El pasado 30 de marzo se cumplió el 160 aniversario del nacimiento del pintor Vincent van Gogh en el pequeño pueblo holandés Groot-Zunder. La existencia del gran artista parece haber quedado sellada por ese hálito melancólico de los sombríos largos inviernos del lugar que le vio nacer.
Van Gogh consideraba que el arte debe bajar a los estratos sociales más subyacentes, escudriñar la parte más oscura de los seres humanos, para descifrar y plasmar fidedignamente la esencia de los males de la sociedad. El ideal de belleza para él distaba mucho del prototipo académico.
En la llamada casa amarilla, en la ciudad a orillas del Ródano, convivió con el pintor francés Paul Gauguin, al que había conocido en París. Durante los dos meses que vivieron juntos, compartieron trabajo creativo y violentos enfrentamientos que culminaron con una riña en la que el holandés amenazó al galo con una cuchilla. Van Gogh, movido por un gran remordimiento, se cortó parte de la oreja. Gauguin abandonó la ciudad.
El artista holandés estuvo recluido durante un tiempo en un hospital de Arlés, y un año en el manicomio de Saint-Rémy, de la misma zona. El 27 de julio de 1890, inmediatamente después de acabar el impresionante cuadro “Cuervos sobre el trigal”, se pegó un tiro cerca del corazón. Murió dos días después. Recibió sepultura en el humilde cementerio de Auvers-sur-Oise. Su féretro fue cubierto con los girasoles que tanto amaba. El novelista y crítico de arte alemán Julius Meier-Graefe expresó refiriéndose a su muerte: “Se fue porque no podía ir más lejos”. Discrepamos. Vincent Van Gogh no se ha marchado; su arte es imperecedero.
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