Según Cesar Vallejo, el 16 de marzo
de 1892, fecha en que él naciera en Santiago de Chuco – la capital de la Poesía
en el Perú –, Dios estuvo enfermo. El poeta de las tristezas propias y, sobre
todo, las ajenas, supo ahondar como pocos en el dolor cotidiano y la muerte;
presentar al mundo como un lugar hostil donde los alienados viven sin
esperanzas; al mismo tiempo que formular la superación de los males sociales
mediante la solidaridad y la acción revolucionaria.
La grandeza poética de Vallejo no
tiene paragón en Perú ni, tal vez, en la América del siglo XX. Cuando emprendió
su peregrinar por los piélagos de la poesía, reinaba en su país la pomposidad
sensorial modernista de José Santos Chocano, la delicada constelación simbólica
postmodernista de José María Eguren; y el etéreo refinamiento de “la belle
époque peruana”, resumida en la lírica del también narrador Abraham Valdelomar,
todos bajo el celaje del nicaragüense genio dariano.
En el primer poemario de Vallejo,
Los Heraldos Negros (impreso en 1918, aunque no circuló hasta 1919), si bien el
no tan joven poeta – 26 años de edad – aún infunde aliento a la estética
modernista, escapa de su ser un hondo bramido propio, desolado y sensible,
capaz de tañer y estrujar las fibras más indóciles y recónditas del alma, para
arropar el inmarcesible paraje evasivo de los poetas que le precedieron con el
lamento del insondable dolor omnipresente: “Hay golpes en la vida, tan
fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la
resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... ¡Yo no sé!”, gime
virilmente Vallejo en el poema "Los heraldos negros" que da título
general al libro que lo incluye
Los Heraldos Negros, el poemario,
está en buena medida colmado de poemas de amor, rasgados con componentes
cristianos que el hablante lírico evoca o cuestiona, tras una constelación de
culpas y arrepentimientos. En “El poeta a su amada”, leemos: “Amada, en esta
noche tú te has crucificado / sobre los dos maderos curvados de mi beso, / y tu
pena me ha dicho que Jesús ha llorado, / y que hay un viernesanto más dulce que
ese beso”, para luego depositar un enamorado lúgubre ósculo a la pureza
amorosa, “y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos. // Y ya no habrá
reproches en tus labios benditos; / ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura
/ los dos nos dormiremos, como dos hermanitos”.
Su segundo libro, Trilce (1922),
constituye un momento clave en la renovación del lenguaje poético
iberoamericano. Nuestro gran poeta trasciende los modelos tradicionales que
hasta en cierto sentido había respetado, añadiendo elementos de la vanguardia a
su poesía. Si bien, numerosos estudiosos afirman que alcanzó su plenitud como
poeta con Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, publicados
póstumamente (1939 y 1940).
A raíz de una falsa acusación de
vandalismo y asesinato, fue a la cárcel por alrededor de tres meses. El 17 de
junio de 1923 abandona para siempre su amado Perú, para dirigirse a una
luminosa capital francesa que sólo le ofrecería tenebrosidades económicas y
emocionales hasta la muerte. “Me moriré en París con aguacero, / un día del
cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París – y no me corro – / tal vez un
jueves, como es hoy, de otoño”, presagió en “Piedra negra sobre una piedra
blanca” (1937).
El Vallejo que descendió en calidad
de irreverente Cristo-poeta, o Alonso Quijano – en angustiosa anagnórisis – a
la Cueva de Montesinos, o al literal infierno de la condición humana, si bien
no murió un jueves, falleció un Viernes Santo, el 15 de abril de 1938. para
darle forma a tan desgarradora experiencia en quejumbrosos y apasionados
henchidos versos.
Cristo marxista, camarada de los
pobres y desclasados, juglar de la justicia, el amor y la solidaridad social,
César Vallejo vivió y escribió – magistralmente – como quien robara ‘huesos
ajenos’, o se bebiera el café que le estaba destinado a otro.
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