La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

miércoles, 8 de septiembre de 2010

A mi Madre que duerme, desde la huérfana lobreguez de mi alma


Por Leonardo Venta

Hijo, me voy a imaginar que te has ido para una beca y que te veré cada dos años, fueron las palabras que desestimé aquel incierto mayo de 1980. Pero no iba para una beca, sino me dirigía hacia una escuela de exilio –sin sospecharlo, sin entenderlo– con el impredecible aliento de las despedidas.

No volví cada dos años como a ella le urgía. Quedamos atrapados en el vago laberinto de la impotencia. Lisiado de afectos, aprendí a poner en práctica el inglés que me enseñara el maestro de aquella escuelita secundaria habanera; mientras ella, la solícita matriarca proveedora de todas mis justificadas alegrías, añoraba cobijarme en su proscrito regazo de ternura almacenada.

En el arcano archivo que con recelo repasa la memoria, el año 1990 ha quedado precisado por la llamada Guerra del Golfo Pérsico. Sin embargo, mi alma egoísta –exímanme los caídos en todos los conflictos bélicos–, lo recuerda como un espacio de tiempo de consumada ternura. Después de diez años de desencuentro, con amoroso ingenio y escaso dinero, logré traerla de visita a Estados Unidos.

Llegó en octubre, con el cabello luengo, honrando su promesa de no dejárselo cortar hasta volverme a ver. Vestía un juego de saya y chaqueta blanco, al estilo ejecutivo, casi gravoso a su naturaleza llana. Acaso… ¿llegó en noviembre?, no sé, no recuerdo exactamente el mes, sólo el año se adhiere a mi memoria, mil novecientos noventa, por lo de la guerra y las restricciones en los aeropuertos.

Sí, estoy casi seguro que fue en octubre, con ese viento arremolinado de presagios festivos que advertían aquella inefable expresión de madre al abrir el regalo de Navidad (dispuesto por el hijo hasta ayer ausente) que contenía el extraviado anillo de bodas por reemplazar; o, quién sabe, la tierna cucharita, en complacido gesto, dragando los márgenes del pastel de calabaza en estrenado Día de Acción de Gracias, que aún horada su ausencia.

Sí, me la traje de visita. En mi fortaleza de West Tampa, ella derramaba cubos repletos de bulliciosa agua desde lo alto de nuestro balcón de júbilo, el que baldeaba con su alegría de límpidas nubes y rutilantes gestos, adorable solemnidad en mis laborales horas de ausencia, desfile de calzoncillos tendidos con sus amorosas manos –en contra de mi voluntad abstraída– al compás de canciones de Rocío Jurado.

No, no intenté retener su destino luminoso de palmas y sonrisas de nietos. Sancioné mi egoísmo para obligarme a estar solo, con su imagen suspendida –casi cinematográficamente– en el estrecho y extenso corredor del aeropuerto de Miami, abordando aquel vuelo invernal con destino a La Habana, a escasas horas del estrenado 1991.

No pude caminar a su lado más allá del puesto de inspección de maletas. No se le estaba permitido a los acompañantes. La contemplé, desplomado, sostener con dificultad una enorme muñeca, para su nieta Jane; varios discos de acetato de Hugo del Carril, para su esposo Landy (mi amado padre); un enorme camioncito rojo, para su nieto Orlandito; además de sostener una bolsa atestada de paliativos remedios y una ingente abultada mochila.

Se le cayó la enorme muñeca en medio del pasillo. Se inclinó con dificultad para recogerla, sumamente nerviosa, mientras perdía el control de los otros objetos que apenas lograba sostener. Yo, sin poder ayudarla, anegado en mi propio océano de lágrimas, la contemplaba desde la más abrumadora de las impotencias.

Caridad Gómez Durán, mi madre (ya transformada en una dulce y frágil viejecita de ochenta años), a quien disfruté por última vez un día de diciembre de despedidas y terminales aéreas, hace casi dos décadas, falleció este 16 de febrero de 2009 en un hospital de La Habana, sin mí, mientras su hija Tania quedamente le sostenía la mano.

“Sería que mis ojos se quedaron sin luz en la quejumbrosa hora de mi partida”, escribí alguna vez al intentar definir la indeleble tristeza que me ocasionaba nuestra separación. Hoy, desde la huérfana lobreguez de mi alma, arrullo tiernamente su memoria.

4 comentarios:

  1. Me encanto, poeta. Hay mucho fervor y admiracion en tu narrativa por tu madre. Me llego al alma. Tienes la inspiracion y el conocimiento de la palabra de todo un poeta. cultivalos! eres muy grande. Gracias por tu escritura.
    juan calvo

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  2. Todo elogio es insuficiente para una madre. Gracias a ti, Juanito, por leerme. Tu opinión la acuno con amistosa reverencia.

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  3. Simplemente hermoso, sencillo y significante.

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  4. A usted, Herney, mi mas humilde gratitud por opinar en un tema tan hondamente amado por mi.

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