La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

miércoles, 28 de mayo de 2014

La muerte de Alonso Quijano


“-¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.

Por Leonardo Venta

Don Quijote en sus múltiples aventuras caballerescas casi siempre termina físicamente maltrecho. No obstante, no escarmienta para lanzarse en pos de nuevos retos. Los padecimientos del héroe cervantino parecen encaminarlo gradualmente hacia la muerte. En el texto Teoría del Quijote, Fernando Rielo – destacado promotor del humanismo y la mística – afirma que la muerte de don Quijote es ocasionada por la melancolía. En tanto, concordamos con el crítico literario Dr. Miguel Correa Mujica cuando asegura que su muerte afluye paulatinamente en el proceso de vuelta a su identidad inicial como Alonso Quijano, a partir del episodio de la Cueva de Montesinos hasta los últimos jadeos de la novela.
      En el capítulo 74 de la Segunda Parte de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615),  Alonso Quijano agoniza por seis días, en los cuales su restablecida lucidez mental sorprende a todos. Rodeado del cura, el bachiller, el barbero, su inseparable Sancho, el ama de llaves y su sobrina, se retracta de sus quiméricas evasiones. Sancho le implora – junto a nosotros, los lectores – que no abandone sus sueños. Hasta tal extremo todos hemos sido quijotizados y no queremos que nuestras ilusiones mueran junto a nuestro protagonista. Tanto para Rielo, como para Correa Mujica, y este servidor, el que verdaderamente muere en la novela es Alonso Quijano y no el inmortal don Quijote.
      Sin embargo, permítaseme expresarles abiertamente, sin pretensiones críticas, las impresiones que la muerte de don Quijote, el personaje, han despertado en mí. El sueño quijotesco, con el cual me identifico plenamente, vivirá mientras las generaciones venideras tengan acceso a la lectura del gran libro, lo que explica la vigencia del mismo después de alrededor de cuatrocientos años de creado.
      La muerte de Don Quijote sugiere que la vida sin ideales e ilusiones no es digna de ser vivida, que la necesidad de amar y hacer el bien no necesita explicaciones dogmáticas, ni leyes teológicas, ni preceptos, ni razonamientos filosóficos. Lo muerto es lo único que humanamente no padece, por lo tanto, el fin literal de don Quijote como personaje, y no en su ya mencionada significación alegórica –simboliza el final de todos los padecimientos, como parte de un muy discutido enigma que cada lector interpretará indistintamente; añade, a su vez, una dimensión real a los rasgos del personaje
ficcional que descubre. 
      Soy partidario de establecer una analogía entre el dolor quijotesco – ante la imposibilidad de alcanzar sus sueños, encumbrados en la imagen quimérica de su Dulcinea, ideal-dolor, verdugo y catalizador de su muerte, asociado con las decepciones, las infranqueables pruebas, las graduales demoledoras amarguras de la existencia – con las tribulaciones del Cristo crucificado, tras su vía crucis, para sorprendernos con su maravillosa resurrección. A diferencia de Cristo, en su divinidad, teológicamente hablando, don Quijote, está humanamente condenado a morir.  Queda a juicio del lector, determinar si los ideales del personaje rebasan las fronteras de la muerte, o si la muerte termina aplastándolos.  En el Quijote – considerando ‘sincera o no’ la confesión final de Quijano el Bueno ante el cura (en mi opinión, más ritualista que una genuina manifestación de ‘la fe que debe cuestionar’, como lo propone Unamuno en El pensamiento trágico de la vida) –, la muerte espacia pesimismo barroco en la segunda parte de la novela, sacada a la luz díez años después de ser publicada la primera parte.
      Por otra parte, el fin de la vida sugiere el escape a conflictos sin soluciones. Don Quijote pudo haberse dejado morir, desfallecido en esa lucha existencial entre los sueños (ideales y metas) y la realidad (que los desvirtúa) para terminar siendo aplastado, paradigma que conforma una de las temáticas universales que aborda la novela; quizá sea la razón por la que tanto nos atrae: libra el alma de todas las mordazas que la aprisionan, entre las cuales la muerte es ‘su-nuestra’ mayor enemiga.
      No sólo la muerte literal, sino toda suerte de muertes subjetivas, las de los sueños e ilusiones, terminan aniquilando a don Quijote en la trama de nuestra novela, junto al frágil cuerpo, en ese descenso paulatino a la fosa o al crematorio.  Afirma o conjetura Nietzsche: “¿Vivir no es querer oponerse a la naturaleza?”. La naturaleza, o Dios, según sean nuestras creencias, dicta la muerte desde nuestro nacimiento, y cada hálito de vida a que nos aferramos es un mendrugo que le arrebatamos a cada una de las tres inflexibles hermanas – Cloto, Láquesis y Átropos –, comisionadas a cortar el hilo de nuestra existencia. ¿No fue la misión de nuestro Quijote oponerse a los dictados de la naturaleza-realidad que le aprisionaban?
      Cervantes afirma, refiriéndose a Alonso Fernández de Avellaneda, autor del Quijote apócrifo: “[…] que deje reposar en la sepultura los cansados ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa [fosa], donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva […]”. ¿No refleja esta afirmación, más que el mencionado desafío al autor apócrifo, un lastimero lamento elegiaco? ¿No retumba en nuestros lectores oídos el crujido de ‘los cansados ya podridos huesos de don Quijote’? 
      ¿No tañen en este final cervantino las temidas campanas de las "Coplas a la muerte de su padre", de Jorge Manrique; el desgarrador lamento de Pleberio, el padre de Melibea, ante la muerte de su hija, en La Celestina, de Fernando de Rojas; la queja del Arcipreste de Hita, que sin traicionar su rizoma satírico, llora a su Trotaconventos del Libro de Buen Amor como si gimiese su propia inevitable muerte: “!Ay muerte! ¡Muerta seas, bien muerta y / malandante!? ¿No nos enuncia, con todos sus corolarios barrocos,  la idea de que la muerte no discrimina en su ineludible afán aniquilador?... al decir de la Décima Musa de México que compara el término de la vida con el Sueño: “[…] y con siempre igual vara / (como, en efecto, imagen poderosa / de la muerte) Morfeo / el sayal mide igual con el brocado”.

miércoles, 30 de abril de 2014

"El triángulo de la calle Bermudas"


De izq. a der.: MaryAnn Ra Bardi, en el rol de Fanny Saperstein; Marianne Meichenbaum, como Tess la Rufa; y Ron Forth en el papel de Johnny Paolucci.

Por Leonardo Venta

Con la historia de dos mujeres embriagadas de profusos onomásticos – arrojadas por sus respectivas hijas a un tragicómico devenir –, entre catárticas carcajadas que hilvanaban agudas reflexiones, la puesta teatral “Bermuda Avenue Triangle (El triángulo de la calle Bermudas)”, escrita por la popular actriz y guionista Renée Taylor (nominada al Emmy por su actuación en “The Nanny”) y su pareja, el actor y director Joseph Bologna, propició mi inicial apretón de manos con la compañía teatral Carrollwood Players, el sábado, 12 de abril de 2014.


La comedia en dos actos – bajo la dirección general de Robin New, la batuta artística de James Cass, y un elenco de cuatro actrices y dos actores – es un eufemismo de punzantes problemáticas existenciales, como la senectud, la falta de amor, la soledad y la alienación. En ésta se examina humorísticamente los conflictos de dos viudas alrededor de los setenta años de edad (la católica Tess la Rufa (Marianne Meichenbaum), y la judía Fanny Saperstein (MaryAnn Ra Bardi), instaladas en una casa de retiro de Las Vegas, que sus hijas Rita (Penni Willen) y Angela (Mary F. Jordan), respectivamente, les han comprado con el fin de desentenderse de ellas.


Para Tess y Fanny, el gozo de vivir había desaparecido hasta que una especie de sortilegio las induce a una incuestionable anagnórisis y, consecuentemente, despereza dicha agnición en nosotros los espectadores. Ambas reconocen que nunca es tarde para darle riendas sueltas a las inhibidas pasiones. Al mismo tiempo, la propuesta teatral pone a consideración del público las secuelas sociales asociadas al envejecimiento a través de audaces parlamentos y un muy bien elaborado lenguaje mímico.


Ya instaladas en su nueva morada, las dos viudas rumian profusas quejas relacionadas con sus años de infelicidad y las deficiencias de sus hijas. Si bien, un insólito conjuro del destino metamorfoseará sus amarguras en contagiosa felicidad. Johnny Paolucci (Ron Forth), un don Juan que las salva de ser asaltadas, resulta herido en el incidente. De esa forma, las ancianas amigas lo traen consigo a su hogar para cuidarlo. Extreman sus atenciones con él, al punto que las dos terminan envueltas en lúbricas desenfrenadas experiencias. Cada una se acuesta con Johnny, sin que la otra lo sepa.


La relajante música seleccionada y los adecuados contrastes de iluminación, a cargo de Frank Stinehour y Rae Schwartz, propiciaron la adecuada transición de las escenas, sumándole amenidad a la producción. El vestuario, los decorados y los accesorios, en manos de James Cass, provocaban placidez, en oposición al desequilibrio y la vasta gama de conflictos que experimentaban las protagonistas.


Los preponderantes matices rosados de la escenografía desdoblaban – en una apariencia de refrescante óleo sobre lienzo de gran formato – con los componentes rojos que integran ese color para significar la fuerza y la pasión que despiertan las fenohormonas del sexo opuesto en las damas de la tercera edad, en contraste con el otro oomponente del color rojo, el blanco, que simboliza la luz, el candor y la pureza tan cuestionada e implícita en la temática de la obra.


El escenario se me antojaba pequeño para actuaciones de la magnitud de Marianne Meichenbaum, MaryAnn Ra Bardi y Ron Forth, al punto de proyectar sus personajes con tal convicción, verosimilitud y vis cómica que eclipsaban sin proponerselo el lustre del resto del elenco. Por ende, en la conformación de "El triángulo de la calle Bermudas" se respiraba un sutil – ¿propicio o desequilibrante? – contraste entre papeles protagónicos y secundarios.

Este indiscutible éxito de los Carrollwood Players – apoyado en equívocos, jocosos enredos – apunta, desenfadadamente, hacia planteamientos artísticos y sociales elevados, en forma de incisivos furtivos soplos dramáticos. 


Satisfechos, mi sobrino Luis David, su novia Sarahí, y este servidor, abandonamos la sala de teatro, entre aplausos de aprobación, con varias propuestas por discernir: la desinhibición de los deseos reprimidos, las inevitables pulsaciones de los instintos versus la moral tradicional; así como la necesidad de desentrañar la compleja problemática de la tercera edad que impasiblemente nos aguarda.

La palabra, el color, la voz y el silencio

viernes, 11 de abril de 2014

Sobresalen hispanos en roles protagónicos de «Tosca»


La soprano dramática puertorriqueña Rosa D’Imperio, debe entregarse al traicionero Barón de Scarpia (rol desempeñado brillantemente por el barítono, también puertorriqueño, Guido Lebrón) para salvar a su amante Mario Cavaradossi del fusilamiento
Por Leonardo Venta

 Una impresionante acogida ofreció el público a la  puesta en escena de «Tosca» realizada por la Ópera de Tampa los pasados 25 y 27 de abril en la Sala Morsani del Tampa Bay Performing Arts Center.

La audiencia respondió a ambas representaciones de la célebre obra de Giacomo Puccini con sorprendente entusiasmo. Cerradas ovaciones, así como entusiastas gritos de bravo coronaron, en más de una ocasión, las ejecuciones de las figuras protagónicas de esta pieza.

«Tosca», concluida en 1899 y estrenada el 14 de enero de 1900 en el Teatro Costanzi de Roma, es el fruto del trabajo conjunto de Puccini con los libretistas Luigi Illica y Giuseppe Giacosa, quienes llevaron el drama del francés Victorien Sardou a la ópera.

En la trama, Floria Tosca, una famosa “prima donna”, papel interpretado soberbiamente por la soprano dramática puertorriqueña Rosa D’Imperio, debe entregarse al traicionero Barón de Scarpia (rol desempeñado brillantemente por el barítono, también puertorriqueño, Guido Lebrón) para salvar a su amante Mario Cavaradossi del fusilamiento (personaje ejecutado magistralmente por el tenor argentino Gustavo López-Manzitti). Sin embargo, Scarpia engaña a Tosca, impulsándola a un final digno de la más grande tragedia griega.

Tanto la soprano como el tenor y el barítono convencieron, no sólo por sus interpretaciones vocales, sino también por el gran dominio escénico que desplegaron, muy en especial Rosa D’Imperio, quien se veía soberbia y bella en el papel de Tosca.

La Orquesta de la Ópera de Tampa, bajo la batuta del renombrado maestro Anton Coppola acompañó magistralmente a este elenco de estrellas. El Coro de la Ópera desempeñó igualmente un excelente trabajo. La escenografía, muy apropiada, ayudó a crear una ambientación completamente verosímil. El vestuario, elegante y fidedigno, propiedad del Teatro de la Ópera de Saint Louis, canalizó también el éxito de la obra.

Rosa D’Imperio, natural de Santurce, Puerto Rico, y residente en Nueva York, es la primera vez que visita Tampa. Ella es la Tosca ideal – bella y temperamental –, en toda la plenitud de sus condiciones interpretativas. “Mi ópera favorita es «Tosca», le sigue casi en predilección «Nabucco», de Verdi, la que voy a interpretar en septiembre en París”, confiesa felizmente la cantante.

Gustavo López-Manzitti, el Mario Cavaradossi de «Tosca», declaró al preguntársele cómo explicaba el éxito de esta producción: “La ópera fue creciendo por el tipo de elenco con que trabajamos. Nos hablábamos entre nosotros en español, podíamos compenetrarnos muy bien, teníamos muchas cosas en común que nos ayudaron a que la obra creciera”.

“Todos estamos aquí porque queremos trabajar con el último director de orquesta del estilo italiano que aún vive, que es Anton Coppola, una línea directísima de Puccini. Coppola estudió con el pianista de Puccini. Nadie conoce mejor el repertorio de la ópera que los directores italianos de esa época, y Coppola es el último que queda. Estamos aquí para apoyarlo y aprender de él”, indicó Guido Lebrón, natural del Viejo San Juan.   

miércoles, 9 de abril de 2014

Ernest Hemingway, discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 1954


El embajador de Suecia en Cuba, Per Gunnar Vilhelm Aurell, presenta el Premio Nobel de literatura 1954 a Ernest Hemingway en su casa, Finca Vigía, San Francisco de Paula, Cuba.
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“Carente de toda habilidad para pronunciar discursos y sin ningún dominio de la oratoria o la retórica, agradezco a los administradores de la generosidad de Alfred Nobel por este Premio. Ningún escritor que conoce los grandes escritores que no recibieron el Premio puede aceptarlo a no ser con humildad. No es necesario hacer una lista de estos escritores. Todos los aquí presentes pueden hacer su propia lista de acuerdo a su conocimiento y conciencia. Me resultaría imposible pedir al Embajador de mi país que lea un discurso en el cual un escritor diga todas las cosas que están en su corazón. Las cosas que un hombre escribe pueden no ser inmediatamente perceptibles, y en esto algunas veces es afortunado; pero eventualmente se vuelven claras y por estas y por el grado de alquimia que posea, perdurará o será olvidado. Escribir al mejor nivel, es una vida solitaria. Organizaciones para escritores mitigan la soledad del escritor, pero dudo que mejoren su escritura. Crece en estatura pública a medida que se despoja de su soledad y a menudo su trabajo se deteriora. Debido a que realiza su trabajo en soledad y si es un escritor suficientemente bueno cada día deberá enfrentarse a la eternidad o a su ausencia. Cada libro, para un escritor auténtico, deberá ser un nuevo comienzo donde intentará nuevamente alcanzar algo que está más allá de su alcance. Siempre deberá intentar lograr algo que nunca ha sido hecho o que otros han intentado y han fracasado. Entonces algunas veces -con gran suerte- tendrá éxito. Cuán fácil resultaría escribir literatura si tan sólo fuera necesario escribir de otra manera lo que ya ha sido bien escrito. Debido a que hemos tenido tantos buenos escritores en el pasado es que un escritor se ve forzado a ir más allá de sus límites, allá donde nadie puede ayudarlo. Como escritor he hablado demasiado. Un escritor debe escribir lo que tiene que decir y no decirlo. Nuevamente les agradezco"