"Sagrada Familia" (circa 1490), obra de Lorenzo
di Ottavio Costa el viejo, Musée des Beaux-Arts, Lyon.
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Por Leonardo Venta
Cuando nos
disponemos a celebrar otra Navidad, retomamos el recurrente empeño de develar
su legítima esencia. Si nos detenemos a contemplar las más célebres obras de
pintura que representan el nacimiento de Jesús, encontramos que la luz, en contraste
con la oscuridad que la circunda, se centra en la divina criatura en el
pesebre.
La imprevisión, con sus veleidosas
desinencias, no constituye la razón que nos ha motivado a hurgar en los
entresijos de este tema. La sociedad actual ha vaciado la Navidad de su
verdadero significado religioso, desvirtuando la profundidad de su mensaje y
celebración. Cristo, epítome del Amor, debe ser su razón y naturaleza.
La dicha navideña –que no tiene nada
que ver con el consumismo que cada año prolifera en la conmemoración del
nacimiento de Jesucristo– pudiera ser espejismo de un principio de amor y
fraternidad que hemos damnificado con nuestra indolencia y malas acciones
durante todo el año.
No son los regalos ni las fiestas ni
las bulliciosas manifestaciones de cordialidad la esencia del misterio de la
Navidad, sino el ejercicio de virtudes y valores que nos identifican con la
Segunda Persona de la Trinidad. El filósofo y teólogo Santo Tomás, llamado El
Príncipe de los Escolásticos, define la virtud como un “hábito operativo
bueno", una disposición habitual y firme a hacer el bien.
Cuentan los biógrafos de San
Francisco de Asís, que en el mes de diciembre de 1223, en una localidad
italiana de la provincia de Rieti, región de Lazio, el Santo de los santos se
lamentaba de que la observancia de la Navidad había sido ensombrecida por el
consumismo. Con el propósito de rescatar su verdadero espíritu, congregó a
varios amigos, junto con algunos animales, y recreó la escena del pesebre, conocida
como la Natividad.
La experiencia de Rieti fue singular
y edificante, y a lo largo de los años esa práctica –a la que se agregaron los
villancicos– se integró a la celebración del nacimiento del Mesías,
oficializada en el año 345 por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio
Nacianceno, padres y doctores de la Iglesia Primitiva. Aunque hay quienes
consideran que la celebración del 25 de diciembre es el resultado de la
degeneración que sufrió el cristianismo a manos del paganismo, sigue siendo la
fiesta más importante del año eclesiástico cristiano.
Sin embargo, no todo los rituales
navideños son de origen pagano. En 1742, Georg Friedrich Händel estrenó en
Dublín el oratorio "El Mesías", con su célebre coro
"Aleluya". Como sugiere el título, la composición recorre el
nacimiento de Jesús, su muerte y la resurrección. Una de las piezas más
populares de la sección de Navidad es "Porque un niño nos es nacido",
que se basa en Isaías 9: 6: "Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado,
y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero,
Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz".
Polícromos compromisos, disimulados
estreses, embriagados efugios, desiguales obsequios, producciones de "El
cascanueces" integran la nutrida lista de elementos que aderezan esta
celebración. Para lenitivo de quien escribe esta nota, no todo es consumismo en
las festividades decembrinas; hay padres, que a pesar de tener medios para
comprar costosos obsequios, precisan a sus hijos a intercambiar presentes
confeccionados por ellos mismos, sin gran valor material, pero con una
significación emocional edificante.
La Navidad es el tiempo propicio
para fijar la mirada en "el iniciador y perfeccionador de nuestra
fe", cuyas enseñanzas nos exhortan a amarnos los unos a los otros,
perdonarnos al igual que Él nos perdona; fraternizar –con amor de madre a hijo–
en tiempos favorables y de conflictos; así como cuidar de aquellos que, por la
razón que sea, no pueden valerse por sí mismos.
No importa cuánto anhelemos la paz,
vivimos en un mundo amenazado constantemente por la violencia, la discordia y
la codicia. Queremos ser honestos, pero la impudicia constantemente nos tiende
emboscadas. Procuramos repartir buenas acciones; sin embargo, nos dejamos
atrapar por los afanes de la vida y así procrastinamos –o anulamos– dichos
buenos propósitos. Necesitamos perdonar, pero no lo hacemos. Afirmamos
proponernos el bien ajeno, pero nos deslizamos hacia el egoísmo, la
manipulación, la enfermiza competitividad, la xenofobia, el racismo, los
prejuicios y el pernicioso orgullo.
No es el costoso regalo, ni el
humilde gesto de cumplido, ni la entrañable cena de Nochebuena, ni el
rencuentro con ese distante ser amado, ni la magia que desvanece el desaliento
para transformarlo en esperanza, ni la ociosa lágrima que se sublima en tierno
detenido gesto, la Navidad es atesorar la más meritoria de todas las dádivas:
Jesucristo, cuyo nacimiento celebramos para que –según establece Tito 3:7–
"justificados por su gracia fuésemos hechos herederos según la esperanza
de la vida eterna".
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