where you have no business?" said a hated and jovial voice. "Even if you were to rack your brains, you couldn't pay me back in a hundred years for this revelation. One hell of an observatory, eh, Borges?"

Carlos Argentino's feet were planted on the topmost step. In the sudden dim light, I managed to pick myself up and utter, "One hell of a -- yes, one hell of a."

The matter-of-factness of my voice surprised me. Anxiously, Carlos Argentino went on.

"Did you see everything -- really clear, in colours?"

At that moment I found my revenge. Kindly, openly pitying him, distraught, evasive, I thanked Carlos Argentino Daneri for the hospitality of his cellar and urged him to make the most of the demolition to get away from the pernicious metropolis, which spares no one -- believe me, I told him, no one! Quietly and forcefully, I refused to discuss the Aleph. On saying goodbye, I embraced him and repeated that the country, that fresh air and quiet were the great physicians.

Out on the street, going down the stairways inside Constitution Station, riding the subway, every one of the faces seemed familiar to me. I was afraid that not a single thing on earth would ever again surprise me; I was afraid I would never again be free of all I had seen. Happily, after a few sleepless nights, I was visited once more by oblivion.

Postscript of March first, 1943 -- Some six months after the pulling down of a certain building on Garay Street, Procrustes & Co., the publishers, not put off by the considerable length of Daneri's poem, brought out a selection of its "Argentine sections". It is redundant now to repeat what happened. Carlos Argentino Daneri won the Second National Prize for Literature. ["I received your pained congratulations," he wrote me. "You rage, my poor friend, with envy, but you must confess -- even if it chokes you! -- that this time I have crowned my cap with the reddest of feathers; my turban with the most caliph of rubies."] First Prize went to Dr. Aita; Third Prize, to Dr. Mario Bonfanti. Unbelievably, my own book The Sharper's Cards did not get a single vote. Once again dullness and envy had their triumph! It's been some time now that I've been trying to see Daneri; the gossip is that a second selection of the poem is about to be published. His felicitous pen (no longer cluttered by the Aleph) has now set itself the task of writing an epic on our national hero, General San Martín.

I want to add two final observations: one, on the nature of the Aleph; the other, on its name. As is well known, the Aleph is the first letter of the Hebrew alphabet. Its use for the strange sphere in my story may not be accidental. For the Kabbala, the letter stands for the En Soph, the pure and boundless godhead; it is also said that it takes the shape of a man pointing to both heaven and earth, in order to show that the lower world is the map and mirror of the higher; for Cantor's Mengenlehre, it is the symbol of transfinite numbers, of which any part is as great as the whole. I would like to know whether Carlos Argentino chose that name or whether he read it -- applied to another point where all points converge - - in one of the numberless texts that the Aleph in his cellar revealed to him. Incredible as it may seem, I believe that the Aleph of Garay Street was a false Aleph.

Here are my reasons. Around 1867, Captain Burton held the post of British Consul in Brazil. In July, 1942, Pedro Henríquez Ureña came across a manuscript of Burton's, in a library at Santos, dealing with the mirror which the Oriental world attributes to Iskander Zu al-Karnayn, or Alexander Bicornis of Macedonia. In its crystal the whole world was reflected. Burton mentions other similar devices -- the sevenfold cup of Kai Kosru; the mirror that Tariq ibn-Ziyad found in a tower (Thousand and One Nights, 272); the mirror that Lucian of Samosata examined on the moon (True History, I, 26); the mirrorlike spear that the first book of Capella's Satyricon attributes; Merlin's universal mirror, which was "round and hollow... and seem'd a world of glas" (The Faerie Queene, III, 2, 19) -- and adds this curious statement: "But the aforesaid objects (besides the disadvantage of not existing) are mere optical instruments. The Faithful who gather at the mosque of Amr, in Cairo, are acquainted with the fact that the entire universe lies inside one of the stone pillars that ring its central court... No one, of course, can actually see it, but those who lay an ear against the surface tell that after some short while they perceive its busy hum... The mosque dates from the seventh century; the pillars come from other temples of pre-Islamic religions, since, as ibn-Khaldun has written: 'In nations founded by nomads, the aid of foreigners is essential in all concerning masonry.'"

Does this Aleph exist in the heart of a stone? Did I see it there in the cellar when I saw all things, and have I now forgotten it? Our minds are porous and forgetfulness seeps in; I myself am distorting and losing, under the wearing away of the years, the face of Beatriz.


El Aleph, 1945. Translation by Norman Thomas Di Giovanni in collaboration with the author.