La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

viernes, 6 de mayo de 2011

Oficiando como escudero (II)

Alfredo Palmero, "Don Quijote"


Por Leonardo Venta
Yo, Sancho, el más torpe de todos los escuderos – aunque después de tanto codearme con don Quijote ciertamente me haya cultivado un poco (lo que explica ciertos rasgos refinados de mi actual léxico, a pesar de que no soy el que escribe, pero sí el que dicta) –, emprendí la semana pasada la tentativa de una serie de aventuras reflexivas sobre la novela que narra mis vivencias y las de mi señor, el cual antes de chiflarse no era caballero andante sino el simple aldeano Alonso Quijano.

Expuse, entonces, cómo la novela estaba dividida inicialmente en dos libros, 1605 y 1615; me referí, por lo demás, al prólogo mordaz del Primero, en que don Miguel se mofa de la afectación erudita de nuestros llamados hombres de letras; aunque el manco de Lepanto – tan progenitor mío como de don Quijote – hubo de atribuirle la originalidad de los manuscritos al historiador moro Cide Hamete Benengeli, como especie de juego literario en el que prefiero no detenerme.

Comenté, además, sobre el episodio de la ‘venta’, especie de Days Inn para el lector estadounidense del siglo XXI, que mi señor confundía con un castillo; así como traje a colación, según la opinión de cierto amigo, Dornaole Tanve, lo divertido que resulta la lectura de una novela que desalma y desarma nuestras más rígidas sensateces.

De esa manera, los mismos encantadores que conspiran contra don Quijote, como iremos viendo, se confabularon contra la tendencia al perfeccionismo ortográfico que ha heredado de don Miguel el pobre transcriptor de este relato, al transmutar el término ‘sensateces’, como debe escribirse el plural de sensatez, en el erróneo ‘cénsateses’, como recientemente salió impreso en el semanario Al Tacega, y de cuya trasgresión ortográfica lo declaro solemnemente inocente, así como inculpo a los mismísimos encantadores que se han conjurado contra mi buen don Quijote.

Consumada esta aclaración, permítaseme proseguir mi relato. Un cura y un barbero revisan los ejemplares de la biblioteca de mi señor, y ordenan a la hoguera a aquellos que consideran le han enloquecido, no sin antes emitir juicios, que seguro provienen de don Miguel, sobre las obras más populares entre los pocos que saben leer y escribir entre nosotros. Yo, Sancho, aunque buen testigo de vista, soy analfabeto; así mi amigo, el señor Tanve, ha escrito, dictadas por mí, muy llanamente, como diría Bernal, estas aventuras sin torcer a una parte ni a otra.

Terminada la quema de libros, de la que se salvan muy pocos, entre ellos, El Amadís de Gaula y la novela pastoril La Galatea, del propio manco de Lepanto, se tapia la biblioteca de mi señor y le explican que sus libros han desaparecido. Mi amo se figura que el mago Frestón es quien se los ha llevado.

Luego, en nuestra primera y más célebre aventura, el hidalgo caballero, que no es bueno para escuchar consejos, se enfrenta a molinos que cree gigantes, y así termina totalmente magullado. En lugar de admitir su error, acusa nuevamente al sabio Frestón, esta vez le imputa el haber transformado a los gigantes en molinos al justo instante de haberse encimado sobre éstos para así robarle la gloria de su hazaña. "...mas al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada”, afirma con ennoblecida certeza don Quijote.

En otras aventuras, mi señor se enfrenta a mercaderes toledanos que confunde con caballeros andantes, para resultar igualmente maltrecho. Sin admitir su derrota, alega “que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes”. Confronta, además, a un belicoso vizcaíno; intenta salvar a un mozo de los azotes de su amo; así como desafía a monjes benitos que confunde con encantadores que llevan secuestrada a alguna hermosa princesa.

Eso sí, aunque se equivoque, sea golpeado u objeto de burla, el ingenioso hidalgo nunca claudica. Sus aventuras iniciales, más que derrotas, manifiestan su deseo de vivir. Más que vencer o perder, lo importante para él es luchar, enarbolar estandartes de ideales, sin importar lo que otros opinen. A este punto de la historia… dudo si las de mi señor sean locuras o sensateces… ¡Ah!... pero esta vez los encantadores no se han salido con las suyas, al menos, con el transciptor de este buen escudero. ‘Sensateces’, según me han corroborado los casa errores, ha sido escrito correctamente. Volvamos, pues, con Don Quijote la próxima semana ¿Vale?

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