La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

sábado, 15 de abril de 2017

Navegando entre nombres

           
Mariano José de Larra ocultó su identidad, durante años, bajo el pseudónimo de Juan Pérez de Montalbán
Por Leonardo Venta 

 Los nombres son palabras que designan o identifican tanto a los seres vivientes como a los inanimados.  Son aplicables a diferentes categorías.  Existen los nombres propios y los comunes.  También sirven para identificar al honor, la reputación y la fama.  Comúnmente llamamos “de buen nombre” a quienes consideramos prestigiosos.  
            En la antigüedad, eran nombres los que se daban por señal secreta para reconocer a los amigos durante la noche.  Asimismo, se usan nombres abstractos para mencionar realidades no visibles, como la belleza, el amor y la poesía.  Nos referimos también a los nombres colectivos para designar a personas, animales o cosas que pertenecen a una misma clase, especie o familia, significando su naturaleza o sus cualidades.  Son famosas las funciones apelativas de los sobrenombres, comúnmente utilizados entre camaradas.  Existen otras categorías que incluyen los nombres concretos, los contables, los de guerra, y aquellas cosas que “no tienen nombre” para señalar lo vituperioso y, en otros casos, lo sorprendente, lo inexplicable. 
            Los nombres son creados por el hombre para efectos de su propio conocimiento –el mismo ser—, en ese afán de determinar el proceso vital evolutivo.   Los nombres manifiestan la imperiosa necesidad de denotar y referir.  El nombre fija la exclusividad del individuo, y como tal su señorío.  La firma en la escritura legitima el Yo.  El nombre propio de un hombre o una mujer refleja – en muchas culturas – el doble origen del ser, heredado del padre y de la madre.  Uno de los grandes afanes del individuo es el de honrar su nombre y, al mismo tiempo, una de sus mayores preocupaciones es el temor a que su prestigio, o buen nombre, sea agraviado.  
            Las calles tienen nombres, los libros, los artículos periodísticos, las revistas, las obras de teatro, las películas, las agrupaciones musicales y artísticas, las canciones, los países, las ciudades, los componentes de la flora y la fauna, las religiones, las batallas, los navíos, los ciclones, los movimientos artísticos, las enfermedades…nombres, nombres, nombres… Nuestras palabras y pensamientos se relacionan con los objetos o individuos sobre los que hablamos o pensamos, y les asignamos nombres para identificarlos, para entenderlos, para manifestarlos.
            Algunos escritores se valieron de seudónimos para encubrir su sexo (como George Sand, cuyo verdadero nombre era Amandine Aurore Lucile Dupin).  Por otra parte, el escritor estadounidense William Sydney Porter utilizó el seudónimo de O. Henry para encubrir su pasado.  Mariano José de Larra ocultó su identidad, durante años, bajo el pseudónimo de Juan Pérez de Montalbán; Leopoldo Alas ha quedado inmortalizado como Clarín; José Martínez Ruiz como el gran Azorín.  El genial escritor estadounidense Samuel Langhorne Clemens es simplemente el Mark Twain que hemos llegado a admirar.
            Algunos nombres nos persiguen como predicados de una mala decisión, de un mal momento, como ejemplares del mal gusto.  No obstante, otros nos escoltan felizmente como testigos de una comisión mesurada a la que hemos dedicado tiempo, se saben amorosamente atrapados, manifiestos, develados, explicados, entendidos, creados; entonces, se transforman en esos eficaces compañeros que configuran y engalanan nuestra existencia, como una delicada prenda de vestir que exterioriza nuestra facultad de sentir y apreciar la verdad y la belleza.
            Después de muchos siglos de historia, aún nos enfrascamos en la tarea de seleccionar nombres.  Sin embargo, no siempre los escogemos diligentemente.  Sublimamos rebuscados e ininteligibles vocablos, apilamos palabras sobre el discurso por el mero hecho de que suenen bien, o porque estén de moda, o porque alguien, a quien consideramos razonablemente sensato, nos haya sugerido su carácter acertado.  Es preciso, entonces, henchir de embarcaciones remolcadoras el lodazal de los sentidos para rescatar a los nombres de este gran naufragio.

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