La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

miércoles, 2 de abril de 2014

Entre irreverentes monólogos

Marisol Correa


Por Leonardo Venta

Aquellos que nos hemos embriagado de profusos onomásticos, conocemos de cerca el ineludible efecto transformador de los años. Sin embargo, aparte del sigiloso arrollador desasosiego que padecemos a merced de relojes y calendarios, existe otra manifestación subjetiva del tiempo, inexplicablemente suspendida en éste, determinada por nuestra libertad y capacidad de sentir y sentirnos. Mi zambullida teatral del pasado sábado, tuvo algo de ambas experiencias.


Hube de enterarme en el invierno de 1996 del estreno en Nueva York de “Los monólogos de la vagina”, revolucionaria pieza teatral de la feminista Eve Ensler. Con el polémico vocablo ‘revolución’ estacado en mis sentidos, perdiendo pesadamente su calor de estrenos en la poco frecuentada estratósfera cultural que limita mis proscriptas provincianas espiraciones, hube de esperar 18 años por la llegada de los susodichos monólogos a Tampa. La prolongada espera quizá explique, entre otras razones, el deleitable lleno total de la sala  teatro del centenario Centro Asturiano.

Y como de esperas se trataba, desde mi butaca – que prologaba un áspero silente monólogo/diálogo con mi trasero –, me transpolaba a la descripción que hace Émile Zola en su novela Naná del impaciente bullicioso público que aguardaba por largo tiempo la salida a escena de la voluptuosa protagonista de su narración. El espectáculo del 22 de marzo de 2014, anunciado para las 8:30 p.m., tuvo algo de esa deliciosa espera, para algunos, e irritante demora, para otros. Comenzó pasadas las nueve de la noche.

Una pegajosa música dictó el comienzo de la obra; mientras, resguardado en la opacidad escénica, yo descorría inconscientemente mis etiquetadas emociones. Alba Roversi, Marisol Correa y Judith González se transformaron en soberanas de la soirée. Resguardaban sus cómplices libretos en atriles, mientras sentadas, y a veces de pie, parecían rivalizar y armonizar entre ellas capacidades histriónicas que recorrían los oscuros rincones de la sexualidad femenina – a mi juicio, los momentos más acertados de la obra –, mientras,  en un irreverente afán por arrancar carcajadas, daban la impresión de tropezar de vez en cuando con la vulgaridad; si bien, el sentir solidario y emancipador de la propuesta escénica y sus excelentes actuaciones exoneraron un poco los impelidos embates de la tosquedad.

Bajo la dirección del venezolano Manuel Mendoza, su compatriota Roversi, que exhibe una valiosa trayectoria artística; la colombiana Correa, en mi opinión, lo mejor de la velada; y la cubana González, célebre por su personificación de “Magdalena la pelua”, se desdoblaron en numerosas caracterizaciones testimoniales para reflejar el resultado de decenas de entrevistas realizadas por Ensler a féminas de todas las edades y estratos sociales. La obra abanicó un discurso feminista, con todas sus consabidas connotaciones, el cual fundía acontecimientos adversos con otros deleitables, valiéndose, a su vez, de un humor que no entiende de dogmas, mucho menos de comportamientos desvinculados del sentir popular en cada una de sus más genuinas manifestaciones.

Evaluando la risa – un objetivo que perseguía y logró prolijamente la experiencia del 22 de marzo –, entendiéndola como máscara de problemáticas existenciales esenciales, la obra fue una franca invitación a la hilaridad reflexiva. Se mofaba de la realidad, la desnudaba,  al funcionar como un dispositivo social purificador que establecía un productivo diálogo – no monólogo – para otorgarle una nueva textura, táctil, olfativa, digerible, a la  tramoya escénica.

La deshabitada escenografía y la atmósfera literalmente sombría, conjuraban la necesidad protagónica del lenguaje como elemento de denuncia, estimulando el genuino efecto catártico, fúlgido, de la pieza teatral, en su función de desenmascarar las apariencias, la hipocresía, los tabúes sociales; al mismo tiempo que desmaquillaba la ancestralmente pintorreteada identidad  femenina para devolverle su desbetunado y maniatado lustre.

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