Mariano José de Larra ocultó su identidad, durante años, bajo el pseudónimo de Juan Pérez de Montalbán |
Por Leonardo Venta
Los nombres son palabras que
designan o identifican tanto a los seres vivientes como a los inanimados. Son aplicables a diferentes categorías. Existen los nombres propios y los
comunes. También sirven para identificar
al honor, la reputación y la fama. Comúnmente
llamamos “de buen nombre” a quienes consideramos prestigiosos.
En la antigüedad, eran nombres los
que se daban por señal secreta para reconocer a los amigos durante la
noche. Asimismo, se usan nombres
abstractos para mencionar realidades no visibles, como la belleza, el amor y la
poesía. Nos referimos también a los
nombres colectivos para designar a personas, animales o cosas que pertenecen a
una misma clase, especie o familia, significando su naturaleza o sus
cualidades. Son famosas las funciones
apelativas de los sobrenombres, comúnmente utilizados entre camaradas. Existen otras categorías que incluyen los
nombres concretos, los contables, los de guerra, y aquellas cosas que “no
tienen nombre” para señalar lo vituperioso y, en otros casos, lo sorprendente,
lo inexplicable.
Los nombres son creados por el
hombre para efectos de su propio conocimiento –el mismo ser—, en ese afán de
determinar el proceso vital evolutivo. Los
nombres manifiestan la imperiosa necesidad de denotar y referir. El nombre fija la exclusividad del individuo,
y como tal su señorío. La firma en la
escritura legitima el Yo. El nombre
propio de un hombre o una mujer refleja – en muchas culturas – el doble origen
del ser, heredado del padre y de la madre.
Uno de los grandes afanes del individuo es el de honrar su nombre y, al
mismo tiempo, una de sus mayores preocupaciones es el temor a que su prestigio,
o buen nombre, sea agraviado.
Las calles tienen nombres, los
libros, los artículos periodísticos, las revistas, las obras de teatro, las
películas, las agrupaciones musicales y artísticas, las canciones, los países,
las ciudades, los componentes de la flora y la fauna, las religiones, las
batallas, los navíos, los ciclones, los movimientos artísticos, las enfermedades…nombres,
nombres, nombres… Nuestras palabras y pensamientos se relacionan con los
objetos o individuos sobre los que hablamos o pensamos, y les asignamos nombres
para identificarlos, para entenderlos, para manifestarlos.
Algunos escritores se valieron de
seudónimos para encubrir su sexo (como George Sand, cuyo verdadero nombre era
Amandine Aurore Lucile Dupin). Por otra
parte, el escritor estadounidense William Sydney Porter utilizó el seudónimo de
O. Henry para encubrir su pasado. Mariano
José de Larra ocultó su identidad, durante años, bajo el pseudónimo de Juan
Pérez de Montalbán; Leopoldo Alas ha quedado inmortalizado como Clarín; José
Martínez Ruiz como el gran Azorín. El
genial escritor estadounidense Samuel Langhorne Clemens es simplemente el Mark
Twain que hemos llegado a admirar.
Algunos nombres nos persiguen como
predicados de una mala decisión, de un mal momento, como ejemplares del mal
gusto. No obstante, otros nos escoltan
felizmente como testigos de una comisión mesurada a la que hemos dedicado
tiempo, se saben amorosamente atrapados, manifiestos, develados, explicados,
entendidos, creados; entonces, se transforman en esos eficaces compañeros que
configuran y engalanan nuestra existencia, como una delicada prenda de vestir
que exterioriza nuestra facultad de sentir y apreciar la verdad y la belleza.
Después de muchos siglos de
historia, aún nos enfrascamos en la tarea de seleccionar nombres. Sin embargo, no siempre los escogemos
diligentemente. Sublimamos rebuscados e
ininteligibles vocablos, apilamos palabras sobre el discurso por el mero hecho
de que suenen bien, o porque estén de moda, o porque alguien, a quien
consideramos razonablemente sensato, nos haya sugerido su carácter
acertado. Es preciso, entonces, henchir
de embarcaciones remolcadoras el lodazal de los sentidos para rescatar a los
nombres de este gran naufragio.
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