La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

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domingo, 22 de octubre de 2017

A Warren Hampton, profesor predilecto

Dr. Warren Hampton (La Habana, 1926 - Tampa, 2007)

Por Leonardo Venta

Con inmensa tristeza recibí la noticia de la muerte de mi buen amigo-maestro Dr. Warren Hampton. La novedad me dejó agitando lentamente la mano en huérfano y lánguido gesto de despedida.
El doctor Hampton, como era conocido entre sus estudiantes y colegas de la Universidad del Sur de la Florida –el último plantel donde ejerció su largo magisterio de 50 años–,  abordó el  21 de septiembre de 2007, meses después de convertirse en octogenario, la nave que le portearía sobre las plañideras aguas del río Aqueronte hacia el irremisible Hades.
Cuando le conocí, en la década de 1980, me parecía imposible que alguien con un nombre y apellido tan rotundamente sajón pudiese hablar un español tan perfecto y con acento tan exquisitamente cubano. Sin embargo, el doctor Hampton, hijo de Warren – estadounidense– y Blanca –cubana– llevaba el nombre y apellido anglo de su padre; y, en el alma, a La Habana que le vio nacer un 30 de octubre de 1926, y que tuvo que abandonar para siempre un 22 de septiembre de 1960.
Habría que haberlo escuchado disertar sobre el poema “Al Partir” de la Avellaneda, para entender cómo su alma aprisionaba el sentir de los versos de la poetisa cubana: “¡Hermosa Cuba! tu brillante cielo / la noche cubre con su opaco velo, / como cubre el dolor mi triste frente”. Ese fue el Hampton patriota que hemos conocido y amado los cubanos del exilio.  
Mi primera clase en la Universidad del Sur de la Florida, en el 2002, la tomé con él. Por aquel entonces, ya Hampton dialogaba con la edad en que el retiro era tema ineludible. Vino el 2003; y con él, el adiós a la enseñanza. Fui su alumno hasta el último instante. Examinaba sus gestos, sus poses, sus comentarios, sus encantadoras disgregaciones, con el apetito ávido de quien graba en su mente las memorias de un ser admirable.
             Con gran celo conservo un libro que me obsequiara con la siguiente dedicatoria: “A Leonardo Venta, alumno predilecto". Desde mi pupitre de exilio, nada etéreo, le devuelvo a usted, Sr. Hampton, su amable gesto. No le puedo dedicar el libro que nunca he publicado, sino estas sinceras líneas que se elevan reverentes en dirección al inmarcesible recinto donde sé usted habita ahora: "A Warren Hampton, profesor predilecto".

sábado, 14 de enero de 2017

“Un hermano que llevarse a la boca”

El martes, 29 de noviembre de 2016, a las 10:22 p.m., falleció a punto de cumplir los 87 años Vicente Raúl García Huerta, creador de “Retrato de José Martí”, óleo sobre lienzo a tamaño real, donado al Centro Histórico Cultural Cubano de Tampa, el 19 de mayo de 1991
Por Leonardo Venta

Este empeño de escribirte, aunque ya no puedas leerme, me ha tomado exhausto, en una larga jornada de inservibles solventadas palabras y el desdén cotidiano que me lacera a deshora, como es costumbre en mí, cuando son cada día menos los amigos y la bondad se prostituye en largo metálico bostezo.
            Bordea la una de la madrugada. Ya son las tres. Llevo tres horas escribiéndote, hablándote, con mi rosario de recuerdos. Esta es una de las pocas ocasiones en que me conozco, me reconozco, me reflejo, me proyecto, es decir, advierto y admito, hago uso de la palabra en función de las emociones, violentando todo tipo de condicionamiento y ese asiduo temor a tener que hacerlo bien, porque necesito la aceptación vilipendiada.
            Este es el conjuro, amigo padre, al menos el mío, tú ya no puedes escucharme, o quizá me escuches como personaje fantástico de Borges o Bioy Casares, o santo católico, ¿en mayúscula o minúscula?, pernotando en ese infinito para el cual no encuentro un apropiado nombre.
            Necesito componerte un dístico elegíaco –me pierdo, divago, sin perfilar las ideas, sin consultar el diccionario, sin hurgar sinónimos, sin correcciones, sin signos de puntuación–,  tamizar pausas –porque necesito hablarte, amigo, esta madrugada del 13 de enero de 2017, aunque no puedas oírme–, gritarte, a ver si despiertas con esa sonrisa erguida que te robó la tristeza de haber perdido a la buena Carmen.
            Te me acerco sin glotonear  –aunque la palabra no me suene bien– ese nocivo ego que no es otra cosa que la miseria de no tener “un hermano que llevarse a la boca”. La imagen es tuya. La he arropado entre comillas, quizá para contrariar a Góngora. No quiero quepan dudas de que te pertenece, aunque me la haya apropiado. Me la leíste en mi antigua casa de madera, que no era mía, alumbrada con cirios (sabes que no me gusta llamarlos velas). Perdona, vuelvo a divagar…me ilustraste la imagen del hermano ausente con buen brochazo de pintor poeta… y ahora, con ballagiano desamparado transpolado acento, sin correcciones, te susurro: “déjamela, cuando esté solo yo la diré en voz baja suavizada de llanto”. 

jueves, 2 de febrero de 2012

Mi adiós al héroe-artista

José Murani
Por Leonardo Venta

Ciertas impensadas musas eligieron un frío invierno floridano para transpórtalo al Parnaso donde insospechados duendes deambulan los inquietos paisajes de las artes plásticas, mientras nosotros, atiborrados de repetidas huérfanas tristezas, hemos quedado paralizados, absortos, en calidad de inútiles espectadores de una abrumadora escena de despedida. Pero la turbación finalmente se postra ante la memoria del héroe-artista, de cara al cielo, sin titubeos, para pintar su definitivo paisaje sobre el lienzo infinito de la gloria.

Trazos melancólicos dibujaron las nubes que se ocultaron un domingo para llorar al pintor que logró retener en su memoria la magia de la luz y los colores de la isla que lo vio nacer, en un silbido de infinita palpitante colorida brocha con hechizo de Tampa y Cuba. Luto es la palabra que nos asecha y amilana; esperanza de resurrección, obra cuajada de savia, beldad, afecto, son términos que nos alientan.

Se nos ha ido José Murani (Guayos, Cuba, 20 de mayo de l927- Tampa, Estados Unidos, 8 de enero de 2012). Cruzó el umbral de la inapelable, pero su legado como artista es imperecedero. Alientan esta nota los ineludibles sollozos de sus hijas Miriam y Zoila, el nudo en la garganta de su esposa de toda una vida, Idolanda M Cabrera, y de su hermana Rosa, el rostro cabizbajo de sus nietos Yamir, Yasser, Yandi, Adán y Reinier, y la tierna inocencia de Leah, su bisnieta de 5 años.

Murani falleció a la edad de 84 años, entre esbozos y paisajes, arrebujado con el irreemplazable calor del afecto familiar, después de una prolongada estoica batalla contra el cáncer, enemigo ante el que no cedió su grandeza humano-artística, su devoción de esposo, padre, hermano, abuelo, amigo, hombre sencillo y elevado.

Residente en Tampa desde el año 2001, Murani fue lo que llamamos un pintor nato. Nunca recorrió los gráciles corredores de la muy anhelada Academia de San Alejandro de La Habana, el sueño de todo joven artista en Cuba, mas su propósito ingénito de pintar prevaleció.

Autodidacta, como Van Gogh, su don de luz tropical se dilató hasta sus últimos años. Conquistó las galerías cubanas, incursionó las europeas. España e Italia auscultaron atentas las vibrantes modulaciones de su curtido pincel sobre el lienzo, y nuestra Tampa martiana, amada cómplice, se enamoró de sus cuadros, para retenerlo y brindarle frecuentados, pero nunca suficientes, tributos.

En cierta ocasión, le dediqué merecidos y sinceros elogios en forma de inusual aplauso, a lo Stravinsky, rememorando el desacostumbrado homenaje del compositor ruso a la obra del pintor Raúl Milián, en La Habana, en un artículo que yo titulara “Mi homenaje al héroe-artista”.

Hoy, en mi humilde y nada calificada opinión (no soy pintor), quiero dejar constancia de mi admiración por el arte de José Murani y estas lágrimas-palabras en señal de duelo.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

A mi Madre que duerme, desde la huérfana lobreguez de mi alma


Por Leonardo Venta

Hijo, me voy a imaginar que te has ido para una beca y que te veré cada dos años, fueron las palabras que desestimé aquel incierto mayo de 1980. Pero no iba para una beca, sino me dirigía hacia una escuela de exilio –sin sospecharlo, sin entenderlo– con el impredecible aliento de las despedidas.

No volví cada dos años como a ella le urgía. Quedamos atrapados en el vago laberinto de la impotencia. Lisiado de afectos, aprendí a poner en práctica el inglés que me enseñara el maestro de aquella escuelita secundaria habanera; mientras ella, la solícita matriarca proveedora de todas mis justificadas alegrías, añoraba cobijarme en su proscrito regazo de ternura almacenada.

En el arcano archivo que con recelo repasa la memoria, el año 1990 ha quedado precisado por la llamada Guerra del Golfo Pérsico. Sin embargo, mi alma egoísta –exímanme los caídos en todos los conflictos bélicos–, lo recuerda como un espacio de tiempo de consumada ternura. Después de diez años de desencuentro, con amoroso ingenio y escaso dinero, logré traerla de visita a Estados Unidos.

Llegó en octubre, con el cabello luengo, honrando su promesa de no dejárselo cortar hasta volverme a ver. Vestía un juego de saya y chaqueta blanco, al estilo ejecutivo, casi gravoso a su naturaleza llana. Acaso… ¿llegó en noviembre?, no sé, no recuerdo exactamente el mes, sólo el año se adhiere a mi memoria, mil novecientos noventa, por lo de la guerra y las restricciones en los aeropuertos.

Sí, estoy casi seguro que fue en octubre, con ese viento arremolinado de presagios festivos que advertían aquella inefable expresión de madre al abrir el regalo de Navidad (dispuesto por el hijo hasta ayer ausente) que contenía el extraviado anillo de bodas por reemplazar; o, quién sabe, la tierna cucharita, en complacido gesto, dragando los márgenes del pastel de calabaza en estrenado Día de Acción de Gracias, que aún horada su ausencia.

Sí, me la traje de visita. En mi fortaleza de West Tampa, ella derramaba cubos repletos de bulliciosa agua desde lo alto de nuestro balcón de júbilo, el que baldeaba con su alegría de límpidas nubes y rutilantes gestos, adorable solemnidad en mis laborales horas de ausencia, desfile de calzoncillos tendidos con sus amorosas manos –en contra de mi voluntad abstraída– al compás de canciones de Rocío Jurado.

No, no intenté retener su destino luminoso de palmas y sonrisas de nietos. Sancioné mi egoísmo para obligarme a estar solo, con su imagen suspendida –casi cinematográficamente– en el estrecho y extenso corredor del aeropuerto de Miami, abordando aquel vuelo invernal con destino a La Habana, a escasas horas del estrenado 1991.

No pude caminar a su lado más allá del puesto de inspección de maletas. No se le estaba permitido a los acompañantes. La contemplé, desplomado, sostener con dificultad una enorme muñeca, para su nieta Jane; varios discos de acetato de Hugo del Carril, para su esposo Landy (mi amado padre); un enorme camioncito rojo, para su nieto Orlandito; además de sostener una bolsa atestada de paliativos remedios y una ingente abultada mochila.

Se le cayó la enorme muñeca en medio del pasillo. Se inclinó con dificultad para recogerla, sumamente nerviosa, mientras perdía el control de los otros objetos que apenas lograba sostener. Yo, sin poder ayudarla, anegado en mi propio océano de lágrimas, la contemplaba desde la más abrumadora de las impotencias.

Caridad Gómez Durán, mi madre (ya transformada en una dulce y frágil viejecita de ochenta años), a quien disfruté por última vez un día de diciembre de despedidas y terminales aéreas, hace casi dos décadas, falleció este 16 de febrero de 2009 en un hospital de La Habana, sin mí, mientras su hija Tania quedamente le sostenía la mano.

“Sería que mis ojos se quedaron sin luz en la quejumbrosa hora de mi partida”, escribí alguna vez al intentar definir la indeleble tristeza que me ocasionaba nuestra separación. Hoy, desde la huérfana lobreguez de mi alma, arrullo tiernamente su memoria.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Elegía a un ángel


Por Leonardo Venta
(A la memoria de José Saninocencio)


Hay ángeles con rostros de niños. Hay seres alados sin alas, de miradas tenues. Hay querubines de lánguidos sentidos, detenidos en el cosmos de la inocencia. Saben sonreír con la candidez del paraíso en esa esfera inmarcesible de la pureza.

Hay criaturas que nacen espíritus celestes en un tiempo sombrío, en un espacio sórdido y ajeno. Son seres siderales, vaporosos, incorpóreos, ejercitados en la virtud.

En este mundo de beligerancias, dobleces, profanaciones, manipulaciones, vanidades soeces, esas almas sublimes son regalos de la piedad, pedazos de Cristo que nos recuerdan nuestras múltiples imperfecciones.

Yo tuve un amigo-ángel que hablaba poco. Sonreía – taciturno, complaciente –, como desafiando mi altivez. Cuando lo conocí, ya sus alas estaban heridas, pero aún batían para alegrar mi temprana pena.

Todavía conservo fresco en la memoria su rostro satisfecho al ofrecerle aquella cálida sopa de pollo, aquel apetecido café. Hablaba quedamente, con sonidos casi imperceptibles, entrañables significantes del afecto. Me llamaba ‘hijo’, aunque tenía mi misma edad.¡Sabia cordura del desacierto!

Comprendo ahora que me hablaba desde una perspectiva seráfica que yo no alcanzaba a comprender. Pero… ¡qué desatino el mío!, los espíritus bienaventurados atizan el infinito de la razón. Pulsan lo insondable.

Llegó de Carolina, Puerto Rico, para establecerse en Nueva York, como héroe marquesiano de La Carreta. No era poeta, pero hacía poesía con su silencio. No era artista. No era ninguna celebridad. Era algo más sublime: ángel.

No podía correr ni saltar; se movía pausadamente con un andador – como anciano de sus mesurados años – mas su bondad atravesaba rauda el firmamento.

En nuestra última cena, el día de mi cumpleaños, ingería los alimentos con declinada prisa. Le contemplaba, presa de un mal augurio, queriendo retener ese instante, mientras diminutas lágrimas se deslizaban por mi rostro. Las enjugué en la tentativa sonrisa de un torpe gesto.

Pocos días más tarde, cuando llegué a su morada, ya reposaba tendido sobre un firmamento de hospitalarias sábanas, angelicalmente, conocedor de su níveo destino, con los ojos sellados y la boca entreabierta en solemne gesto.

Llegó la enfermera con su inútil y frecuentado estetoscopio, con su indiferente libro de registro para almacenar firmas: punzante protocolo de la indolencia. Luego, vino la ambulancia con su fúnebre camilla. Manos con guantes de látex azules le cubrieron para arrancármelo para siempre.

Te fuiste, ángel-amigo, con los ojos cerrados para no verme llorar; sin una queja, para no abatirme. Hoy, con estas palabras-lágrimas intento apagar mi pena, mas sólo Dios puede extinguir esta suerte de siniestros.