Por Leonardo Venta
Quien lee a Jorge
Luis Borges debe constantemente consultar textos que interpola, así como
enfrentar una pleamar enciclopédica que transmuta el autor argentino bajo el
influjo de sus duendes literarios, sin excluir escenarios y personajes
presentados como reales, como parte de un efecto lúdico, parcial o enteramente fruto de su imaginación. En este contexto, Borges,
implícita o explícitamente, pretende hallar explicaciones a temas relacionados
con la razón, aunque sea negando la existencia de una respuesta válida o remedando
la realidad mediante el empleo de elementos fantásticos.
En el plano filosófico, Borges, aparte de Arthur Schopenhauer, a mi
juicio su filósofo predilecto, repasó con avidez a Friedrich Nietzsche, con
quien discrepó en múltiples aspectos. Estudió asimismo la obra del irlandés
George Berkeley, considerado el fundador de la moderna escuela del idealismo;
al polémico Hegel, que aplicó la antigua noción griega de la dialéctica a su
sistema filosófico; la obra del escocés David Hume, uno de los mayores
escépticos en la historia de la filosofía; a Immanuel Kant, considerado como el
pensador más influyente de la era moderna, entre otros.
La idea del mundo como
representación, tesis fundamental de Schopenhauer, es una constante en la obra
borgeana. El sujeto de la representación (el que conoce) y el objeto de la
misma (lo que se conoce), están condicionados por el espacio, el tiempo y la
causalidad. Según propone Kant, los individuos no pueden comprender la
naturaleza de las cosas en el Universo, pero pueden estar racionalmente seguros
de que lo experimentan por sí mismos. Dentro de esta esfera de la experiencia,
nociones fundamentales como espacio y tiempo son relevantes.
En uno de los textos tempranos de
Borges, el híbrido cuento-ensayo “Pierre Menard, autor del Quijote”, el
narrador expresa: “La verdad histórica, para él [Menard], no es lo que sucedió;
es lo que juzgamos que sucedió”, es decir, la percepción de la realidad. Según el idealismo que modula Schopenhauer en
su filosofía, y que Borges solfea admirablemente en su haber literario, las
cosas sólo existen cuando las percibimos. Traerlas a colación, no importa en
que forma, es redimirlas.
Sin menoscabar la profundidad del
pensamiento borgeano, lo literario prevalece sobre lo filosófico en éste,
prevalencia determinada por el carácter artístico/estético de la literatura,
que la filosofía como ciencia evita. Según el hispanista y traductor Roberto
Paoli, “... no puede exigírsele [a Borges] esa coherencia que se le pide a un
filósofo sistemático”, precisamente por ser literato. En ese sentido la
estética literaria trasciende los argumentos racionales que esgrime la
filosofía, pero no por eso los excluye.
Una visión metafísica de la realidad,
como parte del idealismo con el que se identifica desde temprana edad, es
latente en Borges, metafísica que engarza y se aviene muy bien a la estética de
la literatura fantástica que cultivará sistemáticamente. Funde la metafísica y
lo fantástico, como parte de una estética literaria que revoluciona la
literatura regionalista y el realismo decimonónico que le precedió. En el
cuento “Tlö, Uqbar, Orbis Tertius”, con que inicia su libro Ficciones expresa:
“Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud:
buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura
fantástica".
Borges entiende la realidad como un
sueño, que implica cierto escepticismo ante el destino y el rol impreciso del
hombre en el universo, superponiendo, fundiendo y confundiendo las dimensiones
sueño-realidad. He ahí, en parte, la ambigüedad, la ironía (de carácter lúdico)
y la aparente complejidad del discurso borgeano, no solamente como recurso
literario significativo para crear la atmósfera de suspenso y misterio que
caracteriza al género fantástico que cultiva, sino como obsesivo afán literario
de explicar la esencia de las cosas.
En el famoso soneto borgeano “El
sueño”, el hablante lírico pregunta: “¿Quién serás esta noche en el oscuro /
sueño, del otro lado de su muro?".
La pregunta, más que inquirir, sugiere la fusión de la existencia (la
realidad) y el sueño (la representación de dicha realidad). ¿Quién serás (o
somos) en esa dimensión misteriosa llamada sueño? ¿De qué manera se dilucida lo
real y lo onírico?, son las grandes interrogantes.
Borges sugiere la inconsecuencia
inexplicable de la existencia, y, por ende, cuestiona la validez universal como
una categoría absoluta. Para él, el universo tangible es tan irreal como el
sueño y la misma muerte, de la cual éste es una especie de ensayo, o augurio.
En el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius”, el hablante narrativo propone al mundo como una ilusión. El Tlön
(tierra) es un mundo ficticio, y Herbert Ashe, personaje de la vasta lista de
la inventiva borgeana, es “uno de sus modestos
demiurgos” [dios creador]. En el
“Tlön…”, los objetos físicos existen condicionados por la imaginación: “Los hay
de muchos [términos]: (…) el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados,
la sensación de quien se deja llevar por un río y también por un sueño”, afirma
la voz narrativa.
En “The immortals", cuento
escrito inicialmente en inglés, el hablante narrativo sugiere la necesidad de
emancipación del hombre de la prisión de los sentidos, de sus
obstrucciones engañosas, en ese afán de alcanzar la verdad y el conocimiento. La
realidad, para Borges, se aprehende mejor a través de la introspección que
mediante los sentidos; es la antonimia luz-oscuridad, realidad ficción, que sustenta
su tropológica escritura.
Nada es impensado en la obra de Borges.
Aun en sus poemas juveniles, como “Amanecer”, que integra la colección Fervor
de Buenos Aires, se vislumbra el viaje del sujeto a las ideas en búsqueda de
verdades filosóficas. El hablante lírico manifiesta haber revivido “(…) la
tremenda conjetura / de Schopenhauer y de Berkeley”, en una antonimia de
paisaje urbano desolado (espiritualmente) y poblado (literalmente).
La realidad como un sueño cobra vida
en “Amanecer”, mediante el símil que funde la ceguera literal con el alma
oscura de la ciudad desolada, que encierra en sí el afán insaciable de dilucidar
la verdad: “... y la noche gastada / se ha quedado en los ojos de los ciegos”. Más
allá de cualquier empeño estético, la obra borgeana procura la voluntad de
comprender e interpretar el universo.
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