La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí
Es posible que el episodio de Maese Pedro responda
a una imitación por Cervantes de su plagiario Avellaneda, a pesar de que la
obra ilegítima la menciona por primera vez después.
Por Leonardo Venta
La confusión
dramática de lo que se cree ver en el escenario y lo que realmente ocurre en el
mismo, es fielmente representada en el episodio de Maese Pedro, cuando Don
Quijote y Sancho Panza presencian una
comedia de títeres en la obra más universal de la literatura española.
A su vez, esta aventura es un buen
ejemplo de metalepsis (tropo, especie de metonimia, que consiste en tomar el
antecedente por el consiguiente, o al contrario), que consiste en la intrusión
unilateral de un personaje de la obra, en este caso don Quijote, dentro de otra
obra, elemento dramático sumamente revolucionario para su época.
La crítica parece coincidir en que
la Aventura del Retablo de Maese Pedro es uno de los pasajes escritos por
Cervantes después de enterarse de la existencia del Quijote de Avellaneda de
1614. En la versión apócrifa, don Quijote interrumpe violentamente el ensayo de
una comedia de Lope de Vega titulada El testimonio vengado, tal como lo hace
don Quijote en la representación de títeres de Maese Pedro en la obra de
Cervantes.
El ingenioso hidalgo se absorbe en
lo que ocurre en el retablo y su preocupación por la verdad es tal que
interrumpe al narrador pidiéndole se mantenga fiel a los hechos: “Niño, niño –dijo
con voz alta a esta sazón don Quijote–, seguid vuestra línea recta y no os
metáis en las curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio
menester son muchas pruebas y repruebas”.
Maese Pedro también amonesta a su
criado: “Llaneza, muchacho: no te encumbres; que toda afectación es mala”.
Luego, don Quijote corrige detalles, “entre moros no se usan campanas sino
atabales”, y al impacientarse el titiritero le replica: “No mire vuesa merced
en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo, que
no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias
llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren
felicísisamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con
admiración y todo. Prosigue, muchacho, y deja decir; que como yo llene mi
talego [saco que sirve para guardar dinero], siquiera representase más
impropiedades que tiene átomos el sol”, a lo que responde don Quijote afirmativamente.
Pero tal espíritu de mesura y razonamiento dura poco; momentos después la
acción teatral súbitamente le conmueve a tal punto que siente la necesidad de
intervenir y arremete contra los moros que persiguen a Don Gaiferos, el
protagonista de la verdadera historia, y su mujer.
Si bien la historia de Don
Gaiferos nos llega sólo a través de las palabras del narrador, podemos imaginar
la escena, es decir, lo que don Quijote percibe. La introducción recitada por
el criado de Maese Pedro no deja lugar a duda de que se trata de una
representación: “Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se
representa es sacada al pie de la letra de las corónicas francesas y de los
romances españoles que andan en boca de las gentes y los muchachos por esas
calles”.
Don Quijote parece advertir que las
aventuras de Don Gaiferos son una interpretación, pues objeta el carácter
escénico de la representación en diferentes oportunidades. Parece aceptar la
explicación del titiritero acerca de las libertades que se suelen tomar en el
teatro. Dicho de otro modo, reconoce el teatro como un juego, y por eso nos
sorprende cuando súbitamente da rienda suelta a su desatinada cólera, tomando
como realidad lo que ocurre en el tablado.
A través de la representación teatral
en el Maese Pedro, con todo el artificio y la ficción que implica –no olvidemos
que los que actúan no son ni siquiera actores, sino títeres– Cervantes enfatiza
la realidad en la novela. El juego teatro-realidad y la confusión y angustia
que genera en don Quijote este episodio, iluminan de algún modo la realidad
interior del gran protagonista de la obra cumbre cervantina.
Don Quijote interrumpe al narrador
para amonestarle sobre la falta de verosimilitud de lo representado sobre el
escenario, agregándole una confusión a la ya latente disyuntiva en el personaje
del ingenioso hidalgo, cuya problemática esencial es precisamente determinar
qué es realidad y qué no lo es, lo que constituye un valioso aporte teatral a
las estrategias narrativas de la novela para enarbolar la tesis central de la
misma: realidad versus fantasía.Como
representación escénica de la existencia humana, el episodio enfatiza en los
principios de simulación de la sociedad, de la misma manera que los actores lo representan
en una obra de teatro.
Como colofón a lo ya expuesto, en el episodio
de las Cortes de la Muerte, en el capítulo XII, del Segundo libro, don Quijote
reflexiona sobre la comedia como espléndida acción de espejo, en “donde se ven
al vivo las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al
vivo nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los
comediantes”.
"Retrato de Benito Pérez Galdós", carboncillo
sobre papel del artista Ramón Casas, Museo Nacional de Arte de Cataluña (1903)
Por Leonardo Venta
En 1876, a los 33 años de edad, Benito
Pérez Galdós escribe Doña Perfecta. La retrógrada aldea de Orbajosa, de sólo 7
mil habitantes, "pueblo enano y por eso soberbio", es donde se
desarrolla la trama de esta novela en que la protagonista, una viuda hondamente
religiosa, acuerda con su hermano, residente en Madrid, casar a su hija Rosario
con su sobrino Pepe, al que invita a su casa.
"¡Cómo abundan los nombres
poéticos en estos sitios feos!", apunta Pepe Rey para referirse a
Valleameno, Villarica, Valdeflores, parajes de
Orbajosa, lugar donde nunca ocurre nada y la devastación, la pobreza y
el desamparo pululan.
Doña Perfecta, pilar ideológico de
la obra, representa a una España oscurantista; en tanto, el ingeniero Pepe Rey
es prototipo del progreso, el espíritu ilustrado y tolerante. De esta manera, la
pieza narrativa denuncia la maldad que subyace en la intransigencia religiosa,
así como aborda la pugna entre progreso y tradición.
No hay una significativa complejidad
en los personajes. Estamos ante una novela de tesis, en que la intención del
autor excede la acción de la obra; por ende, la minuciosidad psicológica pudiera
antojársenos exigua, aunque discrepo sobre dicha insuficiencia. Los caracteres
son mayormente rígidos, con excepción de Pepe Rey, María Remedios, sobrina del
canónigo, y Rosario, la hija de doña Perfecta. Por su parte, el personaje epónimo
no supera su propia neurosis, intolerancia religiosa, autoritarismo moral e
hipocresía.
Pérez Galdós se apoya en el
Positivismo comtiano, que advierte en la actividad científica práctica la única
vía para establecer y consolidar el poder del hombre sobre la naturaleza, estableciendo
un contraste entre la España progresista y la conservadora, la urbana y la
rural. Tanto en Doña Perfecta como en Marianela, nuestro maestro de la
novelística manifiesta su identificación con el Positivismo a través de los
personajes de Pepe Rey, ingeniero, y Teodoro Golfín, galeno.
De estilo fluido, opuesto a los
afeites románticos, esta gema realista emplea la ironía, no sólo mediante hermosos
calificativos para designar desapacibles lugares, como el "Cerrillo de los
Lirios" –donde sólo hay piedras y hierba descolorida–, el aspecto antitético
de los nombres que distinguen a doña Perfecta, don Inocencio y Licurgo, los
cuales lejos de indicar perfección, inocencia e inteligencia sugieren imperfección,
malicia y torpeza, así como también mediante un duelo de fuerzas discordantes y
misteriosas en el devenir de los protagonistas.
Los contrastes entre la oscuridad y
la luz, el amor y la muerte, el bien y el mal, develan al lector sagaz el odio que
puede esconderse tras una máscara de perfección y piedad. Aunque la obra es anticlerical
no es antirreligiosa, ya que no cuestiona los dogmas de la Iglesia sino su omnímodo
perjuicio en los sectores políticos y sociales de la sociedad española de esa
época. “El clero tiene todavía grandísimo poder”, afirmó el escritor canario en
1885.
Doña Perfecta en lugar de amar odia,
la imagen pública que proyecta desaviene con su verdadera forma de ser; su hija
Rosario, una dulce y débil criatura, pasa de un extremo a otro: de la luminosidad a las
tinieblas. La apacible relación con su autoritaria progenitora se entenebrece
paulatinamente. El obstáculo –la madre– para acercarse a la persona amada –Pepe
Rey– se yergue en objeto de su odio. Incluso, los cándidos orbajosenses ocultan una naturaleza codiciosa, violenta
y aborrecedora. El enjuto don Cayetano, erudito y bibliófilo de la región, se
refiere a sus coterráneos de la siguiente manera: "En todas las épocas de
nuestra historia, los orbajosenses se han distinguido por su hidalguía, por su
nobleza, por su valor, por su entendimiento (...) Pues sí, teólogos eminentes,
bravos guerreros, conquistadores, santos, obispos, poetas, políticos, toda
suerte de hombres esclarecidos florecieron en esta humilde tierra del ajo". Si
bien, sobre la experiencia de Pepe Rey, en el Casino, con los "varones
insignes", el hablante narrativo expresa: "Lo que principalmente
distinguía a los orbajosenses del Casino era un sentimiento de viva hostilidad
hacia todo lo que de fuera viniese. Y siempre que algún forastero de viso se
presentaba en las augustas salas, creíanle venido a poner en duda la
superioridad de la patria del ajo". La disposición del poder en Orbajosa
teme que el capitalino sobrino de doña Perfecta pueda desplazar a sus líderes
locales, si éste llegara a posesionarse de un lugar promisorio entre ellos.
La ancestral operación de propinar
golpes bajos con una fingida sonrisa, un gesto de aprobación, un estrechón de
manos, una cálida frase –tan presente en Doña Perfecta– sigue ejercitándose en
nuestros días, como si fuera parte de un estímulo incondicionado de nuestras más
intestinas propiedades trascendentales.
Hay quienes proyectan hostilidad
hacia aquellos o aquellas –para no contrariar a las feministas– que no comparten
sus arbitrios. Un observador genial, como es Benito Pérez Galdós, realista
en su esencia, refleja la pugna social entre valores e intereses discordantes y
sus consecuencias; he ahí –apoyado por todo un simbolismo de tácita duplicidad– donde
radica la vigente universalidad de esta obra.
Además de la reconocida poesía hernandiana, esta nueva publicación contiene,
entre otros componentes, su menos conocida dramaturgia
Por Leonardo Venta
Difícil es encontrar un escritor que, a
pesar de los 75 años transcurridos desde su desaparición física, se mantenga vigente
en el gusto de los amantes de la virtud y la sensibilidad en la buena literatura. Una
prueba fehaciente de ello es el considerable número de actividades que, en
reconocimiento al 107 aniversario del natalicio de Miguel Hernández (30 de
octubre de 1910), se celebran en toda la geografía española y en diversos rincones
del mundo.
Como muestra de estos homenajes, el pasado 31 de octubre, en la sede del Instituto Cervantes en Madrid, se presentó el libro
editado por el investigador y catedrático Jesucristo Riquelme, que lleva como
título La obra completa de Miguel Hernández, un volumen de 1899 páginas, algunas
de ellas ilustradas, con 30 textos inéditos y 3 mil modificaciones a la obra
completa anterior, de Espasa Calpe, compilada en 1992 por Carmen Alemany,
Agustín Sánchez Vidal y José Carlos Rovira.
Esta nueva publicación, bajo el sello
de la editorial Edaf, incluye un estudio preliminar de la vida y obra del poeta
de Orihuela, así como una revisión crítica, con notas y comentarios de los
géneros que recoge, desde su poemario hasta dos cuentos infantiles inéditos,
biografías de toreros (de sus años como redactor de El Cossío), teatro, prosa y crónicas periodísticas.
El autor de El rayo que no cesa, para
la crítica su obra más lograda, falleció, con tan sólo 31 años de edad, hace más
de siete décadas, en una prisión de Alicante, entre hemorragias y dolores
ocasionados por una infección de tifus complicada con tuberculosis pulmonar
aguda.
En una época en que sobresalía el
filosofismo de la Generación del 27 y la renovación culta de Garcilaso de la
Vega y Luis de Góngora, el juglar pastor atavió la lírica castellana con
el sencillo y admirable atuendo de un campesino que además de apacentar ovejas sabía
articular admirablemente los más íntimos clamores del alma.
Su obra, abierta, original y
conmovedora, está escrita en versos pulcros y musicales. Su gran valor ante el
sufrimiento marca una pauta en la expresión más genuina de la postguerra. Su
primer libro, Perito en lunas,
refleja el trabajo autodidacta del aldeano enamorado de los versos de
Góngora. En 1936, cuando se aleja de los moldes expresivos gongorinos para asentarse en una cosmovisión libre de la estética burguesa,
sentimos al poeta que ya ha encontrado su tono inconfundible.
El comienzo de la Guerra Civil
española adentra a Miguel Hernández en un piélago de calamidades, en el que se
contempla a sí mismo “sentado sobre los muertos, ruiseñor de las desdichas, eco
de la mala suerte”.
Dentro de lo que el poeta llamó
“poesía de guerra”, están incluidos sus poemarios Viento del pueblo (1937) y El
hombre asecha (1939), libros que ya muestran al escritor comprometido. En
1937, ya involucrado en la Guerra Civil como voluntario en el 5.º Regimiento
del movimiento de izquierda antifascista, Hernández logra escapar fugazmente a
Orihuela para casarse con la andaluza Josefina Manresa con la que mantenía
relaciones desde 1934.
De esta unión nacieron dos hijos,
Manuel Ramón, en marzo de 1937, que muere a los pocos meses de nacer y a quien
están dedicados los siguientes versos: “Hijo del alba eres, hijo del mediodía.
/ Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas, / mientras tu madre y yo vamos
a la agonía, / dormidos y despiertos con el amor a cuestas”. A su segundo hijo,
Manuel Miguel, nacido en enero de 1939, le escribe “Nana de las cebollas”, la tristeza
más enternecedora jamás modulada en una canción de cuna.
En “Nana de las cebollas” hallamos
un retorno a los procedimientos de la poesía popular de tipo tradicional, en
forma de seguidilla. La historia detrás de este poema es simplemente emotiva. Con
la victoria del bando nacional, Hernández es condenado a muerte, pena que fue reducida
posteriormente a 30 años de prisión. Preso, recibe una carta de su esposa en la
que le comunica que por muchos días no hay otra cosa que comer que cebolla. El
poeta le responde en misiva fechada el 12 de septiembre de 1939: “Estos días me
los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la
cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado de mamar y
sacar zumo de cebolla en vez de leche”.
Con la licencia de mis estimados
lectores, reproduzco algunos versos de esta sublime composición: “En la cuna
del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba (…) Una
mujer morena / resuelta en lunas / se derrama hilo a hilo / sobre la cuna. /
Ríete niño / que te traigo la luna / cuando es preciso. // Tu risa me hace
libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca. / Boca que
vuela, / corazón que en tus labios / relampaguea”. Es tu risa la espada / más
victoriosa, / vencedor de las flores / y las alondras. / Rival del sol. / Porvenir
de mis huesos / y de mi amor (...)”.
"El tragaluz", de Buero Vallejo, un duro dilema
de la libertad de
expresión bajo la dictadura de Franco
Por Leonardo Venta
"Escribir teatro histórico
es reinventar la historia sin destruirla".
Antonio Buero Vallejo
Antonio
Buero Vallejo (1916-2000) fue un dramaturgo de ingeniosa valentía en un tiempo difícil. Iluminó
oscuridades con la penetrante intrepidez de la verdad y el ingenio artístico. “Escribo
de las pobres y grandes cosas del hombre; hombre yo también de un tiempo
oscuro, sujeto a las más graves pero esperanzadas interrogaciones”, afirmaba.
"El tragaluz" –una de las mejores
creaciones entre sus casi treinta obras teatrales– aborda la funesta experiencia
de una familia española en la etapa de la postguerra y que se extiende hasta
alrededor de tres decenios más tarde. Si bien, este infortunio familiar,
arquetipo de toda una sociedad, modula una crítica subrepticia al régimen de
Francisco Franco, así como devela, entre otros elementos, la distorsión de la
historia, el pasado colectivo, en el ámbito de uno de los más nefastos episodios
de la historia española.
La pieza teatral,
cuyo estreno se realizó en 1967, es presentada como un experimento conducido
por dos narradores en un tiempo futuro, Él y Ella, los cuales valoran y
seleccionan los eventos y pensamientos del pasado. Al levantarse el telón, ya
existe una trama preexistente, que será manifiesta a través del diálogo.
Un matrimonio y sus
tres niños –Vicente, Mario y Elvirita– esperan el tren a Madrid. El transporte,
difícil de abordar, llega repleto de soldados. El padre le entrega a Vicente –el
mayor de los chicos– un saco con las únicas provisiones de la familia para que
se adelantase a subir al ferrocarril. La bolsa contenía la leche de Elvirita, único
alimento de la pequeña de 2 años, viva imagen de los cientos de miles de españoles que
fueron víctimas en esa época de la impresionante privación de bienes básicos de
consumo.
Vicente consigue abordar
uno de los vagones, pero al resto de la familia se le imposibilita la operación debido al
apretujamiento y poca capacidad en el vehículo. El padre, al percatarse de esto,
le ordena apearse, pero Vicente no le obedece y sigue su curso solo. Unos días
después, la niña muere de hambre y el padre enloquece.
Al transcurrir los
años, el matrimonio, ya mayor, y su hijo Mario viven en un semisótano donde hay
un tragaluz, símbolo de una visión parcial de la realidad, intersticio de
comunicación y separación entre el sombrío recinto donde habitan (el mundo
interior de los personajes) y la realidad exterior. La familia no admite la
verdad sobre el suceso que le ocasionara la muerte a Elvirita. Se inventa otra
versión, la cual sugiere que Vicente no pudo bajarse del tren porque los
soldados se lo impidieron.
Mario se convierte
en un escritor sin éxito que evade el ambiente materialista y corrompido que le
rodea. Para él, el mundo está integrado por devoradores y devorados,
acercamiento análogo al pesimismo contemplativo de Schopenhauer, el cual le
inmoviliza. En contraste, su hermano, dueño de una exitosa editorial, exterioriza
un espíritu práctico. No le importan los medios para obtener sus propósitos. Vicente,
a lo largo de su vida, ha elegido el tren; Mario, el tragaluz.
El Padre, especie de dios temible, mata con unas tijeras
a su propio hijo
Al final de la obra,
el hermano mayor, agobiado por la conciencia que nunca dejó de atormentarlo, confiesa
el haber asesinado a Elvirita mediante la acción deliberada de no bajarse del
tren. Desde su racional demencia, el Padre, especie de dios temible, mata con unas tijeras a su propio hijo,
símbolo del mal que hay que eliminar para consumar la justicia poética. Si bien, dentro de la complejidad temática de la obra, Vicente
es, al igual que el resto de los personajes, víctima de un sistema opresor. Él
procura el perdón paterno, y, a través de la confesión y su propia
muerte, exonera su hybris (transgresión). La verdad, aunque trágica, lo libera mediante
el consiguiente castigo catártico.
Para Buero Vallejo,
la tragedia –que desde la Grecia clásica ha tratado de mostrar los sufrimientos
como consecuencia de los errores– bien pudiera ofrecer una salida. Los
conflictos entre la libertad y la necesidad, el ser humano y la naturaleza, la
razón y los instintos pueden tener solución. La evolución de los personajes buerianos
ilustra la lucha por hallar un significado a la existencia. Para él, la trama
no puede ser considerada pesimista sólo por el hecho de mostrar sufrimiento y
angustia.
El recipiente del Premio
Cervantes 1986 –que aprovechó admirablemente todo resquicio que le confiriera
la censura franquista– desenmascara y acorrala con "El tragaluz" la
injusticia y la mentira. Ingresa en el aposento donde se resguardan y, con la prodigiosa
daga de Melpómene, las apuñala, de la misma manera que el Padre, en su papel de
divinidad justiciera, acuchilla a su hijo, para, con el sacrificio de su muerte, devolver
–afianzado en la verdad– el orden a la subyacente "tragedia esperanzada",
oxímoron con que el propio Buero Vallejo definiera la eterna lucha entre lo trágico
ineludible y el inmarcesible regalo de la esperanza.
Supuesto retrato de Cervantes, atribuido a Juan de Jáuregui
Por Leonardo Venta
Aunque usualmente
la leemos en un solo voluminoso tomo, la obra cumbre del dramaturgo, poeta y
novelista español Miguel de Cervantes Saavedra estaba originalmente dividida en
dos partes, distanciadas diez años: El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha (1605) y El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615).
Si se comparan, tienen escenas que
parecen repetirse: la del rebuzno, la de los toros, la de los cerdos, y pudiera
decirse que la de las Cortes de la Muerte. Pero nada hay en el Primer libro comparable
con las Bodas de Camacho del Segundo; asimismo, el fascinante episodio en el
mismísimo umbral de un alcázar sobre el lecho apacible de ignoto lago, en que
ni se come ni se duerme, puede equipararse con el de la cueva de Montesinos, que
se dice es el infierno del Quijote, catarsis del protagonista y del propio
lector.
Cervantes –que, para evitar la
monotonía, intercala otras novelas en el Primer libro, mientras mantiene la
proyección lineal de la trama principal– desecha este procedimiento en el
Segundo, al ubicar diversas localizaciones simultáneas dentro de la acción. Por
ejemplo, Sancho está en Barataria y don Quijote en la casa de los Duques, a la
vez que Teresa en Argamasilla; o Sancho y su amo, desde sus respectivos
hogares, experimentan al mismo tiempo el rencuentro con aquellos que les
aguardaban.
En el Segundo libro se profundiza la
intensidad de las situaciones, como sucede en el episodio con el Caballero del
Verde Gabán. La voz narrativa, en su misión de devolverle la cordura a don
Quijote, sustituye al cura y al barbero por Sansón Carrasco, un personaje mucho
más elaborado que los anteriores.
Los venteros, que sobreabundan en el
Primer libro, son sustituidos por miembros de la nobleza en el Segundo, contra
los que arremete la pluma cervantina en su crítica a la injusticia y
estratificación social. El Segundo libro, devuelve a Dulcinea su condición de
aldeana. El radio de los personajes se dilata psicológicamente. Se concreta la sanchificación
de don Quijote y la quijotización de Sancho, manteniendo sus rasgos
fundamentales, es decir, se experimenta una evolución no estereotipada, ajustada
a rasgos creíbles del carácter humano.
Por otra parte, la novela experimenta
una transformación en el género epistolar. Las misivas del Primer libro, en que
figuran las historias de Dorotea y don Fernando, Luscinda y Cardenio, devienen
en seis cartas en el Segundo –dos de Sancho, dos de su mujer, una de don
Quijote y otra de la Duquesa– que desde su aparente simplicidad proponen múltiples
lecturas dentro del contexto. Por ejemplo, las cartas de Teresa Panza testifican
las penurias económicas de las clases menos privilegiadas. A su vez, reconocemos
el programa de un gobierno –política y administración de justicia– que don
Quijote recomienda a Sancho.
El choque de contrastes –realidades
múltiples– es un rasgo muy barroco en esta obra, tanto formal como conceptualmente.
Evoluciona de un Primer libro, apoyado en profusos diálogos, entre caballero y
escudero, a otro con más tendencia a las introspecciones. Cuando la Duquesa le
pregunta a don Quijote, acercándonos al desenlace de la trama, si no será
Dulcinea una creación de su imaginación, él le responde: "Dios sabe si hay
Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no
son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo".
Por otra parte, el uso del monólogo también
refleja transformaciones, como bien comprobamos en el soliloquio de Sancho en el
capítulo X del Segundo libro, que culmina con el desencantamiento de Dulcinea. El
mundo interno del escudero, que hasta entonces se nos presentaba con marcados
matices de torpeza, se enriquece: “Ahora todas las cosas tienen remedio, si no
es la muerte; debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al
acabar de la vida”, reflexiona Sancho, que al decir de su Señor, cada vez se
hace "menos simple y más discreto".
Isaías Lerner en su estudio sobre
‘la parodia e invención’, reconoce una evolución en el Segundo libro con
respecto al Primero. “Los diez años transcurridos desde la aparición de la
Primera parte (…) invitan a redefinir la propuesta paródica inicial”, afirma el
académico argentino. Como resultado de este proceso, surge la necesidad de
legitimar la novela, a través del auto examen, como comprobamos en los juicios
sobre la obra del bachiller Sansón Carrasco en el capítulo III. Carrasco es
lector de la obra de Cide Hamete Benengeli, que ya comienza a universalizarse,
y a la que se refiere formulando que “hay diferentes opiniones, como hay
diferentes gustos”.
Explica Lerner: “Cervantes debió enfrentar el
desafío de la creciente popularidad de su libro, la necesaria atracción de
otros lectores y la aparición de un apócrifo en 1614, cuando más de la mitad de
su Segunda parte estaba ya escrita”. La novela nos enfrenta, en
el capítulo V del Segundo libro, “con la intervención del traductor inventado
en la Primera parte para parodiar la fórmula de los libros de caballería que
proponía el encuentro de un misterioso manuscrito en lengua ignota”, agrega el
estudioso. El lector descubre en el avance de este proceso que el traductor es
igualmente censor: “(…) venían tres labradoras sobre tres pollinos, que el
autor no lo declara (…)”.
Ya bien adentrados en la trama, descubrimos a un don Quijote que lamenta "la mala burla que le
habían hecho los encantadores volviendo a su señora Dulcinea en la mala figura
de la aldeana", y cuyo desencanto lo obliga a exclamar en la próxima
aventura que se le presenta, la de las Cortes de la Muerte: “(…) y ahora digo
que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño”.
Al divisar el carro de los
recitantes de la compañía de Angulo el Malo, el protagonista de nuestra novela se figura una nueva
aventura, pero esta vez, a diferencia de la de los Molinos de Viento, al notificársele
su error, lo reconoce y hasta llega a afirmar: “Andad con Dios, buena gente, y
haced vuestra fiesta, y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho”.
A pesar de que numerosos críticos
consideran literariamente superior la Segunda parte de esta gema de la
literatura universal, no hemos perseguido probar dicha preeminencia. Simplemente,
se complementan. A nuestro juicio, más allá de la calidad literaria, la diferencia
mayor entre ambas es su aliento histórico, social y cultural, ubicado en la
frontera entre el renacimiento y el barroco.
Es el barroco una
desvalorización de la vida terrenal y de la naturaleza humana, así como un
rechazo a los principios estéticos renacentistas. El Cervantes del Segundo
libro, al igual que su protagonista, ha perdido las esperanzas de vivir. España
ya no es la fachada de un pasado glorioso. El Manco de Lepanto tiene 67 años de
edad; alrededor de 13 meses después le sobrevendría la muerte. Además, la novela
apócrifa (1614) de Alonso Fernández de Avellaneda le ha contrariado hondamente,
y en el Segundo libro emprende casi obsesivamente contra él, en autodefensa,
siempre y cuando encuentra una buena excusa para hacerlo.
En 1614, nueve años después de la aparición de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha de Miguel de
Cervantes, vio la luz con pie de imprenta de Tarragona un libro titulado Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don
Quijote de la Mancha, firmado por un tal licenciado Alonso Fernández de
Avellaneda.
Por Leonardo Venta
Alonso Fernández
de Avellaneda es el seudónimo empleado por el autor de la continuación apócrifa
de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes
Saavedra, publicada 9 años después, 1614, de la aparición del Quijote original
(1605), y cuya segunda parte estaba muy avanzada para esa fecha.
En el prólogo del latrocinio
literario, el autor, desconocido hasta nuestros días, se deleita en burlarse de
Cervantes. Lo califica de inmodesto e intenta obstaculizar la continuación de
la primera novela moderna de la literatura universal.
Así leemos en el hostil prefacio del
tal Avellaneda: “Conténtese [Cervantes] con su Galatea y comedias en prosa, que
eso son las más de sus Novelas: no nos canse”. Si bien, el Manco de Lepanto
publicó la continuación de su Quijote un año después del apócrifo, en una etapa
de penuria para él, realidad que descubrimos en la pródiga en elogios
‘Aprobación’ del libro realizada por el licenciado Márquez Torres: “Halléme obligado
a decir que era [Cervantes] viejo, soldado, hidalgo y pobre”.
Isaías Lerner en su estudio
“Quijote, Segunda parte: parodia e invención”, sugiere la necesidad en
Cervantes de legitimar la novela a través del auto examen, lo cual comprobamos
en los juicios emitidos sobre la misma por el personaje del bachiller Sansón
Carrasco en el capítulo III del Segundo libro: “–Eso no –respondió Sansón–,
porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la
manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran
(…) la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que
hasta agora se haya visto, porque en toda ella no se descubre ni por semejas una
palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico”.
En el “Prólogo al lector” de la
Segunda parte del Quijote, Cervantes afirma: ¡Válame Dios, y con cuánta gana
debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo,
creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don
Quijote digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en
Tarragona!”.
Cervantes trata de ganarse el apoyo
del lector a raíz del conflicto ocasionado por el robo literario. “Pues en
verdad que no te he dar este contento; que puesto que los agravios despiertan
la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta
regla. Quisieras tú que lo diera del asno [tratara de asno], del mentecato y
del atrevido; pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su
pan se lo coma y allá se lo haya”, leemos en el susodicho prólogo.
En el capítulo 59 del Segundo libro,
Cervantes arremete contra el falso Quijote valiéndose de la censura de los
propios personajes de la novela: “– ¿Para qué quiere vuestra merced, señor don
Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de
don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta
segunda? Al referirse al libro, el Caballero de la Triste Figura afirma "que
yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia”.
El tema del odiado Avellaneda vuelve
a resurgir en el capítulo 70. Cervantes lo sitúa en el umbral del Infierno –en el preámbulo, quizá por considerar su calidad literaria indigna de
ocupar un lugar fijo en el mismo Averno–, alejando al autor de los juicios
emitidos, mediante el empleo de un narrador ambiguo: “Dijo un diablo a otro:
‘Mirad qué libro es ése’. Y el diablo le respondió: ‘Ésta es la Segunda parte
de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su
primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas’”.
Sonreímos, inmediatamente, ante el ingenio cervantino, al leer: “Quitádmele de
ahí, –respondió el otro diablo– y metedle en los abismos del infierno, no le
vean más mis ojos”.
Otra alusión aparece en la última
cláusula del testamento de Alonso Quijano: “Iten, suplico a los dichos señores
mis albaceas que si la buena suerte les trujere a conocer al autor que dicen
que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las
hazañas de don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente
ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos
y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con
escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos”.
En tanto, el último largo párrafo de
la novela igualmente acomete contra el usurpador literario, al mismo tiempo que
pone en tela de juicio las historias de los libros de caballerías: “(…) a quien
advertirás [a Avellaneda], si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la
sepultura los cansados ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera
llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole
salir de la fuesa, donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo,
imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva: que para hacer burla de
tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo tan
a gusto y beneplácito de las gentes a cuyas noticias llegaron, así en éstos
como en los extraños reinos".
La novela Nada, de Carmen Laforet, recibió el
Premio Nadal en 1944
Por Leonardo Venta
“La literatura la inventó el
varón y seguimos empleando el mismo enfoque para las cosas. Yo quisiera
intentar una “traición” para dar algo de ese secreto, para que poco a poco vaya
dejando de existir esa fuerza de dominio, y hombres y mujeres nos entendamos
mejor, sin sometimientos, ni aparentes ni reales, de unos y otros”.
Carmen Laforet
De que la genialidad es también una
virtud femenina en la literatura, no tenemos dudas. A Carmen Laforet, por ejemplo, se
le desconoce, a no ser en los reducidos círculos universitarios especializados
en literatura española. Hasta su muerte a los 82 años, ocurrida en Madrid el 28
de febrero de 2004, todo alrededor suyo estuvo envuelto en un mutismo sólo
comparable al del Pedro Páramo de Juan Rulfo.
Nada –ganadora del primer Nadal
1944– fue escrita en pleno período de la postguerra, por una hasta entonces
desconocida joven de apenas 22 años, Carmen Laforet, quien supo profundizar con
pericia, bajo la apariencia de una novela de trama ligera y superficial, en la
abismal lobreguez de la sociedad española bajo la dictadura de Francisco
Franco.
Andrea, una joven provinciana de 18
años, arriba a Barcelona para establecerse con sus familiares y emprender sus
estudios universitarios, pero sobre todo para independizarse. Destinada a
romper los espacios restringidos (el mundo rural y patriarcal del que
proviene), Andrea expande su radar esperanzador hacia un nuevo horizonte
urbano, para desencantarse tempranamente.
Su amistad con Ena, una joven de
espíritu libre, nutrirá sus aspiraciones. ¿Pero hasta que punto? Nada –cénit de
una exigua producción literaria, cuya calidad no tiene, muy a pesar de Laforet,
paragón con textos posteriores de la autora– propone la necesidad de un espacio
propio para la mujer, dentro de un marco íntimo, pero sobre todo un medio donde
ésta pueda respirar y expresarse con libertad. En esa búsqueda, paradójica, a
la manera del conflicto edípico, Andrea se encamina a una nueva e insospechada
prisión: la casa de su familia en la calle Aribau.
La habitación que se le asigna,
donde pasa hasta hambre, según su primera y definitoria impresión, es “la
buhardilla de un palacio abandonado”. Sus esperanzas de autonomía son
constantemente socavadas. “Habían colocado sobre el armario [del nuevo cuarto
que le es asignado] una pila de sillas de las que sobraban en todas las partes
de la casa”. Como ademán de un opresivo recibimiento, la joven encuentra una nota de su tío Juan
que le advierte: “Sobrina has el favor de no cerrarte con la llave. En todo
momento debe estar libre tu habitación para acudir al teléfono”.
En Nada, la mujer es posesión
masculina, un objeto, no sólo corporal sino emocional e intelectual.
Eh ahí el porqué la resuelta Ena, de rasgos masculinos, deconstruye el
estereotipo pasivo que distingue al “segundo sexo”, y encara el reto, obsesivo,
de seducir y no ser seducida. En sus dos opciones significadoras –la política
(la gran oculta metáfora de la novela que denuncia la represión y desenmascara
la doble moral de la ideología franquista), así como la individual (la
sexualidad de la mujer en sí) –, se concreta en la dicotomía sumisión- rebelión. Lo que explica las fricciones entre Andrea y su tía Angustias; la
primera anhela emanciparse, mientras la segunda le recuerda constantemente a la primera los
patrones de sumisión que deben regir el comportamiento femenino. La emancipación
implica desorden para Angustias. Si bien, ella, como exponente de la decadente
moral de la dictadura que defiende, amparada en preceptos religiosos, aboga una moral que no practica.
La desigualdad económica entre el
hombre y la mujer transita un entorno en la novela donde las penurias de
postguerra no parecen distinguir géneros; no obstante, el desnivel económico
entre ambos grupos es irrebatible. El término ‘jefe’, tan aborrecido por las
feministas, es pronunciado reiteradamente para referirse a un hombre: el padre
de Ena. A su vez, la aparente solución al dilema que ha venido enfrentando
Andrea es una propuesta de carácter económico, ponderada por el señorío
patriarcal: “Hay trabajo para ti en el despacho de mi padre, Andrea”, indica Ena.
Al cerrar este recorrido por la
colosal Nada, gravitando desde el inquieto pulcro universo literario de
Andrea/Laforet, les sugiero arrimarse confiadamente a esta obra de arte
excepcional, de lectura fácil, agradable y edificante.
Escena de la adaptación al cine de la novela Beltenebros por Pilar Miró
Por Leonardo Venta
En el análisis del discurso
literario es conveniente tener en consideración la importancia del género, que
influye en las variantes y matices lingüísticos culturales que el hombre o la
mujer imparten a la obra, afectando el contexto y la forma de lo expresado. Es
decir, un tema según sea quién lo escriba tiende a ser marcado por diferencias
en su forma y contenido. Por otra parte, la ideología del género afecta la
manera en que los textos son leídos, así como los cánones de excelencia
establecidos.
Socioculturalmente, el género, apartándonos del
punto de vista exclusivamente biológico, es el resultado de una categorización que
ha sido falseada (aprendida) con intereses muy palpables en la jerarquización
del poder masculino. Un ejemplo
ostensible es el cuestionamiento que
Antonio Muñoz Molina ofrece a la representación tradicional de la 'femme fatale' en Beltenebros (1989), una obra de la posmodernidad
confeccionada con hebras de la novela policíaca, la novela de espía, la novela
rosa y el llamado "film noir".
"Vine a Madrid para matar a un hombre a
quien no había visto nunca". Con esa expresión se inicia esta obra que,
según el consenso de la crítica literaria, no tiene parangón en la novelística
contemporánea española. El sicario Darman, otrora capitán del ejército
republicano exiliado en Inglaterra, bajo ordenes de una organización subversiva
comunista, regresa clandestinamente al Madrid de los años sesenta para ejecutar
a Andrade, un inocente acusado de traición. En ese empeño sanguinario de ángel
sentenciador, se relaciona con Rebeca Osorio, amante del hombre a quien debe
liquidar, en un complejo proceso que lo llevará a reconstruir su pasado
a través de lugares y acciones en un simbólico desplazamiento que
devela magistralmente, entre otros elementos, el pedregoso proceso hacia la
verdad.
La susodicha mujer sufre en sí todo el aglutinamiento del abuso masculino, mental y
físico, a través del voyerista Valdivia, que la hostiga y oprime tanto desde la
oscuridad literal –es nictálope – como la emocional. La obliga cada noche a bailar y
a cantar para él, vestida de Rita Hayworth, ante un grupo de sicalípticos espectadores que
se reúnen en la Boite Tabú. Él la disfruta
desde la oscuridad de su palco, mientras ella se va desnudando poco a poco.
"Aunque tú no me veas yo te estaré viendo", le expresa. Ella no se
librará de esta opresión hasta el desenlace de la trama.
La
mujer abusada es idéntica a otra que Darmar conociera 20 años atrás. Es la hija
de Rebeca Osorio (madre), con quien experimentara una fracasada experiencia
amorosa, especie de doble que aúna el presente con el pasado. "La
exaltación y la vergüenza se estaban consumando ante mí al ritmo hirviente del
bongó, que parecía golpear a la muchacha como a un boxeador débil,
descoyuntándola, arrojándola de rodillas al suelo, imponiéndole metódicamente
los movimientos sincopados de una danza en la que se iba desnudando como si se
desgarrara a sí misma", así describe Darmar el degradante espectáculo que
le ha sido impuesto a la joven.
Para la escritora y pensadora Simone de Beauvoir, la mujer sólo puede lidiar con la inferioridad con que ha
sido marcada por el hombre, vengándose, mutilando la supremacía masculina,
contradiciéndola, y negando su verdad y valores. La 'mujer fatal' desdobla una
connotación ambivalente que origina un desbalance en el devenir del hombre.
“Los temores del hombre de perder su estabilidad o su 'yo' frente a la mujer
son reflejados en la mujer fatal: las dos Rebecas van minando la figura del
detective, Darman, hasta el punto de producir la confusión del protagonista y
de oscurecer su habilidad observadora en las últimas páginas de la
novela", expresa Chung-Ying Yang, catedrático en la Universidad Nacional
Chengchi de Taipei. En este caso, la mujer es “la imagen amenazadora de lo
ilegible, lo imprevisible y lo inalcanzable (…) la antítesis de lo maternal, de
lo productivo”, agrega.
De Beauvoir asevera en su libro El Segundo Sexo algo similar a lo establecido por el
académico taiwanés: “(…) el hombre siente hostilidad hacia la mujer porque le
teme, siente temor de su imagen con la que él mismo se identifica”. Percibe su
caída bajo el influjo pernicioso de la mujer que lo arrastra. Es en gran
sentido una caída al estilo adámico. “Todos los
Padres de la Iglesia insisten en la idea de que ella [Eva] condujo a Adán al pecado”, agrega la intelectual gala.
Al
escudriñar, encontramos en Beltenebros
argumentos suficientes para demostrar que la mujer no sólo representa esa
“otredad” que complementa al hombre, "sacada de la costilla de Adán",
sino también es ese objeto sexual que despierta pasión animal en él. Es un
elemento más de la Naturaleza que estimula y satisface los apetitos masculinos.
“Las miradas y las manos y las respiraciones de los hombres habían gastado su
piel [la de Rebeca Osorio hija] pulimentando su blancura y volviendo todo su
cuerpo tan dúctil como una seda muy usada (…)”, leemos en el texto de Muñoz
Molina.
Por
otro lado, la descripción de Rebeca Osorio (hija) se desliza a través de
ciertas características que implican debilidad y, por consiguiente, traslucen
la histórica inferioridad atribuida a la mujer con respecto al hombre,
a pesar del ambivalente poder nocivo que sustenta como 'femme
fatale': “Había en ella una obediencia sonámbula a los designios de
otros”, expresa Darmar. Luego la identifica por “la infinita y cálida pasividad
de sus muslos".
Darman
es una especie de antihéroe de la literatura posmoderna; reconoce sus errores e
intenta rectificarlos, no se rinde en su afán de encontrar la usualmente paradójica, cuestionable e inaccesible verdad. El doctor valenciano Pasqual Mas, autor de numerosos
estudios y ediciones críticas, expresa: “Casi la totalidad de la literatura de
Muñoz Molina sigue un proyecto ético. Los héroes de sus novelas actúan movidos
por la necesidad de rectificar conductas a situaciones marcadas por el mal”.
Valdivia,
el supuesto Beltenebros de nuestra historia, se desliza entre la oscuridad de los balcones
de un centro nocturno y la de un cine clausurado. Sus ocultas ocupaciones y un
defecto en un ojo lo constriñen a
resguardase de la mirada ajena. En el desenlace, Rebeca Osorio (hija) consigue vengarse. Ciega a
Valdivia con la luz de una linterna, precipitándolo a la planta baja del cine
en ruinas, en su desesperación por huir de ella. “Arriba, en las últimas
gradas, más alta que nosotros, la muchacha pálida y desnuda mantenía inmóvil la
linterna y su círculo de incandescencia trazaba una fría y blanca línea de luz
que iba a romperse en la cara de Valdivia, y siguió persiguiéndolo cuando cayó
hacia atrás empujado por ella”, leemos en el texto.
Muñoz
Molina rompe esquemas tradicionales con este final, al igual que lo hace con el
resto de la obra. Darmar no es quien mata al villano ni rescata a la heroína.
Ella se salva por sí sola. Si bien, la catarsis se consuma en la
transformación interior de Darmar, como manifestación de una honda implicación
alegórica, que bien puede encaminarnos a múltiples interpretaciones, timbradas
por la ambigüedad posmoderna que prevalece en una narrativas de esta índole.
La
novela –que toma el título del sobrenombre del célebre Amadís de Gaula cuando pierde la razón y es forzado a vivir en una cueva– emplaza a la mujer en un ambiente de erotismo y violencia, de
fluctuantes relaciones de género: poder de seducción y manipulación,
exhibicionismo y voyerismo, así como rechazo y desvelamiento dentro de una
atmósfera matizada por el palpitar contradictorio, complejo, desestabilizador y
constituidor del ideario político e ideológico y la identidad en el proceso
evolutivo del protagonista y los mensajes implícitos en la trama.
"Don Juan Tenorio en el
panteón" (1927), obra de Elías Salaverría. Su amanerada pulcritud sugiere la homosexualidad del mítico personaje.
Por Leonardo Venta
“Aun aquellos que suspiran por “El burlador de
Sevilla”, por las crisis místicas de Miguel de Mañara, por el Don Juan de
Byron, o de Mozart, subrayan el desenvolvimiento que mantiene extremadamente
animada la curiosidad; la ingenuidad, divertidamente disparatada, con que
Zorrilla baraja conceptos teológicos de culpa, predestinación, gracia y
condenación, tan alejados aquí del mundo conceptual de Tirso de Molina”.
José Lezama Lima –Tratados en La Habana
Ha sido costumbre que la noche del 1.° de noviembre, 'Día de los
fieles difuntos', se represente en muchos teatros de España y Latinoamérica, especialmente México, el "Don Juan Tenorio" de José Zorrilla (cuyo
estreno tuvo lugar el 28 de marzo de 1844), la obra más célebre del teatro
español y un mito que ha sobrevivido el paso del tiempo y ha traspasado fronteras.
El mito de Don Juan
responde a diferentes épocas y culturas, idiosincrasias y valores típicos de
cada ambiente, lo que nos da la impresión de enfrentarnos a un personaje diferente en cada oportunidad. Si para un romántico como José Espronceda en "El
estudiante de Salamanca" (1840) significa la fuerza diabólica, destructora del
amor, para el parnasiano Théophile Gautier representa “la aspiración hacia el
ideal”, merecedor del Paraíso en vez del Infierno por haberse afanado en hallar
“el verdadero amor y la belleza absoluta”.
Aunque es
identificado con la virilidad, hay quienes lo consideran un homosexual reprimido,
al igual que la Nana de ÉmileZola, en su talante
lesbio, al intentar probar lo que no se siente mediante los impulsos
heterosexuales, por exceso. El periodista y escritor italiano Giovanni Papini
considera que las muchas mujeres en su vida no son más que la atormentada infructuosa
búsqueda del amor homoerótico. Don Juan desprecia a las mujeres que conquista,
rehúsa su intimidad. Lo único que requiere es saberse deseado.
El médico y ensayista
español Gregorio Marañón en su tesis doctoral “Don Juan. Ensayo sobre el origen
de su leyenda” sugiere el carácter homosexual de este personaje. La imagen propuesta por Marañón (personifica al conde de Villamediana, mujeriego y
libertino que solía acostarse con hombres) fue incluso llevada al lienzo por el
pintor vasco Elías Salaverría, como un hombre afeminado, cuya belleza merma su
masculinidad. Otra referencia a la homosexualidad de don Juan, registra que al
llevarse a la cama a la mujer ajena, por extensión, también estaría acostándose con el hombre burlado.
Por otra parte, se sugiere la supuesta esterilidad de don Juan, al que no se le
reconocen hijos, como muestra de su insuficiente masculinidad.
Se le tilda de egoísta, calculador, proveedor de placer,
individualista, rebelde contra el orden moral y social, filósofo, tonto,
caballero y rufián, seductor y seducido, ateo y católico, héroe y antihéroe.
Tirso de Molina
(1579-1648), seudónimo de Gabriel Téllez, dramaturgo español del Siglo de Oro
"El burlador de
Sevilla y convidado de piedra" (1627), de Tirso de Molina, es una comedia
en la que don Juan aparece formalmente por primera vez como personaje
literario, incorporando la sexualidad masculina en su tendencia instintiva a la
promiscuidad y la satisfacción instantánea del deseo, sin compromisos ni
responsabilidades.
El mito toma su forma
en la sociedad española del Renacimiento, la cual proviene de la tradición
medieval y el paganismo. El don Juan medieval tiene interés por los aspectos
morales y religiosos, mientras resalta una sensualidad subrepticia, abrigada
por la hombría, el valor y la generosidad.
Por su parte, el de
principios del siglo XVII, reemplaza la sexualidad tradicionalmente velada, para
confortar otra sin disfraces eróticos. Las primigenias leyendas medievales se refieren a un
libertino que ofende a los muertos. Si bien, las versiones españolas le añaden
el carácter galanteador o seductor que originalmente no posee.
La comedia "El
infamador", de Juan de la Cueva, fue representada por primera vez en
Sevilla, en 1581
Al Burlador de Tirso
le antecede "El Infamador" (1581), del dramaturgo y poeta Juan de la
Cueva. Se le reconoce por teorías sobre el arte de componer dramas, que
ejercieron una honda influencia en el teatro español, principalmente en la obra
de Lope de Vega. En la comedia lopiana sobresalen los galanes de capa y espada
que conquistan a las mujeres sin concentrarse específicamente en esos
menesteres. Son más bien obradores de todo tipo de desmanes. El Burlador no es
un excéntrico sino un prototipo del señorito acomodado que abusa de los
privilegios que le concede su rango social. No es aún un seductor profesional.
Disfruta más del acto de engañar que del encuentro erótico en sí.
Ni a la duquesa Isabela
ni a Doña Ana de Ulloa seduce. Penetra en sus habitaciones sin previo aviso
para abusar de ellas. Aminta y Tisbea, dos mujeres de condición humilde, son
engañadas con el soborno de una promesa matrimonial. Lo que vence el don Juan
de Tirso son obstáculos que se anteponen a la conquista. Más que la
satisfacción sexual, le complace violar las normas sociales y divinas. No es
erótico ni voluptuoso. Sus conquistas son súbitas. Con la huida, preparada de
antemano, no hay un deleite en el acto mismo sexual. El placer consiste más
bien en deshonrar a las mujeres: “Sevilla a voces me llama, / el Burlador y el
mayor / gusto que en mí puede haber / es burlar una mujer / y dejalla sin
honor”.
El don Juan tirsiano
no reflexiona sobre la trasgresión realizada. Es espontáneo en sus acciones. Al
mismo tiempo parodia los ideales prevalecientes en la literatura del Siglo de
Oro: el amor, el honor, la religión y la justicia oficial. Su
final es la muerte y la condena eterna. Prefiere gozar los deleites de la carne
y arrepentirse después, lo que explica que en su agonía solicite un sacerdote
para confesarse y salvar su alma. Tirso lo perfila hidalgo, de ánimo generoso y
noble, al extremo que arriesga su vida por salvar la de su lacayo Catalinón.
Muere por mantener su palabra ante la estatua del Comendador, pese al temor natural
que le induce Aquel que tiene la facultad de brindar y cortar el hilo terrenal de la existencia.
El madrileño Antonio
de Zamora es autor de "No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se
pague, y, Convidado de piedra" (1831)
Con el transcurso del
tiempo varía la imagen de los donjuanes literarios, se enamoran para obtener la
salvación. Esta es la principal contribución de Antonio de Zamora a principios
del siglo XVIII con "No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, y, Convidado de piedra" (1831), recogida luego por José Zorrilla en el más popular de todos
los tenorios. La versión de Zamora es más bien una degeneración barrroca del
personaje, colmada de exageración y fuertes contrastes, multiplicando los crímenes
que preceden al arrepentimiento, y restándole los atributos nobles y atractivos
que le concediera Tirso. La pieza de Zamora, según Moratín, "...repugnará siempre al buen gusto, pero nunca dejará de agradar al pueblo".
Al salir de España,
en sus versiones francesa, italiana e inglesa, don Juan pierde su apostura de
galán irresponsable, distintivo de un desatado instinto sensual, para transformarse
en cínico e ingenioso adicto al placer como fin supremo, más hábil para expresarse que para obrar. En Italia, en 1650,
Giacinto Andrea Cicognini lo incluye en "Il Convitato di pietra", un
personaje de pantomima, mero efectivismo teatral, sin la gallardía tirsiana.
Lord Byron escribió
entre 1819 y 1824 el poema "Don Juan", a través de dieciséis cantos
épicos, donde el protagonista, una especie de trasunto del autor, no es tanto
ya el seductor como el seducido. En 1834, salió a la luz en la capital
francesa Las almas del Purgatorio, texto de Prosper Mérimée, que funde al
mítico don Juan con el histórico Miguel de Mañara (cuya vida se dice que originó también el
mito que nos ocupa). El alma del protagonista de la novela de Mérimée se libra
del infierno y alcanza la salvación.
Dos años después, Alejandro Dumas,
padre, estrenó en el parisino teatro de la Porte Saint-Martin el drama "Don
Juan de Marana o la caída de un ángel". Por su parte, Dorimon y Villiers
estrenan respectivamente, en 1658 y 1659, "Le Festin de Pierre",
confundiendo el término ‘pietra’ italiano con el nombre propio Pierre, en
francés. Se le agregan otras cualidades negativas a don Juan, entre estas,
ateísmo (durante los siglos XVI y XVII la palabra ateo significaba un insulto),
hipocresía, la traición y la cobardía. De esa manera, se desdibuja todavía más
el lado atractivo del Burlador de Tirso de Molina.
Justin Adams en
el papel principal de la adaptación de la obra de Molière, dirigida por Hal
Brooks, en el neoyorquino Teatro Pearl. Foto: Russ Rowlan
En 1665, el célebre Molière renueva el
mito en su "Dom Juan ou Le festin de Pierre", al recrearlo como un
pseudo don Juan, hipócrita y descreído, sin la gallardía ni la sensualidad del
tirsiano. Molière suplanta al resuelto protagonista de acción español por el
reflexivo francés, modulado por una intelectualidad que contrapone el carácter intrépido de su predecesor.
En la brumosa Inglaterra, nuestro personaje no tiene la misma aceptación que en Italia y Francia. No
obstante, el dramaturgo Thomas Shadwell lo inserta en su tragedia "The
libertine" (1676), pieza de escasa relevancia literaria, que exagera su
perversidad al extremo de atribuirle treinta asesinatos, un parricidio, un
incesto, sacrilegios, 6 matrimonios y 16 noviazgos en un mes. El despiadado
calavera de corte británico degüella a su padre, porque obstaculizaba su
desenfreno, asesina a don Pedro y deshonra a su hermana, y hasta perpetra una
violación sobre la tumba de su progenitor. En 1690, Johannes
Velten crea "Don Juan oder Don Pedro Totengastmahl", la
interpretación alemana del mito.
Volviendo a España, alrededor de
tres décadas atrás, en la atípica comedia de Pedro Calderón de la Barca
"No hay cosa como callar" (1638-1639), el fondo trágico, tan característico del teatro calderoniano, y no de
capa y espada como aparenta, gira en torno a la violación de una hermosa dama
en la primera jornada; las virtudes de la agraviada, doña Leonor, contraponen las vilezas de don
Juan. Sin proponérselo, el personaje principal de la acción vende el alma al
Demonio, lo que lo conduce a un casamiento infeliz.
El barítono polaco Mariusz Kwiecień
interpretando al personaje de don Giovanni de la ópera homónima de Wolfgang Amadeus Mozart
Un hálito "donjuanesco"
levita en los salones de la aristocracia del siglo XVIII. Es la época de la Ilustración, y su
imagen necesita ser reformada. El autor teatral italiano Carlo Goldoni retoma
el tema en su "Don Giovanni Tenorio ossia Il disoluto (Juan Tenorio o el libertino castigado)", 1734. La ópera de
Wolfgang Amadeus Mozart con texto de Lorenzo da Ponte, "Don
Giovanni", trae implícito el conflicto entre la nobleza y el campesinado.
La Revolución Francesa ocurrió sólo dos años después de su estreno en el Teatro
Nacional de Praga el 29 de octubre de 1787.
En el XIX, el poema sinfónico
de Richard Strauss, "Don Juan" (1888) , se erige como parte
importante del romanticismo musical. En literatura, el protagonista cobra su expresión
más sublime en la obra de Zorrilla. A pesar de conservar las dos partes
esenciales del drama de Tirso, el argumento cobra cauces diferentes: el tenorio sólo aparece en escena con una mujer (y no con cuatro), de quien, sorprendentemente, se enamora. Las apariciones de ultratumba en vez de
condenarlo catalizan su salvación. Mientras, la obra de Tirso se centra en
la burla y el castigo, la de Zorrilla evoluciona hacia la redención, mediante el amor de doña Inés.
"José Zorrilla",
obra del pintor romántico Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina
El drama romántico de Zorrilla
coincide con el barroco de Tirso en la ruptura de las unidades clásicas de
lugar y tiempo. El desenlace del "Don Juan Tenorio" marca una
diferencia notable con el de "El Burlador", conllevando
implicaciones morales y religiosas propias del romanticismo –el lirismo e
idealismo volcado en doña Inés, que propicia el arrepentimiento del antihéroe–, mientras la representación barroca –marcada por la conciencia de una crisis sin solución–, consuma la
condenación eterna del Burlador.
El personaje protagónico de Zorrilla
se purifica bajo el influjo del amor, evoluciona hacia el arrepentimiento y la
conversión cristiana. Se siente obligado a actuar más movido por el nombre y la
fama que le acompaña, que por un impulso interior, que desaprueba su sino: "...y seré quien
siempre he sido, / no queriéndolo ahora ser".
Muchas de las metáforas zorrillescas –"Luz
de donde el sol la toma, / hermosísima paloma / privada de libertad...";
"y yo, que en medio del cráter / desamparado batallo, / suspendido en él
me hallo / entre mi tumba y mi Inés".– pertenecen al reino de la naturaleza, que abarcan un papel notable en
la poética romántica para denotar la expresión de los estados anímicos.
El paraíso edénico no nos refiere a
un lugar de pecado, como en la obra de Tirso, sino al emporio de la inocencia
perdida que don Juan procura recobrar en doña Inés. Las escenas oscuras abrigan
los valores simbólicos, el reflejo de la luna trasluce el ensueño del espíritu.
El juego de luces en la escena final hace coincidir la alborada con el momento
de la conversión de don Juan, en función de una estética romántica que armoniza
con los sentimientos elevados de los protagonistas.
La libertad y el destino son
esenciales en la obra de Zorrilla. El peso de la predestinación conspira contra
don Juan. Es el querer y no poder. Los enemigos del Burlador son el tiempo y la
muerte; el ansia del Tenorio es la transformación bajo el influjo del amor, gran
tema del movimiento romántico, cuya transcendencia emula con el honor en la
comedia del siglo XVII. El amor para Zorrilla es una fuerza oculta e
incontrolable, "incendio voraz", impulso transformador.
De Tirso a Zorrilla se evoluciona
del desengaño a una intensidad mística ideal. La ilusión y la subjetividad preponderan
en los nuevos valores románticos, superando los espejismos barrocos que
conducen a la desilusión. La doña Inés de Zorrilla es "la anhelada
ilusión" para su amado, la cual despierta lo mejor de él, y le conduce a
la verdad y a la salvación. Si en la creación barroca, la muerte sustenta el proverbio latino
"Omnes vulnerant, ultima necat (todas [las horas] hieren, la última
mata)", el idealismo romántico vence a la
muerte y al pecado.
"Don Juan Tenorio" no
disfrutó de un estreno exitoso. Sin embargo, pronto sustituyó, permaneciendo
hasta nuestros días, la obra de Antonio de Zamora "No hay plazo que no se
cumpla", que se representaba desde 1744, todos los años, en el "Día
de los fieles difuntos". Así, durante esta fecha se aprecia en toda
España y varios países de Latinoamérica este drama.
El Teatro de la
Luz Philips de la Gran Vía madrileña ha aplaudido este 2016, entre otros
momentos, la magia de una doña Inés que se eleva admirablemente en el espacio
En la Gran Vía madrileña, el clásico de Zorrilla
se ha venido representando en el Teatro de la Luz Philips por primera vez en
formato musical. Según Antonio Calvo, artífice de esta producción tipo Broadway
del siglo XXI: "La música de pronto va de estilos desde el rap, el blues o
el rock a composiciones más clásicas y orquestaciones que parecen de
película". Los efectos especiales provocan que doña Inés se eleve en el
espacio y "una combinación de esculturas de fibra de vidrio translúcidas
jueguen con la luz y el decorado, que se mueve automáticamente a través del
ordenador", indica Calvo.
Visita guiada y
teatralizada a través del tercer acto de "Don Juan Tenorio" de
Zorrilla en la necrópolis de San Fernando
En tanto, en Sevilla se han realizado hasta tres
montajes en torno a esta obra, además de una visita teatralizada al cementerio
de San Fernando. La representación del tercer acto, donde aparece el espectro
del Comendador, se ha venido llevando a cabo en la necrópolis sevillana, donde
los participantes se alumbran con candiles. El evento incluye un recorrido
cultural por el camposanto bajo el tema del amor y la muerte. Las funciones se
extenderán hasta el 26 de noviembre.