La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

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viernes, 21 de diciembre de 2018

El mejor regalo de Navidad

"El Nacimiento de Jesús" (1302-1305), de Giotto di Bondone, es un punto de inflexión en la evolución de la rígida estilización medieval hacia el renacimiento florentino.

Por Leonardo Venta

            Cuando nos disponemos a celebrar la Navidad, retomamos el recurrente empeño de idearnos una experiencia feliz. Cada persona esgrime un dictamen diferente sobre la felicidad. Para Sócrates, "no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos”. El novelista y filósofo ruso Liev Nikoláievich Tolstói concuerda con el pensador griego al escribir: “Mi felicidad consiste en que sé apreciar lo que tengo y no deseo con exceso lo que no tengo".
            La arbitrariedad, con sus veleidosas desinencias, no constituye el fundamento que nos ha motivado a hurgar en los entresijos de este tema. La sociedad actual ha vaciado la Navidad de su verdadero significado religioso, desvirtuando la profundidad de su mensaje y celebración. Cristo, epítome del Amor, es su razón y esencia.
            Es posible dar la impresión de ser felices cuando no lo somos. La dicha navideña –que no tiene nada que ver con el consumismo que cada año prolifera en la conmemoración del nacimiento de Jesucristo– pudiera ser espejismo de un principio de amor y fraternidad que hemos damnificado con nuestra indolencia y malas acciones durante todo el año.
            No son los regalos ni las fiestas ni las bulliciosas manifestaciones de cordialidad la esencia del misterio de la Navidad, sino el ejercicio de virtudes y valores que nos identifican con la Segunda Persona de la Trinidad. Santo Tomás define la virtud como un “hábito operativo bueno". Una disposición habitual y firme a hacer el bien debe ser uno de los ornamentos de nuestros arbolitos navideños.
            Cuentan los biógrafos de San Francisco de Asís, que en el mes de diciembre de 1223, en una localidad italiana de la provincia de Rieti, región de Lazio, el Santo de los santos se lamentaba de que la observancia de la Navidad había sido ensombrecida por el consumismo. Angustiado, congregó a varios amigos, junto con algunos animales, y recreó la escena del pesebre, conocida como la Natividad.
            La experiencia de Rieti fue singular y edificante, y a lo largo de los años esa práctica –a la que se agregaron los villancicos– se integró a la celebración del nacimiento del Mesías, oficializada en el año 345 por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianceno, padres y doctores de la Iglesia Primitiva. Aunque hay quienes consideran que la celebración del 25 de diciembre es el resultado de la degeneración que sufrió el cristianismo a manos del paganismo, sigue siendo la fiesta más importante del año eclesiástico cristiano.
            Sin embargo, no todo los rituales navideños son de origen pagano. En 1742, Georg Friedrich Händel estrenó en Dublín el oratorio "El Mesías", con su célebre coro 'Aleluya'. Como sugiere el título, la composición recorre el nacimiento de Jesús, su muerte y  resurrección. Una de las piezas más populares de la sección de Navidad es "Porque un niño nos es nacido", que se basa en dos versículos del libro de Isaías: "Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz".
            Policromos compromisos, disimulados estreses, embriagados efugios, desiguales obsequios, producciones de "El cascanueces" integran la nutrida lista de elementos que aderezan esta celebración. Para lenitivo de quien escribe esta nota, no todo es consumismo en las festividades decembrinas; hay padres, que a pesar de tener medios para comprar costosos obsequios, precisan a sus hijos a intercambiar presentes confeccionados por ellos mismos, sin gran valor material, pero con una significación emocional edificante.
            La Navidad es el tiempo propicio para fijar la mirada en "el iniciador y perfeccionador de nuestra fe", cuyas enseñanzas nos exhortan a amarnos los unos a los otros, perdonarnos al igual que Él nos perdona; fraternizar –con amor de madre a hijo– en tiempos favorables y de conflictos; así como cuidar de aquellos que, por la razón que sea, necesiten nuestro auxilio.
            No importa cuánto anhelemos la paz, vivimos en un mundo amenazado constantemente por la violencia, la división y la codicia. Queremos ser honestos, pero la impudicia constantemente nos tiende emboscadas. Procuramos repartir buenas acciones; sin embargo, nos dejamos atrapar por los afanes de la vida y así procrastinamos –o anulamos– dichos buenos propósitos. Necesitamos perdonar, pero no lo hacemos. Afirmamos proponernos el bien ajeno, pero nos deslizamos hacia el egoísmo, la manipulación, la enfermiza competitividad, la xenofobia, el racismo, los prejuicios y el pernicioso orgullo.
            No es el costoso regalo, ni el humilde gesto de cumplido, ni la entrañable cena de Nochebuena, ni el rencuentro con ese distante ser amado, ni la magia que desvanece el desaliento para transformarlo en esperanza, ni la ociosa lágrima que se sublima en tierno detenido gesto, celebrar la Navidad es atesorar la más meritoria de todas las dádivas: Jesucristo, cuyo nacimiento celebramos para que –según establece Tito 3:7– "justificados por su gracia fuésemos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna".  

jueves, 22 de noviembre de 2018

Un guiño a la gratitud

Debe causar la misma satisfacción dar que recibir.

Por Leonardo Venta 

"La gratitud, como ciertas flores, no se da en la altura y mejor reverdece en la tierra buena de los humildes".  
José Martí 

            En nuestra sociedad estadounidense, más que en ninguna otra de las que yo tenga conocimiento, damos las gracias por casi todo y constantemente. Las damos personalmente, por teléfono, por correo postal y electrónico, en las redes sociales y otros medios. Por lo general, lo hacemos instintivamente, por puro formulismo, como una simple norma de urbanidad, carente de suficiente sinceridad. El legítimo agradecimiento va más allá de la mera cortesía.
            En contraste, la ingratitud sigue multiplicándose. Es una forma de egoísmo, un defecto incluso mayor que la envidia. “No des a nadie lo que te pida, sino lo que entiendes que necesita; y soporta luego la ingratitud”, son palabras de Miguel de Unamuno. José Martí, mientras preparaba la Guerra de Independencia de Cuba, escribió en una misiva dirigida a Máximo Gómez: “… no tengo más remuneración que brindarle que el placer de su sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”.
            Comúnmente, el que otorga favores espera reconocimiento. No se trata de recibir el favor de regreso, sino de recoger muestras de gratitud. Sin embargo, no siempre se reciben dichas manifestaciones. Existe una gran diferencia entre dar las gracias y el estar agradecido. El filósofo chino Lao-tsé afirma que “el agradecimiento es la memoria del corazón”. Agradecer, en cierto sentido, es recordar. “Nadie da gracias al cauce seco del río por su pasado”, sentencia Rabindranath Tagore.
            En la obra cumbre de la literatura española, leemos en la carta que le envía don Quijote a Sancho, al ser nombrado el singular escudero gobernador de la ínsula de Barataria: “Escribe a tus señores y muéstrateles agradecido; que la ingratitud es hija de la soberbia y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de continuo le hace”.
            Hay seres que ignoran (al menos así lo aparentan) las mercedes recibidas, o las retribuyen con prisa para no quedar moralmente endeudados. “Demasiado apresuramiento en pagar un favor ya es una muestra de ingratitud”, afirma François de la Rochefoucauld, autor francés del Siglo XVII, célebre por sus máximas morales.
            En ocasiones, la amargura causada por la envidia recibe las dádivas como ofensas. Otros consideran el agradecimiento como una muestra de debilidad, de sentimentalismo, es decir, una manera de otorgar a los sentimientos la dirección de la conducta. Existe el caso de aquellos que reciben favores como si se les pagara una deuda. Los peores pagan con la traición.
            Existen dadores, aunque parezca extraño, que pueden hacer más mal que bien al brindar ayuda. Se puede dar para resaltar una generosidad inexistente. "Por eso, cuando des a los necesitados, no lo anuncies al son de trompeta, como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que la gente les rinda homenaje. Les aseguro que ellos ya han recibido toda su recompensa" (Mateo 6:2); algunos, después de ayudar, se lo echan en cara a los beneficiados, humillándolos; lo comentan por doquier o emiten juicios que violan la intimidad de los receptores del aludido favor.
            No hay mejor obsequio que el desinteresado, fomentado en la relación vencedor-vencedor, en la que ambas partes se benefician. Debe causar la misma satisfacción dar que recibir. Toda ayuda que rebaje la dignidad y estima personal de quien la reciba, es indigna. Por eso, debemos saber cómo pedir y ofrecer.
            Cuando ofrecemos, no debemos esperar nada a cambio y realizarlo con alegría, tal como lo sugiere el apóstol Pablo: "Cada uno debe dar según lo que haya decidido en su corazón, no de mala gana ni por obligación, porque Dios ama al que da con alegría" (2 Corintios 9:7).
            Del mismo modo, es saludable recibir con humilde gozo y gratitud. Aunque no nos lo propongamos, siempre recibiremos favores (somos entes sociales); de la misma forma, nos veremos involucrados en situaciones que nos presionen a otorgar ayuda.
            En esta celebración a la gratitud y el amor, cuyo irrefutable origen es honrar a Yahvé –"Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también" (1 Corintios 8:6) –, nos preguntamos: ¿qué lugar ocupa la gratitud en la lista de nuestro sistema de valores éticos?

sábado, 17 de febrero de 2018

A propósito del "Día del Amor"

"El Beso", del escultor francés Auguste Rodin, representa a Paolo y Francesca, dos amantes que aparecen en la Divina Comedia, de Dante Alighieri, condenados al segundo círculo del Infierno

Por Leonardo Venta 

Esa fuerte inclinación emocional hacia otra persona, grupos de personas u objetos –a la que llamamos amor–, esencial para la felicidad, es, junto a la muerte, una de las grandes inquietudes que agitan al ente racional. A pesar de constituir un sentimiento universal, resulta difícil precisarlo. Su naturaleza subjetiva así lo determina.
El diccionario, entre sus variadas acepciones, lo define como “el sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.
Según Platón, el amor es regido por dos principios: “el deseo intuitivo del placer” y “el deleite reflexivo del bien”. Aristóteles, por su parte, lo determina acompañado de placer y dolor. El amor implica felicidad para unos y desventura para otros, o una mixtura de ambos estados de espíritu.
 En Tratados en La Habana, José Lezama Lima expresa: "Busca el amante las virtudes coincidentes, sutiles interregnos donde sea necesario la compañía y todos los afortunados antídotos de la soledad", refiriéndose a ese aislamiento intestino que en parte le tocó vivir, y que en misiva a su hermana Eloisa confiesa: "Yo me voy quedando solo, como una araña en el centro de su tela".
Convertido en un libro, De profundis, la extensa carta que Oscar Wilde le escribiera desde la cárcel de Reading a su amante lord Alfred Douglas, refleja la estrecha relación entre el amor difícil de nombrar y el dolor: "Quisiste que yo te enseñara el placer de vivir y el placer del arte; tal vez esté yo llamado a enseñarte una cosa mucho más hermosa: el valor y la belleza del dolor".
Existen diferentes tipos de amor. ¿Amor desquiciado? La historia recoge cómo la Reina Juana I de Castilla (la Loca) enloqueció de amor y celos hacia su marido Felipe I el Hermoso. Del mismo modo hay amores prohibidos. La historia de Paolo y Francesca, inmortalizada en la Divina Comedia, de Dante Alighieri, es un conmovedor ejemplo del mismo.
La literatura registra huellas de amor no correspondido. Garcilaso de la Vega, a pesar de sufrir el rechazo de Isabel de Freyre, perpetúa su amor hacia ella en varios de los más bellos poemas escritos en lengua castellana. "Yo no nací sino para quereros; / mi alma os ha cortado a su medida; / por hábito del alma misma os quiero.// Cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací, por vos tengo la vida, /por vos he de morir y por vos muero", leemos en su "Soneto V".
El amor puede transmutarse en odio. La desconfianza puede cobrar matices oscuros hasta el punto del homicidio. El Otelo de Shakespeare asesina a la Desdémona que cree infiel. Ahora bien, no todos los amores desatan tormentas pasionales. Hay amores tan etéreos que extasían de sólo vislumbrarlos, como el de San Juan de la Cruz por su Creador: "Quedéme y olbidéme / el rostro recliné sobre el amado [Dios]; /cessó todo, y dexéme /dexando mi cuydado / entre las açucenas olbidado".
Por otra parte, ¡cuán sublime es el amor a la patria! Martí, Bolívar, Sucre, Madero, San Martín, O'Higgins, sobrepusieron el amor patrio a los otros. En su drama en verso, Abdala, el Apóstol de los cubanos expresa:"El amor, madre, a la patria / no es el amor ridículo a la tierra / ni a la hierba que pisan nuestras plantas. / Es el odio invencible a quien la oprime, / es el rencor eterno a quien la ataca".
Es imposible abarcar el tema del amor, sin referirnos al término ‘madre’, su más digno equivalente. El Santo de Asís, quien se quejaba frecuentemente de que "el amor no era amado", exhortaba a sus discípulos a amarse unos a otros con amor de madre; para él, el más parecido al divino.
              El amor, según San Pablo, “es paciente, es servicial; no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. ¡Acojámoslo y prodiguémoslo, pues, con frecuentado regocijo!

jueves, 1 de febrero de 2018

Comenzar de nuevo (A mis hermanos por develar)




Por Leonardo Venta

Vengo a ti desecho,
postrado en mi dolor,
temeroso,
suplicante,
con el cielo desierto.

Te busco,
avizoro,
tiemblo.

Me haces repetir el alfabeto del cariño, articular perdones y esperanzas,
descubrir veladas verdades,
enormes, diminutas, contrahechas, amorosas siempre.

Me detengo,
exhausto,
jadeante.
Suspiro,
adivino,
me tiendo...
insomne desaliento.

Cierro los ojos,
implorante.
Te repaso,
te leo,
te busco,
nuevamente te presiento.

Llegas,
me quitas este peso de encima,
con delicadeza,
diligente, sobrepuesto...
me susurras consuelos,
me delineas extensiones,
mediante tu articulado silencio.

Dibujas amigos en mi encerado pliego:
nuevos, antiguos, imaginados, reales,
añorados, distraídos, despiertos...
compones hermanos,
sinfónica partitura
de ventrículo en puño abierto.

Luego, solo,
vuelvo a mi ostraíca armazón,
espectral silencio...
intento escuchar sus sonrisas,
palpar sus frases de aliento,
escuchar sus miradas,
 soledades afines,
luchas, esfuerzos,
temores, osadías,
entrecortadas frases,
entredichas,
nunca pronunciadas,
victorias y desalientos.

Me sonríen y les sonrío,
desde un costado de Cristo,
esperanzado, absorto,
dispuesto, dispuestos,
a comenzar de nuevo.

(Un hermano es un retazo de luz para zurcir un roto interno, desperezado aliento en pesadilla insomne. Es un guiño divino con acento similar al nuestro, que nos conoce y presiente, hijo del espíritu, sostén en la espinosa ascendente pendiente hacia irrefutable optimista anhelado solidario firmamento)

domingo, 31 de diciembre de 2017

Reflexión para después de Navidad


Óleo sobre tabla "Virgen con el Niño" , obra de Rafael Sanzio (1502-04)

Por Leonardo Venta 


            Cuando recién acabamos de celebrar la Navidad, retomamos la cíclica tarea de crear –o inventarnos– una vida feliz y plena. Cada persona esgrime un dictamen diferente de en qué consiste la felicidad. Para Sócrates, "no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos”. El apóstol San Pablo concuerda con el filósofo griego al escribir en La Epístola a los Filipenses: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente y sé tener abundancia...".
            Es posible dar la impresión de estar felices, cuando en lo más entrañable no lo estemos. La dicha navideña pudiese ser ficticia: el espejismo de un espíritu fraternal que hemos soslayado con nuestra indolencia y malas acciones durante el año. La dicha de los genuinos (hay falsos) adeptos al cristianismo –que con sus más de 200 millones de profesantes en Estados Unidos, superando el 70% por ciento de la población total, bien se acoge a la razón y esencia de la Navidad– proviene de dentro y no tiene nada que ver con los excesos mercantilistas que cada año sobreabundan más en la conmemoración anual del nacimiento de Jesucristo.
            No es un capricho nuestro el abordar este tema, Cristo, sinónimo de Amor, es la razón y esencia de la Navidad. Vivimos en un país rico. En el orden material, recibimos más de lo que necesitamos. Si bien, ¿sucede así en el ámbito espiritual? No son los regalos ni las fiestas ni las bulliciosas manifestaciones de afecto la esencia de la Navidad, sino el poco frecuente ejercicio de virtudes hacia nuestro prójimo: hallar y socorrer al menos afortunado, al despreciado, al caído; curar las heridas del lesionado, alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, liberar al cautivo, apaciguar la discordia; robustecer la esperanza, la tolerancia y la verdad; irradiar luz y alegría; consolar, comprender y perdonar.
             Cuentan los biógrafos de San Francisco de Asís, que en el mes de diciembre de 1223, en una localidad italiana de la provincia de Rieti, región de Lazio, se lamentaba
–aviniéndose sorprendentemente a una queja actual– de que la observancia de la Navidad había sido ensombrecida por el materialismo. Angustiado, congregó a varios amigos, junto con algunos animales, y recreó la escena del pesebre, conocida como la Natividad.
            Fue una experiencia singular y edificante, y a lo largo de los años la práctica, a la que se agregaron los villancicos, se integró a la celebración del nacimiento del Mesías, oficializada en el año 345 por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianzeno, padres y doctores de la Iglesia Primitiva. Aunque hay quienes consideran que la celebración del 25 de diciembre es el resultado de la degeneración que sufrió el cristianismo a manos del paganismo, sigue siendo la fiesta más importante del año eclesiástico cristiano.
            Sin embargo, no todo los rituales navideños son de origen pagano. En 1742, Georg Friedrich Händel estrenó en Dublín el oratorio "El Mesías", con su célebre coro "Aleluya". Como sugiere el título, la composición recorre el nacimiento de Jesús (Parte 1), su muerte (Parte 2) y la resurrección (Parte 3). Una de las piezas más populares de la sección de Navidad es "Porque un niño nos es nacido ", que se basa en Isaías 9: 6: "Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz".
            Multicolores compromisos, disimulados estreses, embriagados efugios, desiguales regalos, producciones del "Cascanueces" integran la nutrida lista de elementos que aderezaron en parte la celebración recién concluida. Si bien, los niños –quienes reciben presentes que generalmente implican considerables gastos para sus padres– son los que usualmente se granjean la mayor parte de las atenciones.
            Para bálsamo de quien escribe esta nota, no todo es material en las festividades decembrinas; hay padres, que a pesar de tener medios para comprar costosos obsequios, precisan a sus hijos a intercambiar presentes confeccionados por ellos mismos, sin gran valor material, pero con una significación emocional edificante.
            Además, la Navidad es el tiempo propicio para reflexionar en el inmenso amor de Dios por la humanidad, fijar la mirada en "el iniciador y perfeccionador de nuestra fe", intentar ser más amables, disculparnos cuando hemos sido demasiado críticos con los demás, amarnos los unos a los otros de la manera que Dios nos ama, perdonarnos al igual que Él nos perdona, unirnos, con amor de madre a hijo, en tiempos favorables y de crisis; y cuidar de aquellos que, por la razón que sea, no pueden valerse por sí mismos.
            No importa cuánto anhelemos la paz –a menudo eclipsada por nuestro deseo egoísta de conseguir lo que se desea a cualquier precio–, vivimos en un mundo amenazado constantemente por la violencia, la división y la codicia. Queremos ser honestos, pero lo indecoroso puede darle un golpe bajo a nuestras mejores intenciones. Procuramos repartir buenas acciones. Sin embargo, nos dejamos atrapar por los afanes de la vida y así procrastinamos –o anulamos– dichos buenos propósitos.  Necesitamos perdonar, pero no lo hacemos hasta que nos paguen el mal que nos han hecho. Nos proponemos el bien ajeno. Si bien, nos deslizamos hacia el egoísmo, la manipulación, la enfermiza competitividad, la xenofobia, el racismo, los prejuicios y el pernicioso orgullo.
            Como fruto amargo de nuestros despropósitos, la frustración nos sobrecoge; somos despojados de una paz que apreciamos principalmente en la buena salud, el suficiente dinero, una carrera exitosa, la aceptación social, una relación sentimental satisfactoria y la felicidad de nuestros familiares y amigos más allegados. Según esta trillada percepción, la paz significa estar libre de conflictos, desconociendo que no siempre pueden resolverse.
            Por supuesto, no hay nada erróneo en desear nuestro bienestar. Pero, ¿cómo reaccionamos cuando las cosas no marchan bien? En la susodicha Epístola a los Filipenses, el Apóstol Pablo afirma: "Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús".
           No es el prohibitivo regalo, ni el humilde gesto de cumplido, ni la entrañable cena de Nochebuena, ni el rencuentro con ese ser amado, ni la magia que esfuma la distancia para transformarse en ternura, ni la ociosa lágrima que se sublimiza en un amoroso detenido gesto. La Navidad es valorar y aprehender el más genuino y meritorio de todos los regalos: Jesucristo. En un orden del mundo creado por voluntad divina, en una nación fundada con principios cristianos basados en la Biblia, es substancial apropiarnos de esta dádiva inmarcesible, sin la cual nunca abrazaremos, según Hebreos 6:19 , "la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como ancla del alma, una esperanza segura y firme, y que penetra hasta detrás del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho, según el orden de Melquisedec, sumo sacerdote para siempre".

sábado, 15 de abril de 2017

Navegando entre nombres

           
Mariano José de Larra ocultó su identidad, durante años, bajo el pseudónimo de Juan Pérez de Montalbán
Por Leonardo Venta 

 Los nombres son palabras que designan o identifican tanto a los seres vivientes como a los inanimados.  Son aplicables a diferentes categorías.  Existen los nombres propios y los comunes.  También sirven para identificar al honor, la reputación y la fama.  Comúnmente llamamos “de buen nombre” a quienes consideramos prestigiosos.  
            En la antigüedad, eran nombres los que se daban por señal secreta para reconocer a los amigos durante la noche.  Asimismo, se usan nombres abstractos para mencionar realidades no visibles, como la belleza, el amor y la poesía.  Nos referimos también a los nombres colectivos para designar a personas, animales o cosas que pertenecen a una misma clase, especie o familia, significando su naturaleza o sus cualidades.  Son famosas las funciones apelativas de los sobrenombres, comúnmente utilizados entre camaradas.  Existen otras categorías que incluyen los nombres concretos, los contables, los de guerra, y aquellas cosas que “no tienen nombre” para señalar lo vituperioso y, en otros casos, lo sorprendente, lo inexplicable. 
            Los nombres son creados por el hombre para efectos de su propio conocimiento –el mismo ser—, en ese afán de determinar el proceso vital evolutivo.   Los nombres manifiestan la imperiosa necesidad de denotar y referir.  El nombre fija la exclusividad del individuo, y como tal su señorío.  La firma en la escritura legitima el Yo.  El nombre propio de un hombre o una mujer refleja – en muchas culturas – el doble origen del ser, heredado del padre y de la madre.  Uno de los grandes afanes del individuo es el de honrar su nombre y, al mismo tiempo, una de sus mayores preocupaciones es el temor a que su prestigio, o buen nombre, sea agraviado.  
            Las calles tienen nombres, los libros, los artículos periodísticos, las revistas, las obras de teatro, las películas, las agrupaciones musicales y artísticas, las canciones, los países, las ciudades, los componentes de la flora y la fauna, las religiones, las batallas, los navíos, los ciclones, los movimientos artísticos, las enfermedades…nombres, nombres, nombres… Nuestras palabras y pensamientos se relacionan con los objetos o individuos sobre los que hablamos o pensamos, y les asignamos nombres para identificarlos, para entenderlos, para manifestarlos.
            Algunos escritores se valieron de seudónimos para encubrir su sexo (como George Sand, cuyo verdadero nombre era Amandine Aurore Lucile Dupin).  Por otra parte, el escritor estadounidense William Sydney Porter utilizó el seudónimo de O. Henry para encubrir su pasado.  Mariano José de Larra ocultó su identidad, durante años, bajo el pseudónimo de Juan Pérez de Montalbán; Leopoldo Alas ha quedado inmortalizado como Clarín; José Martínez Ruiz como el gran Azorín.  El genial escritor estadounidense Samuel Langhorne Clemens es simplemente el Mark Twain que hemos llegado a admirar.
            Algunos nombres nos persiguen como predicados de una mala decisión, de un mal momento, como ejemplares del mal gusto.  No obstante, otros nos escoltan felizmente como testigos de una comisión mesurada a la que hemos dedicado tiempo, se saben amorosamente atrapados, manifiestos, develados, explicados, entendidos, creados; entonces, se transforman en esos eficaces compañeros que configuran y engalanan nuestra existencia, como una delicada prenda de vestir que exterioriza nuestra facultad de sentir y apreciar la verdad y la belleza.
            Después de muchos siglos de historia, aún nos enfrascamos en la tarea de seleccionar nombres.  Sin embargo, no siempre los escogemos diligentemente.  Sublimamos rebuscados e ininteligibles vocablos, apilamos palabras sobre el discurso por el mero hecho de que suenen bien, o porque estén de moda, o porque alguien, a quien consideramos razonablemente sensato, nos haya sugerido su carácter acertado.  Es preciso, entonces, henchir de embarcaciones remolcadoras el lodazal de los sentidos para rescatar a los nombres de este gran naufragio.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Una reflexión sobre Navidad

En "La Natividad con el infante San Juan", de Piero di Cosimo, un ángel presencia el nacimiento del Niño Jesús
Por Leonardo Venta

El mes de diciembre de 1223, en una localidad italiana de la provincia de Rieti, región de Lazio, un hombre que vivía en la pobreza se lamentaba –aviniéndose sorprendentemente a una queja actual– de que la observancia de la Navidad había sido ensombrecida por el materialismo. Angustiado, congregó a varios amigos, junto con algunos animales, y recreó la escena del pesebre, conocida como la Natividad. El hombre era San Francisco de Asís.
            Fue una experiencia conmovedora, y a lo largo de los años la práctica, a la que se agregaron los villancicos, se integró a la celebración del nacimiento del Mesías, oficializada en el año 345 por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianzeno, padres y doctores de la Iglesia Primitiva. Aunque hay quienes consideran que la celebración del 25 de diciembre es el resultado de la degeneración que sufrió el cristianismo a manos del paganismo, sigue siendo la fiesta más importante del año eclesiástico cristiano.
            Grandes banquetes acompañados de ingentes cantidades de alcohol, loterías y juegos de azar, así como intercambios de regalos caracterizaban al Saturnal romano, que se celebraba del 17 al 23 de diciembre, en honor de Saturno, dios de la agricultura. Una celebración de invierno similar –conocida como Yule–, en la que se quemaban grandes troncos adornados con ramas y cintas en honor de los dioses se organizaba en el norte de Europa.
            El siglo XIX fue decisivo en la consolidación de la tradición de esta festividad. Se generalizó el uso del árbol de Navidad, originario de zonas germanas. Los árboles iluminados no sólo eran distintivo de fertilidad sino de renacimiento solar, componentes de ritos idólatras ajenos por completo a las creencias judeocristianas.
            La leyenda de Santa Claus se asocia a la de Papá Noël, que procede, en parte, de San Nicolás, santo patrón de Rusia y de los niños. El mito afirma que celadamente hizo regalos a tres hijas de un hombre, quien, imposibilitado de proveerles una dote, estaba a punto de abandonarlas a una existencia pecaminosa. A partir de este relato nació la tradición de hacer regalos en secreto en la víspera de San Nicolás. A su vez, el dadivoso Santo tiene conexión con el dios nórdico Odín, de luenga barba blanca y raro sombrero, el cual nada tiene que ver con la figura redentora de Jesucristo.
            Sin embargo, no todo los rituales navideños son de origen pagano. En 1742, Georg Friedrich Händel estrenó en Dublín el oratorio "El Mesías", con su célebre coro "Aleluya". Como sugiere el título, la composición recorre el nacimiento de Jesús (Parte 1), su muerte (Parte 2) y la resurrección (Parte 3). Una de las piezas más populares de la sección de Navidad es "Porque un niño nos es nacido ", que se basa en Isaías 9: 6: "Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz".
            Multicolores compromisos, disimulados estreses, embriagados efugios, intercambios de regalos,  producciones de "El cascanueces" integran la numerosa lista de elementos que definen en parte esta celebración. Si bien, los niños –quienes reciben presentes que generalmente implican considerables gastos para sus padres–, son los que granjean la mayor parte de las atenciones.
            Para bálsamo de quien escribe esta nota, no todo es material en las festividades decembrinas; hay padres, que a pesar de tener medios para comprar costosos obsequios, precisan a sus hijos a intercambiar presentes confeccionados por ellos mismos, sin valor material, pero con una significación emocional edificante.
            Además, la Navidad es el tiempo propicio para reflexionar en el inmenso amor de Dios por la humanidad, fijar la mirada en "el iniciador y perfeccionador de nuestra fe", intentar ser más amables, disculparnos cuando hemos sido demasiado críticos con los demás, amarnos los unos a los otros de la manera que Él nos ama, perdonarnos al igual que Él nos perdona, unirnos, con amor de madre a hijo, en tiempos favorables y de crisis; y cuidar a aquellos que, por la razón que sea, no pueden valerse por sí mismos.
            No importa cuánto anhelemos la paz –a menudo eclipsada por nuestro deseo egoísta de conseguir lo que queremos a cualquier precio–, vivimos en un mundo lleno de violencia, división y codicia. Queremos ser honestos, pero el engaño puede darle un golpe bajo a nuestras mejores intenciones. Procuramos repartir buenas acciones, pero nos dejamos atrapar por los afanes de la vida y así procrastinamos dichos buenos propósitos.  Necesitamos perdonar, pero no lo hacemos hasta que nos paguen el mal que nos han hecho. Nos proponemos el bien ajeno. Si bien, nos deslizamos hacia el egoísmo, la manipulación, la enfermiza competitividad y el orgullo.
            Al final, la frustración nos sobrecoge; somos despojados de una paz que apreciamos principalmente en la buena salud, el suficiente dinero, una carrera exitosa, una relación sentimental satisfactoria y la felicidad de nuestros familiares más allegados. Según esta trillada percepción, la paz significa estar libre de conflictos.
            Por supuesto, no hay nada erróneo en desear nuestro bienestar. Pero, ¿cómo reaccionamos cuando las cosas no marchan bien? En Filipenses 4:7, el Apóstol Pablo afirma: "Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús".
            No es el prohibitivo regalo ni el humilde gesto de cumplido, ni la entrañable cena de Nochebuena, ni el rencuentro con ese ser amado, ni la magia que desaparece la distancia y reparte amor y perdón a manos llenas, ni la ociosa lágrima que humedece cierta mejilla mientras escucha el célebre villancico "Noche de paz" en una celebración religiosa. La Navidad es apreciar el más genuino y valioso de todos los regalos: la paz y la salvación que Jesucristo vino a ofrecernos.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Meditación en el "Día de acción de gracias"

Eric Enstrom consiguió captar esta célebre imagen , conocida como "Grace" (1918), en su estudio fotográfico de la ciudad minera de Bovey, Minnesota. Más tarde,  Rhoda Nyberg, su hija, trabajó sobre el original para darle color y la apariencia de una pintura al óleo.  

Por Leonardo Venta 

La ingratitud es un mal comúnmente generalizado. Es una forma de egoísmo, un defecto incluso mayor que la tristeza o pesar del bien ajeno. “No des a nadie lo que te pida, sino lo que entiendes que necesita; y soporta luego la ingratitud”, decía Miguel de Unamuno.
            Comúnmente, el que otorga favores espera reconocimiento. No se trata de recibir el favor de regreso, sino de recoger alguna muestra, aunque mínima, de gratitud. Sin embargo, no siempre se reciben dichas manifestaciones. Existe una gran diferencia entre dar las gracias y el estar agradecido. Dar las gracias pudiera formar parte de una simple norma de urbanidad, carente de sinceridad. El legítimo agradecimiento va más allá de la mera cortesía.
            Hay seres que ignoran (al menos así lo aparentan) las mercedes recibidas, o las retribuyen con prisa para no quedar moralmente endeudados. “Demasiado apresuramiento en pagar un favor ya es una muestra de ingratitud”, afirma François de la Rochefoucauld, autor francés del Siglo XVII, célebre por sus máximas morales.
            En ocasiones, la amargura causada por la envidia recibe las mercedes como ofensas. Hay quienes consideran el agradecimiento como una muestra de debilidad, de sentimentalismo, es decir, una manera de otorgar a los sentimientos la dirección de la conducta. Existe el caso de aquellos que reciben favores como si se les pagara una deuda. Los peores pagan con la traición.
            No obstante, hay dadores, aunque parezca extraño, que pueden hacer más mal que bien al brindar ayuda. Se puede ayudar para resaltar una generosidad inexistente. Algunos, después de socorrer, se lo echan en cara a los socorridos, humillándolos; lo comentan por doquier o emiten juicios que violan la intimidad de los receptores del aludido favor.
            No hay mejor dádiva que la desinteresada, fomentada en la relación vencedor-vencedor, en la que ambas partes se benefician. Debe causar la misma satisfacción dar que recibir. Toda ayuda que rebaje la dignidad y estima personal de quien la recibe, carece de mérito. Por eso, debemos saber cómo pedir y dar.
            Al ayudar no debemos esperar nada a cambio. Del mismo modo, es saludable recibir con humilde gratificante gozo. Aunque no nos lo propongamos, siempre recibiremos favores (somos entes sociales); de la misma forma, nos veremos involucrados en situaciones que nos presionen a otorgar asistencia.
           En esta celebración del "Día de acción de gracias", cuyo indiscutible origen es mostrar agradecimiento a Yahvé, "Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también" (1 Cor 8:6), nos preguntamos, ¿qué lugar ocupa la gratitud en la lista de nuestro sistema de valores éticos?

sábado, 22 de octubre de 2016

Los lazos vulnerables de la amistad

Imagen de la película animada "El principito", dirigida por Mark Osborne, con guión de Irena Brignull, basado en la novela homónima de Antoine de Saint-Exupéry
Por Leonardo Venta

"Sólo se conocen las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no se dan tiempo para conocer nada. Compran todo hecho en las tiendas. Pero como en las tiendas no venden amigos, los hombres ya no tienen amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!".
Fragmento de El pequeño príncipe de Antoine de Saint-Exupéry

            "Amistades que son ciertas nadie las puede turbar", expresa Miguel de Cervantes Saavedra en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Sin embargo, ¿cuántos compartimos esa afirmación? La amistad es vaso frágil, siempre en peligro de quebrarse; puede constituir también un espejismo. 
Una relación amistosa requiere entrega mutua, esfuerzo y sacrificio de las dos partes. Escuchar es uno de los mejores regalos que podemos brindarle a un amigo. Valorar las virtudes y pasar por alto los defectos es otro requerimiento para una buena amistad. La confidencialidad es menester indispensable de toda relación saludable. Debemos perseverar en cumplir nuestras promesas para fundamentar la confianza que deseamos en nuestras relaciones.
Hay muchas herramientas a nuestro alcance para cultivar una amistad. Si bien, la experiencia de perder a un amigo nos ha ocurrido a todos. Muchas veces, no están a nuestro lado en el momento difícil. En el peor de los casos, han muerto o, simplemente, han cambiado. También nosotros variamos sin darnos cuenta. ¿Alguna vez te has sentado a contar los amigos que has perdido por el mero hecho de que éstos, o tú, han cambiado?  Es el caso de quien súbitamente pierde sus amigos de la taberna porque ha dejado de beber.  
Gran parte de nuestros amigos de la infancia han emprendido disímiles rumbos.  Puede ser que vivan en lugares distantes, que ocupen posiciones sociales diferentes, que respondan a intereses disímiles. Todo cambia: nuestras inclinaciones, anhelos, prioridades, energías, pasatiempos, gustos. Lo que nos atraía en una época, hoy puede ya no cautivarnos.  
A veces, perdemos a los amigos y hasta a los familiares en competencias y altercados de diferentes índoles. Vivimos en una sociedad competitiva, en un entorno donde se nos inculca el sobresalir, el triunfar. Perdemos o ganamos amigos en este proceso, o, mirándolo desde otra perspectiva, ellos nos ganan o nos pierden.  
Sin embargo, la pérdida más dura es la de un familiar. Los niños crecen juntos. Pasan los años y se separan. Lo que fuera una relación hermosa e intensa llega a perder su encanto. Si le agregamos las discrepancias, los altercados sobre propiedades o herencias, o, simplemente, los celos enfermizos, atestiguaremos cómo una armoniosa relación familiar puede transformarse en un infierno.
Mantener una amistad conlleva a veces la lucha entre los valores más elevados del hombre, el ideal iluminado, y la parte más burda de la realidad, sujeta a una sociedad donde la doble moral y la manipulación en muchos casos determinan el éxito. De esta parte retorcida, se deriva, en cierto sentido, el concepto del falso amigo, aquel o aquella que espera beneficiarse de nuestra relación económica o socialmente. Es el tipo de amigo que nos abandona cuando las cosas comienzan a marchar mal; a quien no le interesa otra cosa que aprovecharse de lo nuestro.
También perdemos seres queridos por el resentimiento. Cuando no somos amados o tratados de la manera que anhelamos, nos resentimos. Por otra parte, muchas veces tememos decirles nuestra verdad (o verdades) por el temor a que se alejen. No compartimos nuestros sufrimientos y aparentes debilidades  para no ser incomprendidos y rechazados.  
Se lee en el evangelio según San Juan: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos".  Quizá nuestro afecto, y el que cuestionamos en otros, no alcance tal magnitud. De seguro, más de una vez hemos recibido lecciones por experiencias amargas. Si no fuera así, la palabra 'decepción' no apareciese en nuestros diccionarios. Sin embargo, es posible que alguna vez  hayamos ignorado el apesadumbrado toque del prójimo a nuestra puerta. ¿Lo recordamos, lo admitimos?  Por lo general, sólo nos percatamos de las faltas ajenas y no reconocemos las nuestras.  
De la misma manera que debemos estar preparados para perdonar los errores ajenos, es nuestra obligación reconocer los nuestros y articular ese acertado ‘lo siento’, que bien puede salvar una relación vulnerada. Ya lo dijo Shakespeare: “Los amigos que tienes y cuya amistad ya has puesto a prueba, engánchalos a tu alma con ganchos de acero”.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Meditación diurna


Por Leonardo Venta

Un horizonte impreciso se alza ante nuestros sentidos: distante, vasto, ajeno e insospechado. En cada intento de aprehenderlo, las circunstancias se interponen. Es el querer y el no poder que siempre nos asecha.

Los rasgos propios que caracterizan a un individuo y su voluntad (dentro de un entorno social) vienen determinados, en gran parte, por las circunstancias. Desafortunadamente, éstas no son ideales para todos. Además, varían.

Lo que es felicidad hoy puede ser desventura mañana, y viceversa. Lo que es alegría y placer para alguien, puede ser tristeza y dolor para otro. El hombre, en su naturaleza disconforme, no acepta sentirse prisionero de las circunstancias. Se enfrenta a ellas desigualmente (o simplemente no las afronta).

Al nacer no elegimos ser niños o niñas, no escogemos nuestros padres, no decidimos el lugar donde crecer, ni el color de nuestra piel o nuestros ojos, ni el tono de nuestra voz. Las circunstancias juegan un papel decisivo en nuestra fortuna.

Existen encrucijadas, momentos críticos que definen nuestro rumbo. Tal parece que se nos ha asignado un itinerario, único e indivisible, delineado por hechos, encuentros y desenlaces, por más que diques y represas, elevadas montañas o tupidas selvas, se interpongan.

La sístole y la diástole de la existencia humana tal parece que nos impelen por irremediables laberintos, sosegados valles, inhóspitos desiertos y apacibles florestas, de igual modo que el movimiento ininterrumpido de nuestros corazones consuma el sendero cíclico del sistema circulatorio.

Muchos tratan de alterar el curso de la vida, y fracasan. Cuando creemos haber logrado nuestras metas, misteriosas bofetadas del destino nos recuerdan la presencia de una implacable potestad superior. Violentamos nuestro devenir, nos obligamos a creer que la encrucijada de la vida no nos aguarda.

Rechazamos nuestra suerte, si es que realmente existe una. Vegetamos disconformes con lo que somos y tenemos. El alto anhela ser pequeño para penetrar en angostas cavidades, mientras el pequeño sueña con ser alto para alcanzar las estrellas. Renunciamos, negamos, repudiamos. Nos acomodamos a las costumbres, prejuicios y lineamientos, impuestos por otros, con el afán de ser aceptados.

Aprendemos a reír como los demás, a caminar como otros caminan, a vestir con las modas que otros prefieren (porque, aparentemente, demuestran el buen gusto). También nos enseñan a despreciar a aquellos que no son o piensan como nosotros.

Anhelamos ser lo que la sociedad nos propone, aunque nuestros instintos, gustos e intereses no lo entiendan así. Desempeñamos roles. Nos ocultamos tras disímiles máscaras.

Abrigamos prejuicios e intransigencias. Competimos, censuramos, mentimos, usamos la verdad para herir, en vez de emplearla como fuerza liberadora. Erigimos murallas, paredes invisibles, que no por incorpóreas dejan de ser temibles. Construimos cercas, rejas, cerraduras, mientras llevamos a rastra prisioneros corazones que lamentan su destino.

La vanidad y el egoísmo nos sustentan. Arrinconamos al amor, lo amordazamos, laceramos, torturamos, decapitamos... Hacemos y nos hacemos creer que estamos bien, que andamos con la virtud cogidos del brazo, sabiendo que es todo lo contrario.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El mejor remedio


Por Leonardo Venta

Hay pocos remedios eficaces frente a los grandes desengaños e intensos sufrimientos. No obstante, existe uno que opera infaliblemente, si lo ponemos en práctica con cuidado y constancia. Servir al prójimo, olvidando las propias aflicciones, es ese efectivo remedio.

Los resultados de la actitud solidaria hacia el sufrimiento ajeno son como prodigioso medicamento para el espíritu maltrecho. Cuando nuestras experiencias parecen estar plagadas de fracasos, acostumbramos a refugiarnos en la tenebrosa caverna de la lamentación, lamiendo nuestras propias heridas, en espera de frases que justifiquen ese estado lastimero, o proferimos emponzoñados gruñidos de rencor y protesta.

¿Por qué hemos de preocuparnos por los demás, si nadie se preocupa por nosotros?, nos preguntamos. Estamos solos ante nuestro dolor, pensamos. ¿Por qué, entonces, han de importarnos los otros?, alegamos. Este sentir es muy común en personas que han sido profundamente heridas, pero, al mismo tiempo, acarrea una actitud contraproducente. Sí, es posible experimentar paz en medio de la adversidad, afrontándola desde un nuevo paradigma.

Usted pensará, quizá, que la herida emocional que sufre nunca sanará (y probablemente no se equivoca). Se ha afanado infructuosamente en borrar los malos recuerdos. No obstante, existe un sentimiento que puede rescatarle, digo, rescatarnos: el amor.

Ese amor, al que me refiero, no viene determinado por el inexplicable instinto de fusión en otro organismo, egoísta al fin, ni las repetidas frases huecas que tanto hemos escuchado, sino en olvidarnos de nuestras propias necesidades, ya sean emocionales o biológicas, para ayudar a otros.

En momentos de aflicción, cuando el desaliento y la tristeza parecen nublar nuestras esperanzas, incorporar a nuestra agenda diaria las necesidades de quienes nos rodean acarrea un efecto increíblemente positivo en nuestras vidas. No soñemos con realizar obras lejos de nuestro alcance. En la sencillez de la cotidianidad radican las grandes conquistas del alma. "No podemos hacer grandes cosas, sólo pequeñas cosas con gran amor", decía Teresa de Calcuta.

Siempre habrá alguien que sufra más que nosotros. Eh ahí, cuando, resistiendo el impulso de autocompasión, arribamos al escenario donde la necesidad ajena nos aguarda. Nuestras manos se transforman en instrumentos de luz. Nuestras palabras dejan de ser vehículos de nuestra propia queja, para emerger con virtuoso tono de buen samaritano. Acaso no seamos de mucha ayuda, pero nuestro hermano en sufrimiento mitigará en algo su dolor mediante nuestro gesto solidario, y en ese espacio se restablecerá un poco también nuestro bienestar.

Generosidad, caridad, cortesía, preocupación por las pequeñas inquietudes de los demás; incluso, paciencia para soportar las cosas que nos desagradan, nos harán elevarnos de nuestras propias flaquezas, transformándonos en mejores seres humanos. ¡Cuán admirable es alguien que colmado de cargas ayuda a llevar la carga ajena! ¡Nada es más impresionante que contemplar compasión y misericordia en aquellos que son vituperados e incomprendidos!

Un alma saludable es mejor que cualquier medicina para el cuerpo. Así, el mejor remedio para escalar la montaña del sufrimiento es socorrer al prójimo. Siendo de ayuda a otros, veremos nuestro propio dolor desvanecerse como una pesadilla tras la salida del sol.

Los dos tiempos

Le Temps, Charles Van der Stappen - Jardin botanique national de Belgique, Meise
Por Leonardo Venta

No hay nada más preciado que el tiempo, suele decirse. Los seres humanos nos preocupamos – nos obsesionamos – por su inevitable e incierto compás. “Todas las horas hieren, la última mata”, afirma un proverbio latino.

También escuchamos expresiones como “tu hora ha pasado (llegado)”, “estás a tiempo”, “es ya tarde”, o “dale tiempo al tiempo”. Meditando sobre este tema, Marcel Proust, el famoso escritor francés, escribió su célebre novela En busca del tiempo perdido, en la que los sentidos se lanzan al rescate del pasado.

El tiempo que medimos nunca se detiene, sin bien existe otro subjetivo que parece no someterse al mismo rigor. Lo apreciamos, por ejemplo, en esos instantes trascendentales en que todo parece quedar suspendido de un inenarrable hilillo mágico.

El tiempo añade o resta significación a la existencia, según sea la experiencia vivida. Es el ladrón que devora el presente. De la misma forma, puede ser el sujeto, o la heroína encantada, que intentamos redimir.

Somos esclavos del tiempo. Consultamos relojes, cumplimos horarios, concertamos citas y hacemos planes sobre calendarios que encandilan un aleatorio futuro. Se escribe la historia rememorando el ayer. Se vive el presente afanado en administrar el tiempo, aprovecharlo, emplearlo satisfactoriamente. No obstante, esta magnitud física con que computamos la secuencia de nuestras experiencias siempre parece llevarnos la delantera.

Casi todos coinciden en la necesidad de programar el tiempo, estableciendo procedimientos que armonicen con metas propicias. Sin embargo, dicha planificación conspira en cierto sentido contra la dicha que radica en la espontaneidad de las cosas. Es saludable establecer planes, siempre que estos no nos sustraigan de las rutinas básicas de la ventura.

Debemos programar nuestro espacio, pero al mismo tiempo experimentar con regocijo las cualidades de nuestra naturaleza humana. Conozco de personas que son incapaces de perder su “preciado” tiempo con aquellos que no están comprendidos dentro del perímetro de sus prioridades e intereses.

¿En qué radica el éxito, la realización plena del individuo? ¿En alcanzar metas, frutos del tiempo bien planificado y puesto en efecto? Debemos confesar que el tiempo que suele llamarse perdido, es decir, el no utilizado en conseguir fines "fructíferos", muchas veces es el que más se asemeja a esa entidad abstracta llamada felicidad. Debe existir un balance entre la ociosidad y el trabajo.

El libro bíblico “Eclesiastés” habla de la existencia de un tiempo para todo. “Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado (…)”. También se refiere a lo amargo de lo obtenido con aflicción de espíritu, es decir, con sobrado esfuerzo, comparado con lo que se adquiere con contentamiento: “Más vale un puño lleno con descanso, que ambos puños llenos con trabajo y aflicción de espíritu”.

El tiempo debe emplearse en lo que realmente es importante para nosotros. Sin embargo, debemos centrarnos en principios que vayan más allá de nuestro egoísmo, así como disfrutar la vida en la esencia de su grandiosa simplicidad. Es justo admitir que el tiempo es irreversible, pero a su vez es nuestro en el periodo que lo transitamos.

El filósofo francés Henri Bergson, Premio Nobel de Literatura 1927, propone la existencia de dos tiempos; uno, uniforme, objetivo y perpetuo, que padecemos en nuestros relojes y calendarios; otro, el único verdadero, aquel que existe en lo íntimo de nuestro ser.

Eh ahí que el tiempo en su denotación subjetiva no tenga edad; envejecemos en la medida que nuestro espíritu envejece. Este tiempo, al que se refiere Bergson, es determinado por nuestra libertad de sentir. O sea, somos lo que sentimos. No dejemos, pues, que el paso de los años aniquile nuestra facultad de amar, soñar y, sobre todo, vivir.

lunes, 9 de agosto de 2010

El amor

"L'Amour et Psyché" de François-Édouard Picot (1817)
Por Leonardo Venta

El más enamorado mes del año se nos adentra, para prodigarnos su decimocuarta jornada, en la que celebraremos ese inexplicable instinto de traspasar nuestro propio celaje para fundirnos en otro firmamento.

 

Oxígeno del alma, el amor, junto a la muerte, es una de las grandes inquietudes que agitan al ente racional. A pesar de constituir un sentimiento universal, resulta difícil precisarlo. Su naturaleza subjetiva así lo determina.

 

El diccionario, entre sus variadas acepciones, lo define como “el sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.

 

Según Platón, el amor es regido por dos principios: “el deseo intuitivo del placer” y “el deleite reflexivo del bien”. Aristóteles, por su parte, lo determina acompañado de placer y dolor. Implica felicidad para unos y desventura para otros, o una mixtura de ambos estados de espíritu.

 

Existen diferentes tipos de este sentimiento de afecto: ¿Amor desquiciado? La historia recoge cómo la Reina Juana I de Castilla (la Loca) enloqueció de amor y celos hacia su marido Felipe I el Hermoso.  A su muerte, Juana  no se separó del cadáver de su esposo ni un solo instante durante el viaje hacia Granada, donde lo enterraron. Por las noches, ordenaba a sus siervos que abriesen el ataúd, para cerciorarse de que estaba realmente muerto.

 

Hay numerosas demostraciones de amor prohibido. La historia de Paolo y Francesca        

–personajes de la Italia del siglo XIII, inmortalizados en la Divina Comedia de Dante Alighieri– es un conmovedor ejemplo del mismo. Dante  los ubica en el segundo círculo del Infierno, donde se castiga a aquellos cuya razón sucumbe ante la pasión, perennemente impelidos por un torbellino de un lugar a otro.

 

“…por deleite, leíamos un día: / soledad sin sospechas la nuestra era. // Palidecimos, y nos suspendía / nuestra lectura, a veces, la mirada; / y un pasaje, por fin nos vencería. // Al leer que la risa deseada / besada fue por el fogoso amante, / éste, de quien jamás seré apartada, // la boca me besó todo anhelante. / Galeoto fue el libro y quien lo hiciera: / no leímos ya más desde ese instante”, describe el texto aligheriano.

 

Garcilaso de la Vega, a pesar de sufrir el rechazo de Isabel de Freyre, perpetúa su pasión hacia ella en varios de los más bellos poemas escritos en lengua castellana. “Yo no nací sino para quereros; / mi alma os ha cortado a su medida; / por hábito del alma misma os quiero.// Cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací, por vos tengo la vida, / por vos he de morir y por vos muero”, leemos en su “Soneto V”.

 

En uno de sus sonetos, Luis de Góngora arremete contra los celos, en su acepción de sospecha de que la persona amada haya mutado su afecto: “¡Oh celo, del favor verdugo eterno!, / vuélvete al lugar triste donde estabas, o al reino (si allá cabes) del espanto; / mas no cabrás allá, que pues ha tanto / que comes de ti mesmo y no te acabas, / mayor debes de ser que el mismo infierno”.

 

Nicolás Guillén lamenta el desamor en un soneto dedicado al poeta François Villon: “Cerca de ti, ¿por qué tan lejos verte? / ¿Por qué noche decir, si es mediodía? / Si arde mi piel, ¿por qué la tuya es fría? / si digo vida yo, ¿por qué tú muerte? ”.

 

El amor puede transmutarse en odio, cuando la desconfianza escala matices oscuros hasta alcanzar su cénit en forma de homicidio. El Otelo shakespereano asesina a la Desdémona que cree infiel para luego suicidarse: “¡Te besé antes de matarte!... ¡No me queda más que este recurso: darme la muerte para morir con un beso!”.

 

Sin embargo, no todos los amores desatan tormentas. Hay devociones tan místicas que extasían de sólo avizorarlas, como la de San Juan de la Cruz por su Creador: “Quedéme y olbidéme / el rostro recliné sobre el amado [Dios]; /cessó todo, y dexéme /dexando mi cuydado / entre las açucenas olbidado”.

 

En el poema narrativo “La niña de Guatemala”, José Martí destila la exaltación desgarradora del amor idealizado: “Era su frente ¡la frente / que más he amado en mi vida!”. El poeta besa la frente – “como del bronce candente” –, la mano y los zapatos de su amada muerta: “Allí, en la bóveda helada, / la pusieron en dos bancos, / besé su mano afilada, / besé sus zapatos blancos”.

 

En “El poeta a su amada”, Cesar Vallejo también deposita amoroso ósculo sobre fúnebre pureza amorosa, “…y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos. // Y ya no habrá reproches en tus labios benditos; / ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura / los dos nos dormiremos, como dos hermanitos”.

 

Ernesto Cardenal, como ningún otro poeta, arrulla el hambre de amor de Marilyn Monroe, grácil, ingenua y excitante, con aquella sonrisa que encubría oceánicas lágrimas: “Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes. / Para la tristeza de no ser santos / se le recomendó el Psicoanálisis”.

 

Pocos le han cantado al amor sin alas como Luis Cernuda: “… si el hombre pudiese levantar su amor por el cielo / como una nube en la luz”. El poeta, consternado, acepta el triunfo de la realidad sobre el deseo, y admite, en un derrumbamiento casi epopéyico, su fracaso afectivo: “Como la arena, tierra, / como la arena misma, / la caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira. / Tú sola quedas con el deseo, / con este deseo que aparenta ser mío y ni siquiera es mío, /… Tierra, tierra y deseo. / Una forma perdida”.

 

Federico García Lorca llevaba a cuestas los duendes sombríos de la tragedia, arrebujados en una manera diferente de amar, castigada, latente en sus más elaboradas imágenes poéticas. En “Tu infancia en Menton”, reprocha al amado por su distanciamiento y falta de compromiso amoroso: “Norma de amor te di, hombre de Apolo, / llanto con ruiseñor enajenado, / pero, pasto de ruina, te afilabas / para los breves sueños indecisos”.

 

En Sonetos del amor oscuro, una selección de la más alta poesía erótico-amorosa lorquiana, la “oscuridad” sugiere el inquietante destino del amor vedado. De dicha selección, “El Amor duerme en el pecho del poeta” se refiere a un ente masculino como receptor de su afecto: “Tú nunca entenderás lo que te quiero / porque duermes en mí y estás dormido / yo te oculto llorando, perseguido / por una voz de penetrante acero”.

 

"La Balada de la Cárcel de Reading", más allá de examinar las inquietudes que galopan o se tienden sobre la conciencia de Charles Thomas Wooldridge, un condenado a la pena capital por asesinar a su esposa, es el fundamento de que se vale Oscar Wilde para eximir su propio amor confinado: “Pero todos los hombres matan lo que aman, oigan, oigan todos / algunos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra lisonjera... algunos matan su amor cuando son jóvenes y otros cuando viejos / algunos lo estrangulan con las manos de la lujuria, otros con las manos del oro / algunos aman poco, otros demasiado, unos venden y otros compran / hay quienes obran con muchas lágrimas y quienes matan con un suspiro: porque todo hombre mata lo que ama... el cobarde lo hace con un beso, el valiente con una espada”.

 

Por su parte, ¡cuán sublime es el amor a la patria! Martí, Bolívar, Sucre, Madero, San Martín, O'Higgins sobrepusieron el amor patrio a otros afectos. En su drama en verso, Abdala, el Apóstol de los cubanos expresa: "El amor, madre, a la patria / no es el amor ridículo a la tierra / ni a la hierba que pisan nuestras plantas. / Es el odio invencible a quien la oprime, / es el rencor eterno a quien la ataca".

 

No se puede ambicionar abarcar el ingente tema del amor, sin referirnos al término ‘madre’, su más digno equivalente. El Santo de Asís, quien se quejaba frecuentemente de que "el amor no era amado", exhortaba a sus discípulos a amarse unos a otros con amor de madre; según él, el más parecido al divino.

 

El amor, al decir de San Pablo, “es paciente, es servicial; no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. ¡Acojámoslo, y prodiguémoslo, pues, con frecuentado regocijo!

sábado, 3 de julio de 2010

Preservando el castillo interior

Santa Teresa de Ávila (François Gérard

"Pues tornando a nuestro hermoso y deleitoso castillo, hemos de ver cómo podremos entrar en él. Parece que digo algún disparate; porque si este castillo es el ánima claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro. - Mas habéis de entender que va mucho de estar a estar; que hay muchas almas que se están en la ronda del castillo que es adonde están los que le guardan, y que no se les da nada de entrar dentro ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar ni quién está dentro ni aun qué piezas tiene. Ya habréis oído en algunos libros de oración aconsejar al alma que entre dentro de sí; pues esto mismo es".Las moradas del castilo interior, Santa Teresa de Jesús


Por Leonardo Venta

Tendemos a categorizar. Formulamos “la otredad”, y precisamos lo nuestro mediante fijas ecuaciones heredadas. En nuestro medio, es imposible mencionar el nombre de alguien sin agregársele, como si fuera un tercer apellido, su lugar de origen.

También se resaltan – o critican – los logros – o errores – de una persona como si fueran los de toda una nación. Es frecuente ponderar a un país por los “éxitos” de uno de sus ciudadanos, o increparle por sus infamias, ignorando que la virtud y la vileza no tienen nacionalidad fija. El resto es un nauseabundo y repetido mito. El nacionalismo y el regionalismo se han convertido en esa cola que nos recuerda constantemente nuestra condición animal.

Somos propensos a generalizar, a discriminar, a establecer y apuntalar estereotipos. Una señora, en falso pavoneo de halago, me dijo, en cierta ocasión, que “yo hablaba muy bien el castellano para ser cubano”. Todavía al recordar su observación frunzo el ceño.

Asistí también a un sermón religioso en que el predicador afirmaba que sus coterráneos eran los más emprendedores del mundo. Según él, la gente de su país sabía pedir mejor a Dios, porque tenía un estándar más elevado de expectativas.

Los fantasmas del prejuicio corroen nuestra sociedad. La media nos hostiga con sirvientas negras e indias, con imágenes de inmigrantes mal vestidos, con rubias y rubios triunfantes.

Los asiáticos han sido estereotipados como extremadamente ambiciosos, taimados y sectarios. Los afroamericanos, a su vez, son considerados gritones y haraganes. Los hispanos somos vistos como perezosos, promiscuos y, en el caso de los hombres, sumamente “machistas”. No mencionaré aquí los estereotipos más comunes atribuidos a cada grupo de inmigrantes hispanos en Estados Unidos para no ser portavoz de la ignominia.

Los prejuicios son las disposiciones y evaluaciones que se realizan, por lo general desfavorables, acerca de algo que no se conoce bien. La señora que afirmaba que “yo hablaba bien el castellano para ser cubano”, no ha tenido (ni tendrá) la posibilidad de escuchar a más de una docena de millones de mis compatriotas para poder emitir un acertado juicio.

De la misma forma, aquellos que llaman “balseros” a cualquier cubano, despectivamente, por sólo mencionar un ejemplo, con el ánimo de mermar el valor de la inmigración cubana en EE.UU. – además de subvalorar lo épico de tan grandiosa empresa, y los logros de muchos de ellos (como los de cualquier otro rebaño de inmigrantes en cualquier parte del mundo, integrado indistintamente por ovejas mansas y díscolas) – desconocen que anualmente llegan a Estados Unidos más cubanos por vía aérea que en embarcaciones (20 000 visas anuales son otorgadas sólo a cubanos, además de participar éstos también en el sorteo de las otras 50 000 que otorga todos los años el gobierno estadounidense).

El nacionalismo tiene además una faceta etnocéntrica, es decir, la tendencia emocional que hace de la cultura propia el criterio exclusivo para interpretar los comportamientos de otros grupos, razas o sociedades.

La persona etnocentrista piensa que el grupo al que pertenece es superior a cualquier otro, y que todo debe girar alrededor de éste. Al comentarle a una señora que la cena típica de Nochebuena en Cuba incluía frijoles negros, me respondió, con patente tono despectivo: “En mi país, los únicos que comen frijoles ese día son los pobres”.

De la misma manera que nos preocupamos por proteger el medio ambiente, debemos defender nuestras "moradas del castillo interior", a las que se refiere la irresistible prosa teresiana. No nacemos con estereotipos y prejuicios. Se nos inculcan. Así como los aprendemos y aprehendemos, podemos muy bien sacudírnoslos.

jueves, 24 de junio de 2010

Melancolía habanera


Por Leonardo Venta

“...porque la dicha, se decía a sí mismo, no está en ser amado... la dicha está en amar y, acaso, en conseguir algunos breves, engañosos contactos con el objeto de ese amor…”.
Tomas Mann , Tonio Kröger 


La Habana me arrulló en sus brazos maternos desde mi primer resuello bañado en llanto. Allí mis pupilas se estrenaron amistosas con la novedosa luz. Poco a poco me acostumbré a besar con mis sentidos sus amplios ventanales de vitrales coloridos, a brincar con mi imaginación sobre sus balcones y aleros de tejas, proyectando mi sombra en equilibrio sobre sus bulliciosas calles de adoquines. Muchas veces contemplé, desde los tiernos barrotes de sus claraboyas, el embrujo dilatado de sus rumberas estrellas.

Sí, mi memoria ha quedado fija allí, como la de un niño ante el cuento encantado de la primera vez. La Habana me reclama desde su acompasado firmamento de impacientes palmas. Me aguarda desde su malecón de pescadores insomnes, de enamorados que tantean la penumbra para compartir quimeras. Me acaricia, como un soplo de Céfiro, desde un banco ocioso del Paseo del Prado, donde diminutos romances adolescentes acostumbraban a sentarse a mi lado.

Me espera, asimismo, su catedral centenaria con el restaurante de techo de cielo al costado. Mi recuerdo se desliza ávido por aquella mesa de mantel blanco almidonado –junto a la fuente en el centro del jardín–, con su pálido bocadillo de queso, su alargado vaso de té frío y un grueso volumen de Roman Rolland que me prestara un amigo.

Aún resuena en mis oídos el rumor de aquel cadencioso flujo de agua, bordado de hojas verdes y fragantes pétalos recién caídos, que contemplaba extasiado deslizarse en la incesante placidez de su curso sobre la delgada superficie cristalina del surtidor. Todavía me hace suspirar, junto a la fuente, la imagen de aquella mulata que tocaba el piano cada noche, la gran copa de cristal sobre el bruñido instrumento sonoro, mi frecuentado gesto al depositar un billete en la copa, mientras susurraba a sus oídos la petición acostumbrada: “En tres por cuatro” de Ernesto Lecuona. Esa es La Habana que recuerdo… cuyos parajes, desde este limbo senescente, aspiro perpetuar.

Luego vino el salto, el intento de conquistar otro infinito. Cayo Hueso extendió sus brazos espléndidos para ayudarme a bajar de aquella embarcación salobre. Sólo horas duró mi abrazo azul con esa ciudad de islotes amigos. Poco después, mi mirada se deslizaba inquieta sobre una extensa vía con mar a los dos lados. Miami –ciudad en que la esperanza se atavía con sombrero de yarey y guayabera blanca– fue mi nueva y breve parada.

Volé inmediatamente a Los Ángeles, donde –durante una estancia que se prolongó poco más de un año– perfiles oscuros y níveos deslumbraron mis emociones estrenadas. La aurora de Nueva York, por su parte, fue testigo también de mis intentos infructíferos de fijar una morada.

Hoy, desde este presente –que navego con la nostalgia de numerosos proscriptos años– su recuerdo se me dilata con el mismo gélido pavor que me produjera la experiencia de Tonio Kröger, el personaje que da nombre a mi novela favorita de Thomas Mann, quien, después de una larga ausencia, vuelve a la ciudad de su infancia. Me pregunto, entonces, ¿es real La Habana que evoco o hay otra por descubrir? ¿Llegaré a acariciarla o me desvaneceré en el intento?