Por Leonardo Venta
Este empeño de
escribirte, aunque ya no puedas leerme, me ha tomado exhausto, en una larga
jornada de inservibles solventadas palabras y el desdén cotidiano que me
lacera –a deshora, como es costumbre en mí–, cuando son cada día menos los
amigos y la bondad se prostituye en largo metálico bostezo.
Bordea la una de la madrugada. Ya
son las tres. Llevo tres horas escribiéndote, hablándote, con mi rosario de
recuerdos. Esta es una de las pocas ocasiones en que me conozco, me reconozco,
me reflejo, me proyecto, es decir, advierto y admito, hago uso de la palabra en
función de las emociones, violentando todo tipo de condicionamiento y ese
asiduo temor a tener que hacerlo bien, porque necesito la aceptación vilipendiada.
Este es el conjuro, amigo padre, al
menos el mío, tú ya no puedes escucharme, o quizá me escuches como personaje
fantástico de Borges o Bioy Casares, o santo católico, ¿en mayúscula o
minúscula?, pernotando en ese infinito para el cual no encuentro un apropiado
nombre.
Necesito componerte un dístico
elegíaco –me pierdo, divago, sin perfilar las ideas, sin consultar el
diccionario, sin hurgar sinónimos, sin correcciones, sin signos de puntuación–,
tamizar pausas –porque necesito
hablarte, amigo, esta madrugada del 13 de enero de 2017, aunque no puedas oírme–,
gritarte, a ver si despiertas con esa sonrisa erguida que te robó la
tristeza de haber perdido a la buena Carmen.
Te me acerco sin
glotonear –aunque la palabra no me suene
bien– ese nocivo ego que no es otra cosa que la miseria de no tener “un
hermano que llevarse a la boca”. La imagen es tuya. La he arropado entre
comillas, quizá para contrariar a Góngora. No quiero quepan dudas de que te
pertenece, aunque me la haya apropiado. Me la leíste en mi antigua casa de
madera, que no era mía, alumbrada con cirios (sabes que no me gusta llamarlos velas).
Perdona, vuelvo a divagar…me ilustraste la imagen del hermano ausente con buen
brochazo de pintor poeta… y ahora, con ballagiano desamparado transpolado
acento, sin correcciones, te susurro: “déjamela, cuando esté solo yo la diré en
voz baja suavizada de llanto”.
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