"Don Quijote", Honoré Daumier |
Por Leonardo Venta
Mi afán de narraros íntegramente mi aventura como fiel escudero, junto a mi buen don Quijote, no ha cesado, como ya habéis corroborado mediante el título que encabeza este escrito. Es un principio básico terminar lo que se empieza. Sin embargo, arrastramos malos hábitos de emprender proyectos y no terminarlos. Si bien en el caso de esta historia os prometo, Dios mediante, no claudicar en mi empeño. Mi señor don Quijote no aprobaría tal liviandad en mí.
Había interrumpido mi narración en el Toboso cuando mi amo admite por vez primera que su Dulcinea no es lo que había imaginado, “no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata”. Sin embargo, yo me las ingenié para, esgrimiendo sus propios argumentos fantasiosos, explicarle que los encantamientos del mago Frestón eran responsables de dicha desfavorable mutación.
Un tal filólogo argentino, llamado Isaías Lerner, reconoce que los diez años transcurridos desde la aparición de la Primera parte del libro, en que somos protagonistas mi señor y yo, justifican la necesidad de legitimar la novela de parte de don Miguel. Aunque, se equivoca el tal Lerner, porque ni don Quijote ni yo somos frutos de una fantasía novelada. Nos hemos ganado el derecho a la inmortalidad. ¿No es cierto?
Por lo tanto, mucho cuidado, esto que escribo a continuación no es afirmación mía sino del tal Isaías Lerner: “Pero de 1605 a 1615 – período transcurrido entre la publicación de la Primera y Segunda parte del Quijote –, Cervantes debió enfrentar el desafío de la creciente popularidad de su libro, la necesaria atracción de otros lectores y la aparición de un apócrifo en 1614, cuando más de la mitad de su Segunda parte estaba ya escrita”. Avellaneda es el seudónimo de dicho autor apócrifo, aunque no constituye la única imitación del libro en tiempos de don Miguel, pero sí es la que más le airó, al extremo de arremeter contra el tal Avellaneda en el prólogo de la Segunda parte del Quijote.
Así establece el tal filólogo rioplatense la importancia del supuesto traductor “inventado en la Primera parte… que proponía el encuentro de un misterioso manuscrito en lengua ignota”, y que reaparece en la Segunda en calidad de censor: “… venían tres labradoras sobre tres pollinos, que el autor no lo declara…”. Por si lo habéis olvidado, os recuerdo que don Miguel le atribuye la autoría de esta historia que me ocupa al arábigo Cide Hamete Benengele, y a un morisco aljamiado su traducción al castellano: “… llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos… anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante”.
Yo, por mi parte, reconozco que cada día pienso más como mi señor. Al principio de nuestras aventuras, Dulcinea era sólo para mí una tosca aldeana; ahora, hasta miento a conciencia para sobrellevar, quizá, la locura de mi amo o abrigar su desamparo emocional – noten como ya hasta me inspiro para narrar –; descubro en Dulcinea el ideal ennoblecedor al que aspira todo caballero andante, ideal ético mediante el cual don Quijote sobrepone toda adversidad, medicina vital para el espíritu de quien ha dejado de ser mi amo para convertirse en mi amigo. ¿No os rememora esta amistad nuestra, que trasciende las limitaciones siervo-amo, lo predicado en los Evangelios? “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos…”, afirma Jesucristo. Ciertamente, la amistad es uno de los valores que don Quijote ha despertado en mí. Humedece mi barroco teclado una espesa lágrima. Es tiempo de hacer una pausa…
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