"El retorno del hijo pródigo", de Rembrandt, es prototipo del amor y el perdón que debe inspirarnos esta Navidad |
Por Leonardo Venta
Hay quienes no
aceptan que Jesucristo haya nacido el 25 de diciembre, día en que celebramos su
nacimiento. Otros opinan que cualquier fecha es apropiada para ese propósito.
Nos preguntamos, pues, ¿cuál es el verdadero origen de nuestra Navidad?, pero
más que eso, ¿cuál debe ser para nosotros su verdadero sentido?
La Navidad no fue oficialmente
reconocida hasta el año 345, cuando por influencia de San Juan Crisóstomo y San
Gregorio Nacianzeno, padres y doctores de la Iglesia Primitiva, se declaró el
25 de diciembre como la fecha del nacimiento del Mesías, aunque los Evangelios no
establecen la fecha.
Hay quienes consideran que el
escogimiento de dicho día significa una forma de cristianización de las
diversas festividades paganas, o simplemente un velado pacto con la ideología
del baalismo, acérrima enemiga del Dios de Israel. La fiesta gentil más
relacionada con la Navidad eran las Saturnalias que se llevaban a cabo del 17
al 23 de diciembre en la antigua Roma en honor a Saturno, dios de la
agricultura. Los días 24 y 25 eran consagrados a Mitra, divinidad persa de la
luz y la cordura. El culto a Mitra llegó a confundirse a tal extremo con la
adoración a Cristo que Tertuliano, cuyos escritos son determinantes para la
comprensión de las prácticas religiosas de la época, afirmó que éste era
"una diabólica imitación del cristianismo".
Glotonería y embriaguez, juegos de
azar, intercambios de regalos caracterizaban a estas festividades. Una celebración
de invierno similar, conocida como Yule, en la que se quemaban grandes troncos
adornados con ramas y cintas en honor de los dioses, se organizaba cada
solsticio de invierno en el norte de Europa, para celebrar el triunfo del Sol
sobre las tinieblas. Ulteriormente, la Iglesia católica asoció el origen de
esta festividad, Sol Invictus, para otorgarle la connotación espiritual que
implicaba la llegada al mundo de la luz de Cristo para disipar las tinieblas.
En la Edad Media, la Iglesia añadió
el Nacimiento y los villancicos a sus rituales navideños. Así también, el siglo
XIX fue decisivo en la consolidación de la tradición de esta festividad. En
éste, se generalizó el uso del árbol de Navidad, originario de zonas germanas.
Los árboles iluminados no sólo eran distintivos de fertilidad sino de
renacimiento solar, elementos relacionados con los ritos idólatras, ajenos por
completo al monoteísmo judeocristiano.
La popular imagen del regordete
Santa Claus –con el raudo trineo, los inseparables renos y las bolsas colmadas
de regalos–, se coliga a la leyenda de Papá Noël, que
procede, en parte, de San Nicolás. Obispo de Mira, capital de Licia, Nicolás IV
es el patrón de Rusia y de los niños. Su culto es generalizado en Oriente y en
Europa, especialmente en Bori, Italia, donde se veneran sus reliquias. A su
vez, la leyenda de San Nicolás tiene conexión con el dios nórdico Odín, de amplia
barba blanca y extravagante sombrero, el cual nada tiene que ver con la figura
redentora de Jesucristo.
Compras y precios en rebaja, días
feriados, grandes banquetes, efugios entreverados con Baco, tarjetas postales
destinadas al basurero, arbolitos, derroche de rojo y verde, repetidas
producciones de "El cascanueces", multicolores compromisos, remedados
y maquillados estreses, innecesarios gastos, repetidas reuniones familiares (con sus consabidas dolorosas ausencias),
integran la interminable lista de elementos que definen en parte nuestra
Navidad.
Teniendo en consideración la ominosa
sombra que proyecta la pobreza sobre el mundo, y el origen humilde de
Jesucristo, nos molesta la fastuosidad de algunas celebraciones religiosas
asociadas con su natalicio; reprobamos la arrogancia y la ostentación;
nos entristece el culto al individualismo y el poder maligno que opera detrás
del amor a las riquezas y el despilfarro innecesario de bienes materiales; nos
aíra, con una ira hija de Cristo, la hipocresía envuelta en papel de regalo, la
emponzoñada humillante vanidad, disfrazada de caridad, que satura las lista
de nuestros !ayes! navideños.
La Navidad pierde cada
vez más su origen de humilde pesebre, así como el espíritu de generosidad que
debiera precisarla. Hemos sido contaminados por la mediocridad competitiva y el
desmedido consumismo. El verdadero sentido de tan esperada festividad anual
debía resumirse en el acto de abrir la más entrañable compuerta de nuestro
recinto espiritual para repartir amor y perdón a manos llenas, regalos que no
pueden comprarse en ningún establecimiento del universo por mucho dinero que poseamos,
y cuyo verdadero importe es la renuncia a nuestras aversiones y egoísmos.
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