La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

jueves, 16 de junio de 2016

Viaje a mi destino

Vista de La Habana al disiparse en la distancia

Llamamos un taxi. La cita era en un parque a una milla de nuestro hogar. Mi madre me acompañó; un tío, no estoy seguro si también mi hermano. En mi memoria sólo ha quedado grabada la imagen de mi progenitora. Mi padre, resentido y triste, no quiso despedirse de mí. No obstante, a petición de mi madre, deposité un ósculo sobre su vigorosa frente. Nunca levantó el vencido rostro para fijar sus pupilas en las mías. Sentado a la mesa fingía escribir, o realmente lo hacía, con el rostro tan inclinado sobre el papel que bien pudo haberlo humedecido con disimuladas incorpóreas viriles lágrimas.
            Nos dirigimos, a pie, al lugar acordado. Llegamos. Mi madre me entregó un billete de 20 pesos para pagar el servicio del taxista. Lo estrujé entre mis manos, queriendo retener el tierno dolorido sudor de las suyas. Me senté en el asiento trasero. Me volteé para contemplar como se esfumaba su figura a través del dilatado cristal, suspendiendo la mano en el aire en detenido gesto de despedida. ¡Nunca más he vuelto a ver expresión más triste! Es como si no hubiera tenido fuerzas para levantar la mano, como si, al igual que mi padre, se negara a despedirme. En ese instante moríamos mi madre y yo.

       El resto lo tuve que enfrentar solo. Presto al amanecer, llegué a la ribera del mar, formada de arenales en superficie casi plana. El paisaje era hermosísimo. El cielo comenzaba a vestirse de los colores del crepúsculo. Los primeros rayos del sol emergían del horizonte para deslizarse entre las olas y alcanzar a las decenas de embarcaciones que nos aguardaban en la playa. Parecía un yacht club, o algo semejante, pero era algo más, era una escena con efusiva frescura de destino.
  
            Luego de un nefando desafuero, que prefiero obviar, me incorporé a una fila casi ejemplar, integrada por hombres y mujeres que se disponían, de uno en uno, a entrar en la embarcación. Abordé el yate con ligereza. Ya adentro, nada me apremiaba. Zarpó la nave. Ingrávidamente avanzaba. Sobre la popa, observaba, absorto, las luces todavía encendidas de La Habana. Nunca dejé de mirar lo que dejaba, mientras el agua del mar comenzaba a salpicar mi cuerpo y mi rostro, humedecido igualmente por las lágrimas. La imagen de la tierra se esfumaba gradualmente, de la misma manera que lo hiciera el rostro de mi madre mientras me alejaba en el taxi.

            "Quizá sea la última vez que contemple a Cuba", pensé. Mi mente y mis manos se aferraron a la baranda repasando los versos de Gertrudis Gómez de Avellaneda: ¡Adiós, patria feliz, edén querido! / ¡Doquier que el hado en su furor me impela, / tu dulce nombre halagará mi oído! // ¡Adiós!... Ya cruje la turgente vela... / El ancla se alza... El buque, estremecido, / las olas corta y silencioso vuela".

            Mantuve la mirada fija en el horizonte hasta sólo ver olas ciclópeas que amenazaban con tragarnos a cada instante. La lluvia y el mar picado me aterraban. Me sentí un poco Cristóbal Colón, o Rodrigo de Triana, en espera de advertir el vuelo de aves que me condujeran a presumir la cercanía de la ansiada tierra. No hablaba con nadie. Sostenía una diminuta estampa religiosa, a la que rogaba no morir ahogado, sobre todo, para no afligir a mi madre. De improviso, observé aves volando. En mis entrañas se gestó un grito que sólo yo escuché:¡Tierra! Al llegar a Cayo Hueso, el sol despertó niño, dándome la bienvenida con sus tenues guiños de luz. Ingrato, me sentí decepcionado al no ver los grandes rascacielos que conocía a través de las postales que mi tío enviaba a mi abuela, como si Cayo Hueso fuese Nueva York. No obstante, la idea de ver tierra a mi alcance era suficiente para llenarme de gozo

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