La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

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sábado, 7 de diciembre de 2013

La breve vida infeliz de Reynaldo Arenas

 

Por Guillermo Cabrera Infante

El País. martes 5 de septiembre de 2000 - Nº 1586



Decir que Reynaldo Arenas atravesó como un cometa la literatura cubana y no decir que fue un bólido salido del infierno es mentir a medias. Reynaldo (como le gustaba que escribieran su nombre y al acortarlo la amistad lo convertía en rey) empezó como un revolucionario y terminó como lo que siempre fue, un rebelde con varias causas. Antes que anochezca: "Tres pasiones rigieron la vida y la muerte de Reynaldo Arenas: la literatura no como juego, sino como fuego que consume; el sexo pasivo y la política activa". Pero no era suficiente. Seguí: "De las tres, la pasión dominante era, es evidente, el sexo. No sólo en su vida sino en su obra". Su vida sexual comenzó comiendo tierra, que ya Freud señalaba como una actividad sustitutiva del sexo por la coprofagia. Por supuesto Freud no podía saber que la pobreza, además del sexo, condenaba al niño Rey a comer tierra. Pero el adolescente subía a veces del suelo de tierra roja a los verdes árboles, donde era un rey aéreo por unas horas en su trono vegetal.

Reynaldo Arenas había nacido en Aguas Claras, no lejos de Gibara donde nací. Aguas Claras había sido una última estación del tren Gibara-Holguín en los años treinta. Pero cuando nació Arenas, que por su apellido podía haber comido arena, en las playas de Gibara, la parada del tren que venía de la costa había desaparecido, no llevada por el viento de la pobreza, sino por el huracán de la miseria. Sus futuras biografías dijeron luego que había nacido en Holguín. Aguas Claras era una aldea graciosa que pasaba rauda por las ventanillas del tren, pero Holguín era un pueblo sin gracia que quería ser una ciudad espléndida. Pero más espléndido fue Reynaldo por un tiempo.

Bajando de los árboles, apenas aprendió a escribir, tatuaba poemas con un cuchillo en el tronco de cada árbol. Un bolero temprano parece describir esta acción: "En el tronco de un árbol una niña / grabó su nombre henchida de placer. / Y el árbol / conmovido allá en su seno / a la niña una flor dejó caer". Ya Reynaldo era mirado por su abuelo como un niño raro, que grababa en el tronco de un árbol su nombre a medias. El abuelo, poseído de un furor extraño, cortaba con un hacha los troncos. Pero Reynaldo proseguía (perseguía la poesía de los nombres) su tarea de tallar Rey en los árboles.

Todo lo que cuenta Arenas en su primer libro, su primera novela, Celestino antes del alba, que le ganó muy temprano un segundo premio literario cuando ya era evidente que debía ser el primero de la casta de los escritores Castrados. Arenas encontró otros árboles, otros libros para esconder sus poemas en prosa y escribió otra novela, El mundo alucinante. Si en Celestino se poblaba de hachas el relato, en El mundo proliferaban, alucinantes o no, las cadenas. Con esta segunda novela ganó un primer premio -en el extranjero y en un extranjero en su tierra se convirtió su autor-. Por haber enviado un manuscrito al exterior sin permiso de su tiránico abuelo, que había trocado las hachas por ojos ubicuos, fue condenado a padecer en su tierra, que ya no era la de Aguas Claras de la que comió, sino de La Habana, condena capital, donde se distinguió por dos condiciones humanas que el régimen, dueño de los árboles y las cadenas, escribía su nombre con hachas. Pero Reynaldo se hizo claro en lo oscuro entre los cuentos de las callejas habaneras: fue un homosexual evidente y un escritor vidente allí donde el autor veía oscuro por espejo claro. Y Reynaldo se convirtió en la loca epónima, como dos generaciones antes lo había sido Virgilio Piñera, maestro y mentor. Pero si Virgilio era contenido y sobrio (excepto cuando fumaba su cigarrillo perenne: entonces Marlene Dietrich se apoderaba de sus gestos, de su humor y de su humo) Reynaldo era expansivo y barroco de maneras cuando Virgilio nunca padeció del barroquismo lírico que Góngora contagiaba a Lezama. Virgilio era la facilidad cuando Lezama opinaba con Mallarmé que "sólo lo difícil valía la pena".

La dificultad de vivir bajo un régimen totalitario le valió a Reynaldo una pena de cárcel: sólo le ganó Virgilio en la cárcel por un día y el desprecio oficial toda su vida.

Pero Virgilio nunca tuvo la franqueza oral (en todos los sentidos) de su discípulo díscolo. Las memorias de Arenas hechas cine ahora por Julian Schnabel (pintor que se convirtió en director de cine importante con su Basquiat, biografía última/ íntima del pintor haitiano de Nueva York, artista del graffito -en italiano quiere decir rasguño- que abrió una gran herida en las paredes y en su vida) son de una escritura lacerante en la carne cruda entre indecente/ inocente. Como su vida. Basquiat, por ser la vida de un artista visual, encubre no la obscenidad marcada en las paredes, sino la biografía casi divina de un artista adolescente que lo único de que adolece es una vida descrita más que escrita: exactamente la vida de Arenas. En el libro de Arenas no sólo es obsceno el relato, sino la propia vida que la obscenidad le ha obligado a asumir: una vieja sociedad presentada como el único futuro posible le condenaba a ser un hombre nuevo. No a la medida de muy macho que preconizaba su autor, el súcubo siniestro del totalitarismo, sino de una existencia que sólo puede ser descrita como un juego de manos, de manos entre hombres que se identifican con las mujeres y otros hombres que se consideran más machos: como el pederasta activo que posee al pederasta pasivo es un supermacho porque, razona, fornica a otro hombre. No creo que esta dualidad es ahora dudosa porque Arenas no era Virgilio Piñera como tampoco fue Lezama. La categoría aquí, para futuro horror de Guevara (el otro Guevara, el heterosexual), era de veras no un hombre nuevo, sino un marica nuevo. Eso le permitió escapar a todas las redadas, sobrevivir en la miseria y salir de la cárcel castrista, donde la pederastia era hastía, sin haber tenido un sólo percance homosexual. Como su vida en la cárcel estaba hecha de lances homosexuales aunque, paradoja, Reynaldo se casó cuando su mentor Virgilio, como el otro Virgilio, nunca tuvo mujer. Pero la boda de Arenas fue un acto de bondad, casi de caridad hecha a una mujer con problemas, otros problemas. Otra paradoja, a la novela que es el sólo antecedente de Antes que anochezca (a Hombres sin mujer de Carlos Montenegro) sólo le concierne la vida sexual en la cárcel, casi como a Genet.

Pero Reynaldo va más allá de Montenegro porque habla del sexo en la cárcel (no precisamente el suyo), en libertad, en la ciudad, en el campo, en su niñez, en su vida adulta y su sexo se manifiesta entre niños, con muchachos, con adolescentes, con bestias de corral y de carga, con árboles, con sus troncos y sus frutos, comestibles o no, con el agua, con la lluvia, con los ríos y con el mar mismo. Su pansexualismo es siempre homosexual y ubicuo, pero al revés de Genet, lo trasciende una poesía verdadera que lo hace una versión cubana y campesina de un Walt Whitman de la prosa.

Esta pansexualidad permea sus memorias y la película de sus memorias, pero Schnabel no está interesado únicamente en la sexualidad de Arenas, a veces lastimosa, como con su vida de perro perseguido, apaleado y encerrado y obligado de nuevo a vivir en la fuga que no cesa. Ni siquiera amengua ésta cuando logra escaparse de Cuba mediante una triquiñuela que sería increíble (convertir su apellido en Arina en su carnet de identidad), si no fuera verdad. Como toda la película, que es una visualización de la novela de la vida de un miserable, como un oscuro Papillon (que quiere decir mariposa en francés) en Papillon, porque Reynaldo fue una mariposa nocturna, aunque también se escapó de una versión de la Isla del Diablo.

Schnabel usa toda la literatura del libro en diversos tableaux vivants (sin, por supuesto, las connotaciones sexuales) y a veces utiliza otras fuentes no literarias (como la entrevista que hizo a Arenas Jana Boková en Habana para la BBC de Londres) para filmarlas de nuevo. Esta entrevista es uno de los momentos emocionantes del filme; gracias al encuadre y la fotografía en lo que es casi una copia no de la vida real, sino de la versión de Boková y, sobre todo, del contexto que es el texto de la vida de Arenas. Uno siente finalmente una lástima que no viene de Arenas, que nunca se tuvo lástima, sino del espectador de una vida irreal.

El contenido de toda la película es La Habana (y unas pocas secuencias neoyorquinas), una Habana no reconstruida sino construida con los elementos dispares que conforman las diversas locaciones de México, que forman la vida de Reynaldo en una cárcel dentro de la cárcel. Se la ofrece, paradójicamente, la ciudad que fue un dominio encantado, cantado antes por sus dos mentores, ese dúo dudoso, Lezama y Virgilio. Para ellos, por ellos esta versión es una suerte de reivindicación de Arenas: él es el personaje central y el protagonista con un solo, formidable antagonista: el estado totalitario que ha conducido su vida por un laberinto existencial. Para lograrlo Schnabel escogió a un actor español, Javier Bardem. ¿Un error? Todo lo contrario: Bardem es el sostén de toda la película, desde que el personaje se embarca en una absurda aventura guerrillera en la que Reynaldo, como una prefiguración, huye de su casa, de su madre y del hombre para encontrarse por primera vez con su destino. En el que habrá más fugas, más realizaciones de proyectos absurdos y más hambre -y, lo que es más decisivo, así se inicia la persecución de Arenas por toda la geografía cubana y por entre el plano general de La Habana.

Hay que hacer párrafo aparte para la actuación de Bardem, que es un prodigio a la vez de mimetismo y de creación. Bardem, un evidente heterosexual en la vida, recrea a Reynaldo con todos los manerismos de Arenas y todo lo ve a través de su mirada lánguida y desmayada y sus gestos que evocan a un Piñera más joven, más aventurero y finalmente más valiente y definen la pasividad del personaje a la vez que con sus brazos confina el límite de su heroísmo al caer (facilis decensus Averni) y al recobrarse de ese Averno para revivir en el invierno de Nueva York con la alegría de quien ve caer la nieve por primera vez, hasta que se hunde en el infierno del sida.

Hay otros momentos de actuación que son la revelación de un actor desconocido o solamente conocido hasta ahora no como actor. Me refiero a Manuel González, que hace una creación a la vez cómica y altruista de Lezama Lima, aquí con todas sus libras y señales. Es lástima que Héctor Babenco intente ser un Piñera que nunca es Virgilio. Pero con Bardem nos basta.

Before night falls será una película en competición en el Festival de Venecia. Si hay justicia en el Lido (y a veces la hay pero otras no la hay, ay) Javier Bardem será, por haber sido Reynaldo Arenas por dos horas, premiado por una actuación maestra y una aparición segura en el roster de los nuevos actores del cine. Ya lo era en el cine español. Desde ahora lo será en todas partes. Sobre todo si se sabe que comparte reparto con dos de los grandes actores del Hollywood del momento: Johnny Depp y Sean Penn en sucesivos y maestros camafeos.

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sábado, 11 de agosto de 2012

El Libertador (y III)

Después de desembarcar en el puerto de La Guaira, un viajero se encaminó hacia la capital venezolana. Recorrió el Camino de los Españoles, hasta detenerse ante la estatua ecuestre de Simón Bolívar. El peregrino – José Martí –  “no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba a donde estaba la estatua de Bolívar, Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo. El viajero hizo bien, pues todos los americanos deben querer a Bolívar como a un padre”.
                                                      Por Leonardo Venta

“En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, así como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana".
                                                                                      José Martí

Simón Bolívar – a quien Miguel de Unamuno calificara como “el alma inmortal de la Hispania máxima, miembro espiritual sin el que la Humanidad quedaría incompleta” –, tras desarticular el influjo divisionista de los caudillos y ganar a los marginados para su causa, consolidó la emancipación sudamericana en el fervor del campo de batalla dentro de un marco ideológico delineado por sus propios escritos y discursos.

La sana obsesión de Bolívar fue hermanar a todas las antiguas colonias españolas del continente. Así el héroe de tantas batallas atravesó los empinados Andes para derrocar a las tropas españolas en Boyacá (1819), la primera ofensiva determinante para la independencia del Virreinato de la Nueva Granada (la actual Colombia). En el Congreso de Angostura (1819), donde fue nombrado presidente de la Gran Colombia – que comprendía los presentes territorios de Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá –, ratificó la premura histórica de la integración latinoamericana en un discurso que tasa la solidez de su pensamiento.

Intrépido de esperanzas, en la Batalla de Carabobo (junio de 1821) rompió las cadenas de servidumbre que sujetaban a su suelo natal. Si bien, fue nombrado presidente de las dos provincias independizadas, encomendó el mandato de la Nueva Granada en manos del vicepresidente Francisco de Paula Santander y la de Venezuela a cargo del general José Antonio Páez para él poder extender el renacer libertario a otros confines americanos.

Junto al Mariscal Antonio José de Sucre, liberó con titánico arrojo la Audiencia de Quito (actual Ecuador), tras vencer en la batalla de Pichincha (1822). Poco después, comandó la insurrección del Perú, última fortificación española en Sudamérica. En 1824 obtuvo la resonada victoria de Ayacucho. Los últimos enclaves realistas del Alto Perú fueron disueltos en 1825, creándose allí la República de Bolívar (actual Bolivia). Este gigante, que no cabía en su diminuto cuerpo, fue Presidente de Colombia (1819-30), Perú (1824-26) y Bolivia (1825-26).

La grandeza de Bolívar se extendió por toda la Gran Colombia, vasto territorio que entonces abarcaba desde el Caribe hasta la frontera argentina. Sin embargo, ingratamente, su ideal de una Hispanoamérica unida fue prontamente lacerado. Las guerras civiles no se hicieron esperar, incitadas por las mezquindades personales de sus líderes y los intereses de cada zona en continúa pugna con las regiones colindantes. En el revelador texto Una mirada sobre la América española, Bolívar derrama con amargura su desilusión: “No hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los tratados son papeles; las Constituciones libros; las elecciones combates; la libertad anarquía; y la vida un tormento”. ¿Un pensamiento visionario que aun hoy nos atañe?

En 1829 se agudizó irreversiblemente la crisis de la Gran Colombia, de la misma manera que se quebrantaba la salud del Libertador. El caudillo Páez encabezó un nuevo levantamiento que intentaba separar a Venezuela de la Gran Colombia y, al mismo tiempo, erigirse en jefe de gobierno. Se le prohibió a Bolívar la entrada a territorio venezolano. Decepcionado y muy enfermo, el gran héroe renuncia a la presidencia.

Se marchó desolado a Cartagena, no sin antes despedirse de su amada Manuela Sáenz, cuya intensa relación Neruda compendia en los siguientes versos: “Hasta hoy respiramos aquel amor herido, / aquella puñalada de sol en la distancia". Estando en Cartagena, el 1º de julio de 1830, la noticia del asesinato de su entrañable amigo Sucre, le inflige uno de esos golpes devastadores, “resaca de todo lo sufrido”, a los que se refiere Cesar Vallejo en “Los heraldos negros”.

En fatídico peregrinar por la costa atlántica colombiana, la ineludible, con sus pálidos labios de escarcha, finalmente mitiga la fiebre que literalmente consumía la frente de nuestro coloso de luz, un 17 de diciembre de 1830, a las doce del día, cuando contaba sólo 47 años de edad.

En el pasaje en Caracas, donde un fatigado viajero busca amparo a la sombra de  la estatua  “que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo”, el peregrino – José Martí –  expresa: “Bolívar murió de pesar del corazón, más que de mal del cuerpo, en la casa de un español, en Santa Marta. Murió pobre, y dejó una familia de pueblos”. ¡Nosotros somos esa familia!

El libertador (II)

El edificio que acoge al Ministerio de Relaciones Exteriores venezolano, en Caracas, abriga con celo el famoso retrato al óleo de Simón Bolívar, obra de Paul Guérin (1824).

Por Leonardo Venta

La promesa realizada por Simón Bolívar en el Monte Sacro, durante su viaje a Roma en 1805, lo circunscribe al sentir romántico del siglo XIX: “Juro por el Dios de mis padres; juro por ellos: juro por mi honor, y juro por mi patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”.

Ya en Caracas, en junio de 1807, conspiró contra el régimen absolutista español.
El 9 de julio de 1810, zarpó en la corbeta inglesa Wellington rumbo a Londres. Entre sus objetivos, procuraba rescatar al también caraqueño Francisco de Miranda para la causa de la revolución, y conseguir el apoyo británico para dicha empresa. El joven Bolívar logra sus propósitos. Si bien, luego de la capitulación de Francisco de Miranda en San Mateo, el 25 de julio de 1812, se vio precisado a exiliarse.

Bolívar se desplazó a la isla antillana de Curaçao, desde donde se dirige a la capital del virreinato de Nueva Granada, la actual ciudad colombiana de Cartagena. Allí redactó su primer gran documento político, el “Manifiesto de Cartagena”, donde plasma la necesidad de crear una conciencia de nacionalidad americana y, sobre todo, la necesidad de unidad: “Nuestra división, y no las armas españolas, nos tornó a la esclavitud”, asevera.

En agosto de 1813, superando grandes conflictos dentro del marco de sus propias filas, entra victorioso en Caracas, en la que ha sido bautizada como “la campaña admirable”. La capital de la provincia de Venezuela, fundada en 1567, le coloca la aureola de Libertador. Sin embargo, los enfrentamientos de clases y de castas mellan los elevados propósitos libertarios de Bolívar.

Se inició una guerra social, marcada por el levantamiento de caudillos y los enfrentamientos entre llaneros y criollos. Las tropas de Bolívar fueron derrocadas por los llaneros. Desde Carúpano, el jefe patriota vuelve a reconocer la falta de unidad en el seno de la revolución, lo que, en su opinión, fue la causante de la guerra civil: “Así, parece que el cielo, para nuestra humillación y nuestra gloria, ha permitido que nuestros vencedores sean nuestros hermanos”.

Cartagena se deshacía en una lucha acérrima entre partidarios y enemigos del Libertador. Las divisiones y conflictos entre los dirigentes de la revolución incidieron en la renuncia de Bolívar a su regreso a Santa Fe. Se marcha a Jamaica, en mayo de 1815. En la bronceada isla caribeña, el héroe ante cuya estatua llorara José Martí, no cesa de luchar por la libertad con la que se comprometiera en 1805 en el Monte Sacro. Desde Kingston, escribe numerosas misivas a políticos y personalidades influyentes en busca de apoyo.

Entre los textos redactados por Bolívar en esa etapa, resalta la “Carta de Jamaica”, texto que certifica su gran capacidad como visionario político. De Jamaica se dirige a Haití, la primera región emancipada en América, donde organizó junto a otros exiliados venezolanos la llamada expedición de Los Cayos con los buques y pertrechos facilitados por el presidente haitiano Alexandre Petion. A mando de dicha expedición, desembarcó en la isla Margarita, el 2 de mayo de 1816. El 1º de enero de 1817 pisa suelo venezolano. Cuenta ahora con el apoyo de las temidas fuerzas montoneras de los Llanos, una caballería que desmembró completamente al enemigo.

El gran reto para Bolívar continuó siendo integrar todos los estratos de la sociedad en la lucha por la independencia. Se hizo necesaria una reconsideración de la estrategia política inicial. Las clases protagonistas, la aristocracia criolla y la burguesía mercantil, y las pujantes masas populares chocaban. Había odios y recelos de ambas partes. Los peninsulares se aprovechaban de esas diferencias incitando a los grupos marginados contra los criollos partidarios de la emancipación. La división interna fue la peor enemiga de la independencia.

Con los decretos de Carúpano y Ocumare de la Costa, en 1816, ratificados ante el Congreso de Angostura de 1819,  Bolívar ofreció la libertad a los esclavos que tomasen las armas para luchar por la libertad.  Él mismo hizo efectiva esta disposición con los suyos. En 1817, se unieron a las filas bolivarianas los temidos llaneros. De esa manera, el genio del caraqueño acertó en unificar a las fuerzas patrióticas bajo su mando, desarticulando el influjo divisionista de los caudillos. La adhesión de los grupos tradicionalmente marginados constituyó un factor decisivo en las consiguientes victorias de las fuerzas emnacipadoras.

El Libertador (I)

El martes, 24 de julio de 2012, el presidente venezolano, Hugo Chávez, reveló la foto digital del “nuevo” rostro del Libertador, realizada con el apoyo  de la técnica craneométrica. Este otro semblante de Bolívar ha recrudecido la reinante polémica entre partidarios y detractores del actual régimen venezolano.
                                                                              
Por Leonardo Venta


En su viaje de Nueva York a Venezuela en 1881, José Martí realizó apuntes a lo largo de una travesía de 12 días en barco. Años más tarde, en su revista infantil La Edad de Oro, al rememorar su llegada a tierra venezolana, escribe: "Cuentan que un viajero llegó a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó donde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, solo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo".

En el artículo “Tres héroes”, que conforma el primer número de La Edad de Oro, y en el cual Martí honra a Simón Bolívar, al cura Hidalgo y a José de San Martín, señala refiriéndose al primero: “Ganó batallas sublimes con soldados descalzos y medios desnudos. Todo se estremecía y se llenaba de luz a su alrededor. Los generales peleaban a su lado con valor sobrenatural”.

En Santiago de León de Caracas, nació Simón Bolívar la mañana del 24 de julio de 1783, destinado a convertirse en el líder indiscutible de la revolución que culminó con la emancipación de Sudamérica frente al poder colonial español, por lo que ha sido ennoblecido por la historia con el título honorífico de Libertador.

Proveniente de una acaudalada familia criolla venezolana, Bolívar quedó huérfano de madre y de padre siendo muy pequeño. Pasó al cuidado de su abuelo materno Don Feliciano Palacios, a quien también perdió a los 10 años. Tuvo como maestros al presbítero José Antonio Negrete, al político, humanista y poeta Andrés Bello y, sobre todo, a Simón Rodríguez, uno de los intelectuales americanos más importantes de su tiempo.

“Él formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso”, expresó Bolívar al referirse a Rodríguez. “Las relaciones entre Bolívar y Simón Rodríguez tienen algo de gran telón andino, de las consabidas y vastas resonancias en el libro de los destinos entre maestro profeta y discípulo genial”, afirmó en su decir inconfundible José Lezama Lima.

Bolívar leyó y admiró a pensadores de la Ilustración – marcados por las tendencias hacia el liberalismo político y económico y la reforma humanitaria –, entre ellos John Locke, Jean-Jacques Rousseau, Voltaire y Montesquieu. Con tan sólo 19 años de edad, viajó a Madrid, donde residían sus tíos maternos. En tierra española contrajo matrimonio con María Teresa del Toro y Alayza, el 26 de mayo de 1802. Pronto regresó a Caracas.

La muerte nuevamente se ensaña contra él, llevándose a su amada a escasos ocho meses de matrimonio. Opinan sus biógrafos que esa desgracia curtió, en parte, su fornido y estoico espíritu. Abatido pero no amilanado, regresó a España para adentrarse en el estudio de los clásicos antiguos y modernos, de los grandes pensadores bajo la tutela del sabio marqués Gerónimo de Ustáriz.

Viajó a través de España, Francia e Italia. En París, se embebió de las ideas de la Revolución y conoció personalmente a Napoleón Bonaparte y a Humboldt. En sus tres viajes a Europa, en 1799, 1803 y 1810, permaneció allí algo más de siete años. En Cádiz, ingresó a la masonería a los 21 años. En sus filas, ahondó en los filosofismos, en las esferas de las virtudes del espíritu: la templanza, la firmeza de ánimo, el valor, la devoción a la justicia, la perseverancia y la humildad, entre otras.

El 15 de agosto de 1805, en la colina romana conocida como el Monte Sacro, juró libertar a su patria ante su maestro Simón Rodríguez. En aquel histórico momento, el Libertador pronunció las palabras definitorias de su existencia: “Juro por mi honor y juro por mi patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que se hayan roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”.

martes, 10 de agosto de 2010

Semblanza de Andy García


Por Leonardo Venta

Si tuviese que escoger un nombre para encumbrar el orgullo cubano, en integridad artística, en este prolongado aliento de exilio, entre tantos, articularía abiertamente y en mayúscula el de Andy García, precursor del auge latino en Estados Unidos (aunque Oscar Hijuelos, el feliz Pulitzer de Literatura 1990, lo califique –digo, el vocablo ‘latino’– como un desacertado y prejuicioso intento sajón de restarle méritos a nuestros Garcías, González y Hernández, sólo por mencionar algunos de los apellidos castellanos más comunes).

El habanero Andrés Arturo García y Menéndez; o, quién sabe, el sobrio Vincent Corleone de "El Padrino III" de Francis Ford Coppola
–que le valió una nominación al Oscar–; o, simplemente, Andy García, fue durante la década de los ochenta –por no comprometer la de los noventa– el galán absoluto del rostro hispano en Hollywood. Sí, este gran actor, fervoroso amante de la música de su tierra, consagrado recientemente como director de cine, deslumbró a Hollywood antes que Antonio Banderas y Benicio del Toro.

Tenía 5 años cuando salió de su Cuba en 1961 para instalarse en Miami en calidad de exiliado. No obstante, el embrujo habanero nunca dejó de ceñir sus emociones. García, que va para 53 años, confiesa conservar todas las memorias aglutinadas de su amada tierra, como si hubiese presagiado el no regreso, y se viera obligado a retener, como un Marcel Proust de nuestros días, el diminuto (e insondable) tiempo perdido.

Al célebre actor cubano nunca le ha afectado la vanidad, fruto casi invariable del estrellato, ni el saberse admirado. Más bien, le incita el amor y el respeto hacia sus raíces y una honda bondad hacia el prójimo. Produjo y dirigió en 1993 el documental “Como su ritmo no hay dos”, lo cual ayudó a revitalizar la carrera del casi olvidado legendario músico cubano Israel López 'Cachao'.

Andy García perfila sus papeles y traza su rumbo artístico más por el amor a su carrera y a su patria, que por el dinero que pueda obtener. Comparte su cariño con María Victoria, compañera de muchos años, y sus cuatro hijos, cuya privacidad protege con entrañable celo. Es sumamente austero en su vida social, alejado de los escándalos y frivolidades que acechan a las celebridades. Así, se ha granjeado un respeto envidiable, no sólo por su talento y carisma como artista, sino también por su integridad.

Se preparó durante 16 años para honrar a su entrañable amada, Cuba, con el tesón arrollador de un titán enamorado. En 2006 estrenó "La ciudad perdida”, en la que debutó como director de largometraje de ficción. La cinta, basada en un excelente libreto de Guillermo Cabrera Infante, es un poema heroico al amor, a un sueño imposible, la ciudad perdida, que bien puede ser La Habana ausente, o cualquier otro entrañable rincón de nuestras nostalgias.

sábado, 12 de junio de 2010

Emmett Till, el sueño segado de un niño negro


Por Leonardo Venta

El 20 de agosto de 1955, Emmett Till y su primo Curtis Jones salieron en tren de Chicago rumbo a Mississippi, en un vagón de “gente de color.” Iban de vacaciones a casa de sus familiares. A pesar de conocer la segregación racial en el Norte, no habían experimentado aún la crueldad desmedida del Sur.

La tarde del 24, una semana después de su llegada, Emmett – de sólo 14 años – y siete muchachos de su propia raza se dirigieron llenos de júbilo a una pequeña tienda que respondía al nombre de Bryant’s Grocery & Meat Market. Según el recuento basado en el testimonio de los jóvenes que acompañaban a Emmett, que aparece en el libro The Civil Right Movement de Sandford Wexler, dos de los que viajaban con él le habían retado a entrar en el establecimiento y piropear a la atractiva dueña blanca, Carolyn Bryant.

Bobo, como le llamaban a Emmett, aparentemente impulsado por este pueril desafío entró en el negocio. Compró dos centavos de goma de mascar, y mientras abandonaba el local, para impresionar a los otros, se despidió de la joven propietaria diciéndole: “Adiós, nena”, al mismo tiempo que le lanzaba un piropo en forma de silbido.

Tres días más tarde, en la madrugada del 28 de agosto, dos hombres portando pistolas Colt 45 automáticas –Rob Bryant, el esposo de Carolyn, y su hermanastro Joe W. Milam –llegaron a la casucha rural de Mose Wright, tío de Emmett, y arrastraron el cuerpo semidormido del niño hacia la camioneta de carga en que habían llegado. El vehiculo se esfumó en la oscuridad de la noche.

Unos días después, un pescador encontró el cadáver mutilado de Emmett en el río Tallahatchie; le habían sacado un ojo a golpetazos y la cabeza estaba completamente deformada. Amarrado al cuello con alambre de púa, tenía un ventilador de desmotadora de algodón con el cual le hundieron en el río. Su lengua era ocho veces el tamaño de lo normal. Se veía con claridad sobre la oreja izquierda un orificio del tamaño de una bala.

Mamie Bradley, la valiente madre de Emmett, exigió que el cadáver de su hijo fuera enviado inmediatamente a Chicago, y que se realizara un velorio con el ataúd abierto. Por cuatro días, miles de personas desfilaron ante el féretro para expresar su dolor e indignación.

El esperado juicio contra los homicidas se efectuó el 19 de septiembre, en una atmósfera donde no se sabía que era más insoportable, si el calor o la humillante manera en que eran tratados los negros. El fiscal tuvo grandes dificultades en encontrar testigos. En aquel tiempo, un negro que inculpara públicamente a un blanco de cualquier delito que fuese, ponía en riesgo su propia vida.

No obstante, el día del juicio, Mose Wright se levantó como una columna de luz y apuntó con su dedo negro, encallecido por el arduo trabajo en los campos de algodón, al rostro de J.W. Milam, diciendo: “Thar he”—“Ese es él,” e inmediatamente sin ningún temblor, con aquel mismo dedo que delineara historia unos segundos antes, señaló hacia Roy Bryant, el hombre que conjuntamente con Milam había arrastrado de su casa el cuerpo inocente de su sobrino nieto.

Los homicidas nunca fueron castigados. Medio siglo después de aquel horrendo crimen, el Consejo Comunal de Chicago y el diputado Robert Rush presentaron ante la Cámara de Representantes de los Estados Unidos una moción de reapertura del caso. Tristemente, la madre de Emmett murió en el 2002 sin poder paladear el comúnmente quimérico bocado de la justicia.