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"Dulcinea del Toboso" (1855), obra de Célestin Nanteuil |
Por Leonardo Venta
El protagonista de El ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, una tras
otras, emprende aventuras, impulsado por la bondad y el idealismo, socorre a
los desafortunados, a los desvalidos, todo en nombre del amor personificado
en Dulcinea del Toboso, quien significa, entre múltiples interpretaciones, una
idealización de la rústica labradora Aldonza Lorenzo.
Dulcinea representa el ideal del
amor platónico, raíz de todas las virtudes y la verdad, combinación de la filosofía
de Platón y del filósofo florentino neoplatónico Marsilio Ficino en el siglo
XV. El ánimo que motiva al Quijote hacia Dulcinea, no es poseerla, sino los
altos valores caballerescos que suscita en él.
Ella representa el amor sublimado, que se opone a su otra fase,
la de Aldonza Lorenzo, quien, en contraste con el carácter primoroso de
Dulcinea, significa los impulsos carnales de un mundo inferior.
Cervantes hace empleo de la ironía en la
confrontación de pareceres entre la tierna y frágil idealizada imagen de su amada y las
anotaciones al margen del texto que se le atribuyen, en la ficción, al
historiador Cide Hamese Benengeli, traducidas, a su vez, por un morisco
toledano. “Esta Dulcinea del Toboso (…) dicen que tuvo la mejor mano para salar
puercos que otra mujer de toda la Mancha”.
El
marrano es alegoría del aborrecido judaísmo por parte de los cristianos, así
como sugiere lo ambiguo del proceso de conversión de los judíos al cristianismo.
Indudablemente, en una interpretación más cercana a lo literal, apunta hacia la
diametral disparidad entre la carne y el espíritu.
Isaac Cardoso, médico y humanista
judío del siglo XVII, formula un
paralelo entre ciertos animales impuros y los vicios de los hombres: "… el
puerco de inmundicia, quando come no conoce al patrón, quando tiene hambre le
gruñe, es tan húmido que le fue dada el alma por sal para que no se pudriese,
los ojos miran siempre a la tierra y al fango, assí el alma entregada a los deleites y luxuria apenas puede mirar
el cielo”.
El caballero de la triste figura se
refiere a Dulcinea en el capítulo XIII del Primer libro, en uno de los
iniciales y más detallados retratos que se hace de ella en la novela, ante la
burla de Vivaldo, el caminante con el que se topa don Quijote en dirección al
entierro de Grisóstomo: "(…) pues
en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos
atributos de belleza que los poetas dan a sus damas”. En contraste a esta sublime
descripción, Sancho, en el capítulo XXV,
la reconoce como la “que tira tan bien de una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo”.
Luego, agrega: “!Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo
en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o
por andar, que la tuviere por señora!”.
José María Gil, en su ensayo “Un
estudio de la ironía en el capítulo 9 del Quijote de 1605”, refiriéndose a la
anterior cita sugiere que la opinión del escudero es apropiada, nada irónica,
desde la perspectiva del simple aldeano que admira cualidades en Dulcinea
propias de una mujer de su misma condición social. El hablante
narrativo es quien, audazmente, erige ese irónico contraste entre la Dulcinea
del Quijote y la Aldonza Lorenzo que reconoce Sancho. “Entender algunos de los
aspectos del uso de la ironía permitirá explicar por qué el Quijote nos hace
reír, y también por qué nos confunde”, afirma Gil.
La ironía es un enunciado que desaprueba
el significado literal de otro enunciado. En este caso, no solamente significa
la negación de Sancho a lo establecido por su trastornado amo, sino más bien
las diferentes voces de las que se vale el autor para divergir, remontándonos
en su alcance a la más ambiciosa propuesta que pudiera plantearnos una novela
actual. Reímos hasta
desternillarnos, al leer cómo Sancho miente a su amo sobre una nunca realizada
visita de encargo a Dulcinea. Don Quijote, que había enviado una carta a su
amada, se quedó en Sierra Morena, imitando la penitencia de su tan connotado y
nombrado Amadís de Gaula. Al preguntarle don Quijote en qué se ocupaba la
“reina de la hermosura” –imaginándola ensartando perlas o tiras de oro sobre un
tejido de seda–, el escudero le responde, incisivamente, que limpiaba trigo en
un burdo corral.
El episodio
no sólo divierte, arrancándonos carcajadas, sino hilvana una descripción
sensorial, mediante las ocurrentes descripciones de Sancho, que según mi
humilde instinto literario, no tiene nada que envidiarle al sagaz uso de los
sentidos en la literatura moderna, como es el recurso de la memoria afectiva en
la célebre À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, –al percibir en mi
lectura, sin exagerar–, el hedor de esta mujer como si yo la tuviera frente a frente:
“(…) sentí un olorcillo algo hombruno , y debía ser que ella, con el mucho
ejercicio, estaba sudada y algo correosa [grasienta]”.
Es notable cómo Sancho
contrasta la femineidad de Dulcinea con características masculinas en
diferentes partes de la novela, lo que sería material digno de un análisis
aparte en cuanto a los estereotipos de género en la época, tema muy indagado
por el feminismo actual. Los estereotipos aparecen bien marcados, especialmente
en la novela de caballería, y tal parece que Cervantes, más que copiarlos, en
palpable designio los ironiza.
El Segundo tomo de El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha, profuso en incongruencias cronológicas, comienza con la
visita del cura y el barbero al protagonista de nuestra historia para evaluar
su estado mental. El dictamen del cura prorrumpe en el siguiente
epifonema:“Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote; que me parece que te
despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu
simplicidad".
En el
Capítulo X, el andante caballero recibe un duro zarpazo al descubrir y,
consiguientemente, admitir que Dulcinea es una tosca campesina: “Tendió don
Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres
labradoras, turbose todo y preguntó a Sancho si las había dejado fuera de la
ciudad”, a lo que Sancho respondió que Dulcinea era una de las tres labradoras.
Sancho describe a la rústica Aldonza cómo “reina y princesa y duquesa de la
hermosura”, entre otros desacordes epítetos, a lo que el narrador contrapone que “
(...) no descubría en ella [don Quijote] sino una moza aldeana, y no de muy
buen rostro, porque era carirredonda y chata”.
Mediante la anterior disparidad
adjetiva se establece una inversión de roles: el amo, notorio por su locura, ahora contempla la realidad como es, al descubrir en Dulcinea una labriega; mientras,
su escudero, célebre por su realismo, la presenta idealizada. Si bien, es obvio
que Sancho tiene consciencia de la ‘hombruna’ Aldonza Lorenzo, y se vale de este
discurso, en parte, para intensificar la ironía entre la realidad y la ficción.
Al mismo tiempo, Sancho simula creer lo inexistente para justificar y abrigar
la locura y el desamparo de su amo. En ese complejo proceso, asimila que
Dulcinea es requisito imprescindible para don Quijote. El tener una dama a la
que amar y a la que encomendarse es condición de todo caballero andante. Al mismo
tiempo, la noble simulación es medicina a la cabecera de quien, más que Señor,
es amigo: uno de los numerosos valores que resalta la novela.
El pensamiento neoplatónico
trasciende los hechos básicos de la realidad. De esa forma, se establece la
antinomia Dulcinea, asociada a la locura del caballero, y Aldonza Lorenzo, a
una vulgaridad reprobable. Dulcinea, a pesar de ser un personaje irreal,
trasciende y se afianza espiritualmente. En el Capítulo XXXII, la Duquesa
comenta que Dulcinea "...es dama fantástica, que vuesa merced la engendró
y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfeciones
que quiso". A lo que don Quijote responde:
"... la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí
las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa,
sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés,
cortés por bien criada, y, finalmente, alta por linaje". Su perfección la
diviniza y su influjo arraiga la razón de existir de su amado. "Ella pelea
en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser",
afirma el ingenioso hidalgo.
Entre otras aventuras, sobresale el descenso de don Quijote al interior
de la cueva de Montesinos, que se dice es el infierno del Quijote. Allí vuelve
a toparse con Dulcinea para recibir una estocada mortal. El acendradísimo
caballero, que se cuestiona si lo sucedido en la cueva ha sido verdad, rememora
cómo una de las dos compañeras de Dulcinea se le acerca, los ojos envueltos en
lágrimas, y le dice: “Su señora Dulcinea del Toboso suplica a vuestra merced
cuan encarecidamente puede ser servido de prestarle sobre este faldellín que
aquí traigo de cotonía nuevo media docena de reales”, lo que la iguala en
rusticidad con la Teresa Panza en cuanto a la necesidad de artículos
básicos.
¿Implica la profanación de la
imagen ennoblecida de Dulcinea una alegoría de la España en crisis, manifiesta
en el barroquismo que bien cala el Segundo libro? ¿Refleja este desvanecido
ideal un conflicto existencial, universal y actual, que escudriña la
inconsistencia de nuestros más caros anhelos y el gran problema de la muerte?
Estas son algunas de las intensas propuestas que esgrime esta genial
novela.
La experiencia de la
cueva de Montesinos repercute tanto en el desperezamiento de Alonso Quijano como
en la quijotización de Sancho. El escudero absorbe el idealismo de su amo, como
buen discípulo expuesto a los altos valores éticos que éste le ha venido
inculcando; así la Dulcinea que Sancho ridiculiza en el Primer libro, es
justificada por él en el Segundo, al afirmar que todo caballero andante
necesita vivir por un ideal dentro del cual es necesaria la existencia de una
sublimada dama.
En el capítulo XXXI, la Duquesa
convence a Sancho de que él también ha sido víctima de un encantamiento. “–Eso digo yo– dijo Sancho
Panza –, que si mi señora Dulcinea del Toboso está encantada (…) Verdad sea que
la que yo vi fue una labradora, y por labradora la tuve (…) y si aquella era
Dulcinea, no ha de estar a mi cuenta, ni ha de correr por mí”. El escudero considera que el asunto debe correr
por los sobrenaturales enemigos de su amo.
Sancho sabe, por experiencia, la
naturaleza terrenal de Aldonza Lorenzo. Sin embargo, llega a sospechar,
trastornado por la locura de su amo, que el influjo de los encantadores
determina la manera en que él y su señor perciben la dualidad encantamiento/
burda realidad. Siempre Dulcinea será el punto de referencia entre la visión
amo-escudero, entre la realidad y la ficción, y pieza central en la innegable
simbiosis entre ambos personajes. Cuando Alonso Quijano emprende su aventura de
caballero andante, no olvida la necesidad de tener una dama de quien enamorarse
y para quien ganar todas las batallas y honores. Sancho, quien al principio no
lo reconoce, termina defendiendo este ideal, al tiempo que su amo flaquea en
ese empeño.
Alonso Quijano se
enamora, más que de Dulcinea, del mito. Y Sancho es conquistado,
paulatinamente, por la admirable ternura del mismo. Cuando el mito desfallece
en el alma de un Quijote decepcionado, ya palpita en Sancho, comprendiendo que
si se ultima, conlleva consigo el aniquilamiento de las más caras aspiraciones
de su amigo. El escudero soporta estoicamente la caída del mito; mientras, don
Quijote, más vulnerable en esta segunda etapa, sufre el desengaño como honda desgarradora mortal
herida.
Mientras los sueños del Quijote
palidecen en el gesto desilusionado del barroco, Sancho eleva su mirada,
paulatinamente quijotizada, tras las huellas del "desfacedor de
agravios", patentizando así que la gran novela de Cervantes no sólo se
fundamenta en la evolución y reciprocidad de los opuestos, en la coexistencia
realidad/ficción, y su dialéctica germinativa, sino también en el autoanálisis
de la obra en sí, la cual, según el recientemente fallecido escritor español
nacionalizado chileno José Ricardo Morales, “constituye un libro situado ante
sí mismo, desdoblándose de continuo, hasta conciliarse en él dos términos
tenidos como antagónicos –el sujeto observador frente al objeto observado”, que
se muta en el texto como el sujeto “yo libro”.
Los límites entre lo que
consideramos real e irreal se confunden dentro de esa densa neblina que
envuelve a las múltiples y complejas facetas del comportamiento humano. No hay
nada absolutamente negro o blanco en la buena literatura, en el arte en
general, sino numerosos mutantes matices, determinados por los propósitos del autor, la
percepción del lector y otras circunstancias que influyen tanto en el momento
de la concepción de la novela como en su análisis.
De esta manera, aceptamos nuestra
incompetencia en abarcar gran parte de lo que nos propone Cervantes a través
del personaje de Dulcinea del Toboso, conformándonos en esta ocasión con lo que
más nos ha impresionado, para dar paso a una cita muy amada por nosotros de Arthur Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación: “Tenemos sueños,
¿acaso no es toda la vida un sueño? O más precisamente: ¿hay algún criterio
fiable para diferenciar entre sueño y realidad, entre fantasmas y objetos reales?