La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

sábado, 15 de abril de 2017

A Roland Barthes, en el 37.° aniversario de su muerte

Roland Barthes
Por Leonardo Venta

El pasado 26 de marzo se conmemoró un aniversario más de la muerte de Roland Barthes. Durante todo ese día desfilaron por mi mente los duendes del autor de Mitologías (1957), libro que tuve que leer, no hace mucho tiempo, para mi clase de Teoría literaria, que me impartiera la profesora Madeline Cámara en la Universidad del Sur de la Florida (USF).
            Como parte de mis habituales disquisiciones dominicales, repasaba con satisfacción una presentación mía sobre dicho libro en USF, a la que la doctora Cámara había invitado al profesor Gaëtan Brulotte, egresado de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, donde obtuvo un doctorado en literatura francesa con una tesis titulada "Aspects du texte érotique", dirigida por el propio Barthes, y cuyo jurado estuvo integrado por Julia Kristeva.
Por ese subliminal apego mío a la literatura, he decidido conmemorar el trigésimo séptimo de la muerte de Barthes –que falleció el 26 de marzo de 1980, varias semanas después de ser atropellado por un vehículo en una calle parisina –con el siguiente humilde trabajo sobre Mitologías.          
Roland Barthes, crítico literario, sociólogo, semiólogo y filósofo francés, fue uno de los intelectuales más relevantes del pasado siglo. Es considerado responsable de aplicar a la crítica literaria las percepciones surgidas del psicoanálisis, la lingüística y el estructuralismo.  Estableció conceptos como el "del placer del texto" y de éste como "un cuerpo", así como el de la “muerte del autor”, entre otros.  Es igualmente reconocido por articular la teoría y la práctica de la intertextualidad, así como promover el estudio de los signos culturales.
En el campo intelectual, se destaca por su posición desafiante a las normas establecidas y, por consiguiente, a las clases hegemónicas. Uno de sus aportes más relevantes e interesantes al pensamiento moderno es la nueva valoración que ofrece al concepto del mito.
La definición tradicional establece que el mito es una narración que describe y retrata en lenguaje simbólico el origen de los elementos y supuestos básicos de una cultura. Es una forma estética de razonamiento, cuya acepción enraizada se refiere primordialmente a relatos o tradiciones que vinculan al ser humano con el universo, en su necesidad de encontrar respuestas a las manifestaciones de la naturaleza, la complejidad de la existencia humana, así como el origen de los componentes de una civilización.
  Para Barthes, es un tipo de discurso, un modo de significación que va más allá de su sentido original.  El estudioso francés considera que cualquier cosa puede convertirse en un mito, ya que todo objeto en el mundo puede pasar de una forma cerrada o existencia silenciosa a otro estado oral, disponible a la sociedad para su propia interpretación.
Según el notable estudioso, antigua o no, la mitología sólo puede tener un fundamento histórico, ya que el mito es un tipo de discurso escogido por la historia, una especie de mensaje que procura traspasar el umbral de nuestra consciencia y encontrar morada fija en ella. Por lo tanto, no está conferido exclusivamente a los modos de la escritura sino a la fotografía, al cine, al reportaje, a los deportes, a los espectáculos y a la publicidad en general.
Todos los materiales que componen el mito presuponen una manera de significación. Éste pertenece, según afirma Barthes, a la ciencia de la semiología, estudio de los signos en la vida social.  Basándose en este postulado, el pensador galo establece que el signo lingüístico es una unidad psíquica de dos caras, constituida por el significante –los sonidos y las formas de las palabras– y el significado –lo que esos sonidos y palabras significan intrínsecamente en el sistema constituido por la lengua–.  
            Afirma Barthes que el mito ejerce dos funciones fundamentales: la de apuntar o señalar y la de notificar.  Del mismo modo, nos hace entender algo y nos lo impone en un constante juego de escondidos entre el sentido y la forma  No existe nada fijo en éste.  Puede ser alterado, desintegrado o desaparecer completamente.  La verdad no está garantizada en el mito, nada puede prevenirlo de ser víctima de una coartada, su significante siempre tiene a disposición más de una opción, diversos significados. 
Por otra parte, es una clase de discurso definido por su intención. La historia, adulterada por éste, es finalmente asimilada como un hecho natural. El lenguaje, por su carácter vago y subjetivo, es su presa más fácil. El mito puede alcanzar y corromperlo todo. Su trabajo es el de justificar una intención  histórica, aparentar lo eterno de su fortuna. Su función es la de vaciar la realidad. Es como si la evaporara. Sin embargo, según Barthes, existe un lenguaje que no es mítico, el del hombre como productor, como transformador del entorno, circunscrito a la clase oprimida, para la cual el discurso es real. 
Para el autor de El placer del texto, el mito está del lado de la derecha por su sentido eminentemente burgués.  Los burgueses no solamente lo establecen, sino lo manipulan y propagan para prevenir a las masas de una subversión general. Suprimen al objeto de su historia, creando mitos que son universalizados en forma de proverbios. Promulgan la hegemonía de ciertos grupos étnicos sobre otros, de ciertos valores falsos que las masas llegan a asimilar como genuinos.
La mitología interpreta al mundo no como es en realidad, sino como la clase burguesa lo ha diseñado para justificar su status quo.  El lenguaje del mito es un metalenguaje, utilizado para describir un sistema de expresión programado, estático, que no toma acción directa sobre la historia, sino que lo amolda a un mundo irreal y utópico para insertarlo en la mente del hombre.
El mitologista trata de evitar la realidad lo más que puede en el proceso de crear el mito, manifiesta los elementos agradables de un contexto, pero ignora y adultera su esencia negativa. Definitivamente, la labor del intelectual –y a desentrañarla nos ha ayudado enormemente Barthes– es reconciliar al hombre con la realidad, la descripción con la explicación, el objeto con  el conocimiento, desenmascarando y desechando la nocividad que trae implícita el mito. 

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