"Retrato de Miguel de Unamuno", obra de Ramón Casas |
Por Leonardo Venta
"Hay
algo que, a falta de otro nombre, llamaremos el sentimiento trágico de la vida,
que lleva tras sí toda una concepción de la vida misma y del Universo, toda una
filosofía más o menos formulada, más o menos consistente. Y ese sentimiento
pueden tenerlo, y lo tienen, no sólo los hombres individuales, sino pueblos
enteros. Y ese sentimiento, más que brotar de ideas, las determina, aún cuando
luego, claro está, las ideas reaccionen sobre él corroborándolo. Unas veces
puede provenir de una enfermedad adventicia, de una dispepsia, verbigracia;
pero otras veces es constitucional. Y no sirve hablar, como veremos, de hombres
sanos e insanos. Aparte de no haber una noción normativa de la salud, nadie ha
probado que el hombre tenga que ser naturalmente alegre. Es más: el hombre, por
ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un
animal enfermo. La conciencia es una enfermedad".
(Unamuno, Del sentimiento trágico
de la vida)
A Miguel de Unamuno,
uno de los intelectuales españoles más destacados de la era moderna, como buen
existencialista, le obsesionaban temas como el ansia de inmortalidad y el
conflicto de la fe.
En su ensayo filosófico Del
sentimiento trágico de la vida, publicado en 1913, se refiere a una fe
individual, en la que la persona intenta relacionarse con Dios, sin
intermediarios, sin lo abstracto y superfluo de la terca religiosidad,
cuestionando su existencia. “Ése en que crees, lector, ése es tu dios, el que
ha vivido contigo en ti, y nació contigo y fue niño cuando eras tú niño, y fue
haciéndose hombre según tú te hacías hombre, y que se disipaba cuando te
disipabas”, afirma.
Para Unamuno, la idea de la muerte
provoca en el hombre un ávido afán de vivir, a plenitud. Este anhelo se
convierte en obsesión y se desprende en desgarradora voz de protesta ante la
imposibilidad de materializarse, al mismo tiempo que origina una gran
preocupación ante lo desconocido y el temor a un final.
El conflicto entre la imposibilidad de
brindar una acertada explicación a la existencia, no comprender el sentido de
la vida, y el aspecto deshacedor de la religiosidad, con su carácter privativo
y vago, forman parte de la temática que aborda este libro. La lucha que propone
el escritor bilbaíno es entre el sentimiento, con ese indecible clamor
ontológico por Dios, al decir del salmista, "como el ciervo que brama por
las corrientes de las aguas", y la improcedente razón, que le lleva al
escepticismo.
Leemos en el texto unamuniano cómo “el
hombre de carne y hueso” objeta su asentimiento a la revelación de Dios: "¿Y
qué cosa es fe? Así pregunta el catecismo de la doctrina cristiana que se nos
enseñó en la escuela, y contesta así: creer lo que no vimos. A lo que hace ya
una docena de años corregí en un ensayo diciendo: "¡Creer lo que no
vimos!, ¡no!, sino crear lo que no vemos".
Unamuno asiente en que se ha pensado
que “hace falta un cimiento en que cimentar nuestra acción y nuestras obras”.
Sin embargo, opera desde el plano de las contradicciones. El conflicto es, para
él, parte constitutiva de su identidad, de la de sus semejantes, y base de su
propio método de reflexión.
En este texto, el genial autor, que
cultivó todos los géneros literarios, se refiere al hambre de inmortalidad: “!Ser,
ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más, ¡hambre de Dios!,
¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre! ¡ser Dios!". Al leerlo, nos viciamos con el desasosiego
que nos conduce a cuestionar la existencia de Dios, reflejada en la voluntad de
vivir como creyente y la imposibilidad de creer consecuentemente.
En Del sentimiento trágico de la
vida, un libro breve pero denso, coronado con once capítulos y una conclusión,
el filósofo y gran escritor español de la generación del 98 da voz a nuestras
propias angustias existenciales, conscientes e inconscientes. Desgarra nuestros
temores y canaliza íntegramente la desazón que nos provoca la sola idea de no existir,
al reflexionar en su postulado: "Lo que no es eterno tampoco es
real".
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