Detalle barroco de un relieve en iglesia mexica, ángeles amerindios |
Por Leonardo Venta
El barroco, notorio por su estilo recargado, encierra en sí la paradoja de un abismal miedo a la falta o carencia. Alejo Carpentier lo define “constante del espíritu, que se caracteriza por el horror al vacío... un arte en movimiento, un arte de pulsión, un arte que va de un centro hacia afuera y va rompiendo, en cierto modo, sus propios márgenes”.
Marcado por un afán histórico de desplazar al renacimiento, el barroco, con todo el desdén terminológico de los componentes que le aglutinan y enrarecen, arropa la cultura y el arte europeo – así como cobra su perfil americano –, de finales del siglo XVI y XVII, para dilatarse y espejearse en las matutinas playas del XVIII. Para otros, nunca ha tenido un definitivo ocaso.
Carpentier en la introducción a su conferencia dictada en el Ateneo de Caracas, el 22 de mayo de 1975, discrepa con aquellos que le califican de arte decadente. “Cada vez que oigo hablar de arte ‘decadente’ me pongo en un estado de furia sorda… esto… se ha aplicado sistemáticamente a una multitud de manifestaciones artísticas que, lejos de marcar una decadencia, marcan las cumbres de una cultura”, afirma el autor de Concierto Barroco.
El término ‘baroco’ suele vincularse con el arte, la arquitectura, la música y la literatura occidental, que partiendo de un sentimiento de crisis y desilusión – manifiestos en la honda desigualdad social, los conflictos bélicos y la miseria – evoluciona hacia una superación de dichas adversidades: lo recargado persigue llenar ese vacío.
Es característica del barroco la dificultad en la comprensión de su lectura, su hermetismo, su carácter polémico, chocante, cuyas manifestaciones, especialmente las cultivadas por Luis de Góngora, su cúspide y prototipo literario, han sido consideradas, inmerecidamente, “meras manchas de color” en la escritura.
Otros sellos distintivos del barroco son: amplio uso de cultismos, neologismos de origen latino y griego, sintaxis confusa y latinizante, alteración del orden normal de la colocación de las palabras, abundancia de imágenes y metáforas, gusto por los elementos sensoriales: color, luz, sonido, tacto, olor; así como suma devoción por la mitología. El barroco es elitista pero estimula la creatividad y el ejercicio del intelecto; persigue el goce estético que se arrellana en la beldad de la palabra.
En Nuestra América se nos imbuye para cobrar magnitudes soberanas. Desde sus inicios gesticula una pluralidad significativa – en sor Juana y Carlos Sigüenza, por ejemplo – cuya paradoja consiste en ponderar un poder foráneo, avasallador, y, al mismo tiempo, con taimado espíritu subversivo, desplazarse hacia la contraconquista, al decir lezamesco, mediante el cultivo de gestos autóctonos americanos.
Se nos transforma en auriga para recorrer con esplendorosa cautela su henchida carrera, si bien liado a la hegemonía de discursos e instituciones de la Metrópoli. En calidad de conciencia social periférica, se vale de tretas en el devenir de una agenda tan sagaz como perentoria. Según Alfredo A. Roggiano, “… sería el traslado del Barroco de España a sus ‘dominios de ultramar’, con variantes que se justifican según razones propias de un proceso histórico en los que se juegan intereses de la colonización por parte del conquistador y de la defensa de lo genuino y propio por parte de los pueblos dominados”.
En calidad de ‘la otredad’ o ‘lo distinto’, y en búsqueda de la afirmación de lo propio, el americano se debate constantemente en dos directrices fundamentales: afianzar su identidad, y al mismo tiempo resistir, consciente o inconscientemente, el avasallamiento hegemónico cultural europeizante.
Curiosamente, publicado el mismo año en que salió a la luz Ficciones de Borges, 1944, en De la Conquista a la Independencia, Mariano Picón Salas realiza uno de los estudios más lúcidos que se haya escrito sobre el barroco americano. (continuará la próxima semana)
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