La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

jueves, 31 de octubre de 2013

A 59 años de la muerte de Henri Matisse

“Autorretrato”, Henri Matisse. Museo Real de Bellas Artes. Copenhague. Dinamarca

Por Leonardo Venta

Un 3 de noviembre de 1954, murió en Niza el pintor Henri Matisse. Célebre por su ardiente audacia cromática y originalidad en el uso del dibujo, es una de las figuras medulares del arte contemporáneo. Es reveladora la frase de Matisse: "El color, incluso más que el dibujo, es un medio de liberación".


Nacido en Le Cateau-Cambrésis, una pequeña localidad en el norte de Francia, el 31 de diciembre de 1869, Matisse supo transmitir a través de su arte la autonomía del instinto y la intuición. El genio Picasso tomó mucho de este pintor francés líder del 'fauvismo', al extremo que Matisse le llamó "un bandido esperando en la trampa".

Neófito en materia de abogacía, a los 21 años de edad, mientras se recuperaba de una apendicitis, no pudo resistir el hechicero dulce mordisco de las artes plásticas. Un año después desalmidonó su cuello abogadil para recorrer con paleta y pinceles en mano los majestuosos corredores de la Escuela de Bellas Artes parisina.

Como casi todo recién graduado, serpenteó la visión academicista y tradicional, especialmente la del naturalismo, realizando numerosas copias de los clásicos. Si bien, esto no le impidió captar gradualmente con sus coloridas pupilas el curso espontáneo de su entorno, centrándose en la agenda sediciosa de los impresionistas. Gauguin, Cézanne y van Gogh fueron para Matisse amuletos de la subjetividad del color que respira con avidez.

Entre 1903 y 1904, Matisse se sintió motivado por el puntillismo de Henri Edmond Cross y Paul Signac, articulando cuantiosos puntos de color que, a una cierta distancia, restablecían la unidad del tono y suscitaban la vibración luminosa. Después de modificar este método pictórico con pinceladas más amplias, lo abandona pronto.

Ya para 1905 sus cuadros rompían moldes por razón de su creatividad y asombrosa temeridad formal. Entre las obras de este período sobresale el retrato “Raya verde” (Madame Matisse; 1905, Museo Estatal de Arte, Copenhague), donde resaltan rasgos expresionistas, precisados por el verde lustroso de la frente y la nariz de su modelo.

La lucidez artística de Matisse evoluciona partiendo de “Las flores amarillas” (Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza), obra relacionada con su llamado ‘período oscuro’, accediendo pronto el paso a trabajos relacionados con las exaltadas pinturas 'fauves' de 1905.

El arte de Matisse, inicialmente rechazado, terminó seduciendo a numerosos críticos y coleccionistas, entre ellos, a la escritora estadounidense Gertrude Stein, la cual escribió que "es difícil, ahora que todo el mundo está acostumbrado a ellos [los cuadros de Matisse], hacerse una idea de la inquietud que provocaban cuando uno los veía por primera vez".

Las figuras creadas por el gran pintor francés revelan, sobre todo, la intangible expresividad ilimitada de la forma, para relegar a un plano secundario los rasgos anatómicas. Sus obras liberan la propensión natural e indeliberada del alma, vigorizan el proceso cognoscitivo racional del espíritu. Para Matisse, la fusión de las formas, líneas y colores dictaminaban el curso de la sensibilidad del artífice, en pos del oportuno equilibrio de la obra como un todo.

Desde 1920 hasta su fallecimiento, pasó la mayor parte del tiempo en el sur de Francia, especialmente en la pintoresca Niza, nutriendo su arte del colorido y la vitalidad de esa zona. Entrado ya en años, se le encargó la decoración de la capilla de Santa María del Rosario en Vence, situada en las inmediaciones de Cannes. La terminó en 1951, cuando ya estaba muy enfermo de cáncer.
Tres años antes de su muerte, la capilla fue consagrada. A raíz del acontecimiento, Matisse escribió al obispo de Niza: "La obra ha requerido cuatro años de un trabajo exclusivo y asiduo y es el resultado de toda mi vida activa. La considero, a pesar de todas sus imperfecciones, mi obra maestra".


martes, 24 de septiembre de 2013

Lecuona en Tampa


Un concierto celebrando el Mes Nacional de la Herencia Hispana, incluyendo música de Ernesto Lecuona y otros compositores. El concierto no es parte de la temporada regular de la Orquesta de la Florida.

jueves, 29 de agosto de 2013

“Mi nombre es Asher Lev”, teatro que edifica


Brian Webb Russell (izq.), en el papel de Jacob Kahn, y Chris Crawford, como Asher Lev. Foto: Chad Jacobs

Por Leonardo Venta

Ciertas obras que se producen al margen de los circuitos comerciales apelan al intelecto del público, asumen materiales no concebidos propiamente para las tablas, que la dirección, el guión y la actuación, entre otros elementos, complementan en un trabajo grupal que persigue la catarsis en el espectador – liberación o transformación interior – . De esa manera, “My name is Asher Lev (Mi nombre es Asher Lev)”, la adaptación realizada por Aaron Posner de la novela de corte autobiográfico del escritor Chaim Potok (1929-2002), establece pautas que la afianzan como una gran obra de este tipo.


Recientemente, en el acogedor teatro Raymond James de St. Petersburg, seguimos de cerca la historia del personaje Ashe Lev, desde una espaciosa butaca que resultaba pequeña para acomodar nuestras emociones. La producción del American Stage Theatre Company, apoyada en la agudeza dramática de dos magistrales actores y una actriz – Chris Crawford, Brian Webb Russell y Georgina McKee – condensó en nuestros sentidos la novela homónima del rabino y pintor estadounidense, descendiente de inmigrantes polacos, en una inteligente puesta en escena que sobre todo logró transmitirnos un mensaje edificante y estimular nuestro pensamiento crítico.

La pieza en un acto, de casi hora y media de duración, relata la historia de un niño prodigio que para desarrollar su genio artístico se ve precisado a encarar ciclópeos obstáculos. Aborda, asimismo, el universal conflicto entre las inclinaciones – la vocación artística – y las prohibiciones – constreñidas por la tradición –. Un matrimonio de judíos y su único hijo, criado en las prácticas hebraicas, desbordan un inconciliable torrente de ideas y sentimientos en el espacio de un diminuto apartamento neoyorquino, recién concluida la II Guerra Mundial.

Aryeh Lev, el padre de Asher – interpretado por Brian Webb Russell –, vive entregado a la causa de los judíos supervivientes del reciente conflicto bélico europeo. Si bien, su hijo, al que ama pero considera apostata y traidor a la tradición judaica, posee un talento artístico no afín a sus observancias religiosas. ¿Cuántas personas formadas bajo la presión exacerbada de cualquier índole de fanatismo no se han visto impelidas a obedecer los obsesos lineamientos ideológicos de sus padres o seguir a todo trance sus propias inclinaciones, de cualquier naturaleza que éstas sean?

Rivkeh Lev, la madre de Asher – interpretada por Georgina McKee –, se encuentra amorosamente atrapada entre la intolerancia del padre y la agonía del hijo por darle rienda suelta a su irresistible vocación por las artes plásticas. Asher, – magistralmente interpretado por Chris Crawford –, evoluciona desde las primeras desavenencias con sus padres durante su infancia hacia la alineación del joven artista que no puede renunciar a su condición de artífice.

No obstante, el talentoso pintor encuentra apoyo en el no observante artista judío Jacob Kahn, el maestro que le enseña a canalizar las emociones a través del arte. Los parlamentos de Kahn son el pretexto de que se vale Chaim Potok para establecer su concepción del arte de una manera libre y personal. La pieza teatral, al igual que la novela que la inspira, no sólo cuestiona la fe judaica, sino todo tipo de ideología afirmada en el fanatismo y la intransigencia, al poner en pugna el amor familiar y la incapacidad paterna de comprender y aceptar la vocación de su hijo.

La escenografía, a cargo de Jerid Fox, en todo momento juega un rol adecuado en función del espacio que recrea, sin que se existan cambios de escenas. Todo es mínimo, pero trascendente. La obra se apoya en los diálogos, pero sobre todo en la narración del protagonista, especie de relato reflexivo en que el protagonista dialoga a solas con el espectador, y cuyo destino es la propia conciencia del público que va descubriendo la disposición interna, el nudo entre las partes de la obra. El sonido, por T. Scott Wooten, y el adecuado empleo de la iluminación a cargo de Megan Byrne, así como el vestuario dispuesto por Adrin Erra Puente, todos bajo la producción de Karla Hartley, complementan el éxito de la producción.

La puesta despliega una progresión dramática. Capta nuestra atención, cautiva, al mismo tiempo que nos nutre de mensajes sumamente edificantes, guiños en pos del mejoramiento humano. Por momentos, nos pone el alma en un hilo, estimulando en nosotros emociones estéticas y humanas, identificándonos con la “otredad incomprendida”, en cualquier sociedad, en cualquier esfera. Terminada la función, los asistentes agradecieron con una ovación de pie la íntima catarsis que despertó en ellos la propuesta dramática.

“Mi nombre es Asher Lev” es el tipo de drama que nos hace crecer, lo que lo convierte en ineludible opción para los amantes del buen teatro.


miércoles, 28 de agosto de 2013

Fallece el padre de la escuela cubana de ballet


Por Leonardo Venta

“Fernando Alonso representa la escuela clásica pura con sus movimientos prolongados
 hasta lo infinito, su ritmo y su música, su disciplina perfecta y su júbilo”. 
Arnold L. Haskell

Un admirable capítulo en la historia de la danza clásica se acaba de cerrar con la pérdida de quien fuera el fundador de la Escuela Cubana de Ballet y del Ballet Nacional de Cuba (BNC). A los 98 años de edad, en horas tempranas de la tarde del sábado, 27 de julio, Fernando Alonso Rayneri falleció en la capital de la Mayor de las Antillas.

En diciembre de 1931 asistió a la primera función de la Escuela de Baile de la Sociedad Pro Arte Musical de La Habana, integrada para esa época por tres academias: la de declamación, la de guitarra y la de baile – esta última, cuna del ballet cubano, en la que Alicia, Fernando y Alberto Alonso se iniciaron en el lenguaje melódico del movimiento y los gestos con el maestro ucraniano Nicolás Yavorski –.

Esta primera impresión marcó para siempre la devoción de Fernando por la danza clásica. En 2007, relataba a la revista Danza Ballet cómo había sido su primer contacto con el universo de las musicales piruetees y los desafiantes jetés: “Regresaba de estudiar en el exterior cuando vi a mi hermano Alberto [el célebre coreógrafo de Carmen] en la Sociedad Pro Arte Musical, donde tomaba clases. Bailaba Coppélia con Alicia Alonso, por entonces Alicia Martínez del Hoyo. Era tan elegante y varonil que pensé: ‘Me encantaría bailar eso’. Alberto había sido contratado por el Ballet Ruso de Montecarlo y salió para París, y de allí a Cannes, a sumarse a la compañía. La idea de bailar y además viajar, conocer el mundo, me pareció formidable. También me gustaba mucho el ejercicio y me di cuenta de que el ballet combinaba lo musical con la fuerza física. El entrenamiento que tenía me facilitó aprender a bailar”.

Sobre la sensación que despertó en él la que luego sería su esposa, confesó a la misma publicación: “Había en Alicia una sensualidad, un endulzar la música, y me di cuenta de que esa debía ser la cualidad de las bailarinas cubanas”. En 1935, emprendió sus estudios de ballet en Pro Arte, presidida entonces por su madre Laura Rayneri. Allí realizó su debut escénico en 1936 con el ballet “Claro de luna”, junto a Alicia. Entre funciones y ensayos el travieso Cupido flechó a la joven pareja.

En 1937, Fernando y Alicia se casaron en Nueva York. Al año siguiente nació Laura, la única hija de ambos. En suelo norteamericano, el joven cubano prosiguió sus estudios danzarios en la academia del ruso Mijáil Mordkin, bailarín con quien hiciera su debut en los escenarios estadounidenses la legendaria Anna Pavlova, en 1910. Fueron además profesores de Fernando, Mijáil Fokine, entre cuyos trabajos como coreógrafo sobresalen “Las sílfides” (1909) y “La muerte del cisne” (1905), y Alexandra Fedorova, ex bailarina formada por Enrico Cecchetti en la escuela de ballet de los Teatros Imperiales de San Petersburgo.

Fernando integró en 1939 el American Ballet Caravan, dirigido por George Balanchine, el creador de la tradición balletística en Estados Unidos. Asimismo, formó el elenco del Russian Ballet of Monte Carlo (Ballet Ruso de Monte Carlo), y el Ballet Theater of New York (hoy American Ballet Theatre), donde alcanzó el rango de solista e interpretó obras como “Pedro y el lobo”, de Adolf Bolm, y “Tres vírgenes y el diablo”, de Agnes de Mille. Del mismo modo, desempeñó el papel de Mercuccio, en “Romeo y Julieta”, de Anthony Tudor, además de bailar coreografías de Balanchine, Fokine, Dolin, Nijinska, Massine y Robbins.

El neoyorquino invierno no congeló su amor por Cuba. Cada año regresaba a la verde isla para bailar en el Ballet de la Sociedad Pro Arte. Allí montó “Giselle” en 1945, junto a Alicia Alonso, representado en el teatro Auditorium (hoy Amadeo Roldán). En 1956, bailó por última vez en una función pública en el Estadio de la Universidad de La Habana. Si bien, diez años más tarde, fue llamado a representar el papel de Hilarión de último minuto, cuando diez bailarines del BNC pidieron al unísono asilo durante una gira en París.

El 28 de octubre de 1948, en unión de Alicia y Alberto, fundó el Ballet Alicia Alonso (hoy Ballet Nacional de Cuba), que dirigió hasta 1974. Fue el iniciador de la Escuela Nacional de Ballet en 1962, y su director hasta 1968. En ella estableció no sólo una disciplina estrictamente clásica, sino la maquinaria, la sistematización de un estilo de hondo carácter nacional, la conceptuación de los primeros lineamientos de estudios para la formación de una legítima escuela cubana, en coordinación con Alicia y otras destacadas figuras danzarias del país antillano.

Acerca de los primeros bostezos de la escuela de ballet más joven del mundo, comentaba Fernando para Danza Ballet: “Decidimos fundar una escuela donde los cubanos pudieran aprender el estilo, esencialmente el de Alicia, a quien llamaban el milagro. Debíamos tener muchos milagros, bailarinas de la escuela cubana, pero con sus propias características, algo que logramos con Aurora Bosch, Mirta Plá, Josefina Méndez y Loipa Araújo”. Las "cuatro joyas" del BNC – como fueron bautizadas por el reconocido crítico británico Arnold L. Haskell – establecieron sus nombres en el olimpo del ballet, cuando obtuvieron el Premio Estrella de Oro de París en 1970, mediante la interpretación del célebre "Grand Pas de Quatre".

En 1975, a la edad de 60 años, Fernando se divorció de Alicia para casarse con la bella joven bailarina Aida Villoch. A causa de la separación, se vio precisado a abandonar el Ballet Nacional de Cuba. Junto a su nueva esposa, aceptó la dirección del Ballet de Camagüey, donde trabajó arduamente para desarrollar la segunda compañía más importante de su tipo en la isla, cuyas presentaciones han sido aplaudidas en más de una veintena de países.

De esta manera evocaba Fernando esa significativa etapa de su vida: “Cuando Alicia y yo nos separamos, entendimos que en la compañía chocaríamos mucho, pues yo era el director general y ella la directora artística, pero yo impartía clases, incluso a ella. En ese momento, el gobierno me pidió que dirigiera las escuelas de ballet, una actividad que de hecho ya hacía, y después, que ayudara al Ballet de Camagüey, que se encontraba en un momento crítico, a reencontrar su camino”.

En la década de los noventa, durante el llamado Período especial* en Cuba, el destacado maestro se estableció temporalmente en México. Asumió la dirección de la Compañía Nacional de Danza de México (1992-94) y del Ballet de Monterrey (a partir de 1995), además ejerció las funciones de Asesor Académico del Área de Danza Clásica y Director del Taller de la Facultad de Artes Escénicas de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Sus últimos años los consagró a su amada Escuela Nacional de Ballet, en La Habana.

Entre numerosos reconocimientos, nunca suficientes para premiar su grandeza artística, fue miembro del Jurado del Concurso Internacional de Ballet de Nueva York (1996). En el año 2000 recibió el Premio Nacional de la Danza en Cuba y, en 2008, le fue otorgado el Premio Benois por toda su carrera artística, equivalente al Óscar de la danza.

El legado artístico de Fernando Alonso prevalece en el virtuosismo, la magnificencia, la sensualidad, la gracia, el refulgente temperamento y la cálida contagiosa alegría de cada generación de bailarinas y bailarines cubanos alrededor del mundo. El maestro ha muerto, su legado vive.

  *El período especial fue un largo período de hondo recrudicimento de la crisis económica ya existente en la isla, como resultado del colapso de la Unión Soviética en 1991 y se extiende a comienzos/mediados de la década de los 90

martes, 27 de agosto de 2013

Forum “María Zambrano: entre el Mediterráneo y el Caribe”


     Este tipo de encuentro académico se ha creado para destacar momentos claves en la vida y el pensamiento de la intelectual española donde se cruzan la tradición clásica europea y las utopías latinoamericanas. Instituido por la Fundación María Zambrano en el verano del 2011-que acogió los dos primeros eventos- la iniciativa es retomada ahora en Estados Unidos. La Universidad del Sur de la Florida, celebrará los días 14, 15 y 16 de octubre, en su recinto de Tampa, el III Forum con el apoyo de la Fundación María Zambrano y la Universidad de Málaga .
     El propósito es seguir generando espacios de diálogo entre académicos de las orillas que Zambrano supo unir, tanto en su experiencia vital como en su práctica filosófica. Participan especialistas en la obra zambraniana provenientes de España, Cuba, Canadá , Puerto Rico y Estados Unidos. Las sesiones serán abiertas a estudiantes y profesores así como a miembros de la comunidad. Para más información, puede comunicarse con la coordinadora del encuentro, Dra Madeline Cámara, profesora del Dept de World Languages de USF, al correo electrónico: camaram@usf.edu