La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

miércoles, 31 de agosto de 2016

Mitologías, un excelente libro de Roland Barthes

Fuente: Paris Match , N.º 326, 25 junio-2 de julio 1955

"...estoy en la peluquería, me ofrecen un número de ParisMatch. En la portada, un joven negro vestido con uniforme francés hace la venia con los ojos levantados, fijos sin duda en los  pliegues de la bandera tricolor. Tal el sentido de la imagen. Sin embargo, ingenuo o no, percibo correctamente lo que me significa: que Francia es un gran imperio, que todos sus hijos, sin  distinción de color, sirven fielmente bajo su bandera y  que no hay mejor respuesta a los detractores de un pretendido colonialismo que el celo de ese negro en servir a sus pretendidos opresores".
Roland Barthes, Mitologías 

Por Leonardo Venta

Si hay un libro que todos debiéramos leer es Mitologías (1957), del crítico literario, sociólogo, semiólogo y filósofo francés Roland Barthes. En el prólogo a su Primera Edición, el autor expresa: "Estos textos fueron escritos mensualmente durante unos dos años, de 1954 a 1956, al calor de la actualidad. Yo intentaba entonces reflexionar regularmente sobre algunos mitos de la vida cotidiana francesa. El material de esa reflexión podía ser muy variado (un artículo de prensa, una fotografía de semanario, un film, un espectáculo, una exposición) y el tema absolutamente arbitrario: se trataba indudablemente de mi propia actualidad".
A Barthes, uno de los intelectuales más relevantes del siglo XX, se le confiere el haber aplicado a la crítica literaria las percepciones surgidas del psicoanálisis, la lingüística y el estructuralismo. Estableció conceptos como el "del placer del texto" y de éste como "un cuerpo", así como el de la “muerte del autor”, entre otros. Se le reconoce también por articular la teoría y la práctica del fenómeno de la transtextualidad, trascendencia textual del texto, dado en la relación entre el texto analizado y otros textos leídos o escuchados, así como promover el estudio de los signos culturales, arbitrariamente seleccionados por un grupo social para establecer determinadas ideas.
Sus estudios se destacan por desafiar las normas establecidas y, por consiguiente, a las clases hegemónicas. Uno de sus aportes más notables al pensamiento moderno es la nueva valoración que ofrece al concepto del mito. Para Barthes, el mito impone que todo hombre y mujer convenga con la imagen que se le asignó en un momento dado como si debiera perpetuarse.
La definición tradicional se refiere al origen de los elementos y supuestos básicos de una cultura. Sin embargo, para el erudito francés, es un tipo de discurso, un modo de significación que va más allá de su acepción original. Barthes considera que cualquier cosa puede convertirse en un mito, ya que todo objeto puede pasar de una forma cerrada o existencia silenciosa a otro estado oral, disponible a la sociedad para su propia interpretación.
Según el estudioso galo, el mito es una especie de mensaje conferido a los modos de la escritura y otras representaciones, como la fotografía, el cine, el reportaje,  los deportes, los espectáculos y la publicidad en general. La fotografía, por ejemplo, es un discurso visual de la cotidianeidad social entendida como lenguaje de signos. "En Francia, no se es actor si uno no ha sido fotografiado por los Studios d'Harcourt. El actor de d'Harcourt es un dios; nunca hace nada: se lo rapta en descanso", afirma Barthes.
Todos los materiales que componen el mito presuponen una manera de significación. Éste pertenece, según Barthes, a la ciencia de la semiología, estudio de los signos en la vida social. Basándose en este postulado, establece que el signo lingüístico es una unidad psíquica de dos caras, constituida por el significante –los sonidos y las formas de las palabras– y el significado –lo que esos sonidos y palabras significan intrínsecamente en el sistema constituido por la lengua–. 
            Afirma Barthes que el mito ejerce dos funciones fundamentales: la de apuntar o señalar y la de notificar. Del mismo modo, nos hace entender algo y nos lo impone en un constante juego de escondidos entre el sentido y la forma. No existe nada fijo en éste.  Puede ser alterado, desintegrado, o desaparecer completamente. La verdad no está garantizada en el mito, nada puede prevenirlo de ser víctima de una coartada, su significante siempre tiene a disposición múltiples significados. 
Por otra parte, el mito es una clase de discurso definido por su intención. La historia, adulterada por éste, es finalmente asimilada como un hecho natural y aceptado.  El lenguaje, por su carácter subjetivo, es su presa más fácil. El mito puede corromperlo todo. Su trabajo es el de justificar una intención histórica, una especie de manifestación natural, aparentando lo eterno de su fortuna. Su función es la de vaciar la realidad, como si la evaporase.
El autor de Mitologías afirma que el mito está del lado de la derecha por su sentido eminentemente burgués. Según este razonamiento, los burgueses no solamente lo instauran sino lo manipulan y propagan para prevenir a las masas de una subversión general. Suprimen al objeto de su historia, creando mitos que son universalizados en forma de proverbios.  Por ejemplo, promulgan la hegemonía de ciertos grupos étnicos sobre otros, de diversos valores falsos que las masas llegan a asimilar como genuinos.
La mitología armoniza con el mundo no como es en realidad sino como la clase en el poder lo ha diseñado para justificar y arraigar su status quo. Emplea un metalenguaje, utilizado para describir un sistema de expresión programado, estático, que no toma acción directa sobre la historia sino que la amolda a un mundo irreal y utópico para ser insertado en la mente del hombre.
El mitologista trata de evitar la realidad lo más que puede en el proceso de crear el mito, indica los aspectos hermosos de un contexto, pero ignora y adultera la esencia de otros. Roland Barthes propone que la labor del intelectual es la de reconciliar al hombre con la realidad, de revelar la correlación entre la descripción y la explicación, entre el objeto y el conocimiento, desenmascarando y desenmantelando la función nociva de aquello a lo que se le atribuyen falsas cualidades o excelencias.

Emilio Ballagas: la prosa de un poeta purista

Emilio Ballagas (Camagüey, 1908 - La Habana, 1954)


Por Leonardo Venta

Uno de mis poetas favoritos ha sido siempre el camagüeyano Emilio Ballagas (1908-54). Su poesía purista supo calar mis primeros resuellos adolescentes. Se me veía a menudo con un libro suyo en mis caminatas por la Calle Obispo rumbo a la Catedral habanera, o tendido sobre la arena de la playa Santa María del Mar. Siempre me impresionó el gran contraste existente entre la pureza esencial de su lenguaje y la poesía negrista que igualmente cultivaba, inspirada en la identidad africana y negra.
            Sin embargo, en este espacio no hablaremos de su poesía, sino de su poco conocida prosa, perdida en las casi ininteligibles amarillentas páginas de viejos periódicos y revistas, o en su menos conocida labor como guionista de cine y adaptador escénico.
            Entre los documentos almacenados en el Fondo Ballagas del Instituto de Literatura y Lingüística "José Antonio Portuondo Valdor", hay un documento que contiene las distintas etapas de realización de un guión cinematográfico basado en la novela Francisco, de Anselmo Suárez y  Romero. Asimismo, en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional  "José Martí" se halla el manuscrito original de una adaptación escénica que hizo Ballagas de la obra en verso "La bruja", del autor griego de poesía pastoril Teócrito.  Cintio Vitier atestigua que además sintió atracción por el teatro guiñol y por la novela.
            De Ballagas han sobrevivido los ensayos "Pasión y muerte del futurismo" (1935), movimiento artístico de comienzos del siglo XX que contradijo la estética tradicional, enalteciendo la vida contemporánea, apoyándose en sus dos temas primordiales: la máquina y el movimiento; "Sergio Lifar, el hombre del espacio" (1938), dedicado al bailarín y coreógrafo francés de origen ruso, considerado la primera figura del ballet moderno francés; así como "La herencia viva de Tagore" (1941), dedicado al gran poeta y filósofo indio.
            Uno de los ensayos de Ballagas más fascinantes es  "La poesía en mí" (1937), testimonio de su  arte poético: "... no quiero verso que juegue, ni verso que suene; quiero verso sufrido en la propia carne, que ande con pies de corcho, sin excluir los pies de plomo...". En otro ensayo, "Magia blanca y poesía", el baldo camagüeyano expresa: "¿Cómo tejer sin hilo? ¿ Cómo pescar peces en el aire? ¿Cómo inventar palomas de la nada? Son estos problemas de la nueva poesía".  Para responder a estas propuestas de la siguiente manera: "En los poetas de todos los tiempos, cuando son de verdad, se mide la pureza de sus creaciones (...) por la riqueza íntima que nada tiene que ver con la exhuberancia". Ballagas propone que el poeta debe superar inhabilitaciones idiomáticas predecesoras, dogmatismos, en ese afán de ennoblecer la creación, mediante una especie de abstracción prodigiosa, que por medios naturales obra efectos que parecen sobrenaturales, en lo que él denomina "magia blanca poética".
            En "Castillo interior de poesía", cuyo título nos evoca el Castillo interior (1577) de la mística Santa Teresa de Jesús,  Ballagas amplia lo abordado en "La poesía en mí", analizando textos clásicos como Literatura europea de vanguardia, de Guillermo de Torre, y La deshumanización del arte, de José Ortega y Gasset. Para el poeta cubano, tanto la salvación del hombre como de la poesía radica en el alma.
            Además de componer la llamada poesía negra, Ballagas le dedicó ensayos. En el prólogo a su Antología de la poesía negra hispanoamericana, publicada en 1935, reclama la necesidad de eliminar lo que denomina "la corriente superficial" y folklorista en el tratamiento del tema negro, muy común en el enfoque eurocentrista, exhortando a zambullirse en las corrientes que él estima profundas, manifestándolas "como encuentro de la poesía con la vida, costumbres y peculiaridades del hombre de color, encuentro del hombre negro con la poesía eterna, universal y penetradora, siempre encuentro del hombre o de la creación humana con la naturaleza".
            Ballagas igualmente resalta el carácter mestizo de la poesía negra, dentro de ese ajiaco cultural compuesto primordialmente por blancos y negros, abrazándose –no siempre fraternalmente–, y que da origen, en palabras del etnólogo y erudito Fernando Ortiz, a "una nueva sustancia, un nuevo color, un alquitarado producto de transculturación".
            El autor de "Nocturno y elegía” tenía hondas inclinaciones intelectuales de carácter universal que trascienden en su ensayística.  Rabindranath Tagore, Pierre de Ronsard y Gerard Manley Hopkins son autores que examina. "La herencia viva de Tagore" (1941), que mencionamos en la introducción a este escrito, fue escrito tras la muerte del escritor hindú, ocurrida ese mismo año, y en el que cubano menciona "la revelación  –a medias– de mi herencia de Tagore, el mensaje especial que él trajo para mí". En su ensayo "Ronsard, ni más ni menos" (1951), exalta el lirismo íntimo del humanista francés del siglo XVI. En "Impulso y señorío en la poesía de Gerard Manley Hopkins" –que se mantuvo inédito hasta 1964, cuando Roberto Fernández Retamar, que conservaba el original que le entregara el propio Ballagas en 1951, lo publicara en la revista Unión –, se identifica con los problemas de la creación literaria que marcan al poeta inglés, y que el propio Ballagas confronta como autor.
            En la prosa ballagiana, sobresalen dos secciones periodísticas del Diario de la Marina, llamadas "Periscopio" y "Peristilo", que datan de la primera mitad de la década del cuarenta hasta casi su muerte. En la primera sección sobresale su artículo "Del nombre y el hombre", en que explora el respeto recíproco que debe existir entre el artista y su público. También escribió sobre El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha; realizó una crítica a un libro de poemas de Dulce María Loynas; discurrió sobre la obra del traductor; le dedicó una reseña a Marcelo Pogolotti; contrastó al Don Juan Tenorio de Zorilla y el de Tirso de Molina; se refiere a la Emma Bovary de Gustave Flaubert, El amante de Lady Chatterley (1928) y la Medea de Eurípides.
            Escribió sobre ballet. En "Sergio Lifar, el hombre del espacio", que subtituló 'Notas para un ensayo', se refiere con desbordado lirismo a la labor del crítico con relación a la crítica que realiza. "Sin proponérmelo he puesto frente a frente crítica y baile. La crítica es arquitectura sin música, y desde luego en silencio; arquitectura congelada, parálisis del canto, ya que 'el pájaro dejaría de cantar si tuviera que explicar el canto'. El único hombre con jerarquía para la crítica es el propio artista, porque al introducirse en la obra de arte llega a ella con recogimiento y humildad perfecta, con inocencia e ignorancia confesadas; humildemente, sin dar importancia a las palabras que son viento en el viento, dispuesto otra vez como el hombre del medioevo a divagar sobre el número de ángeles que caben en la punta de una aguja".
         El autor "Y de otro modo", uno de mis poemas favoritos de adolescencia, no desdeñaba las artes plásticas.  "El drama de Georges Rouault", considerado como el pintor religioso moderno más importante, lo escribió al enterarse de la destrucción mediante el fuego, a manos del propio artista, de más de doscientas de sus obras. En este ensayo comenta sobre la obra expresionista de Rouault, así como se refiere a otros pintores europeos, emitiendo opiniones muy personales sobre diversas corrientes de las artes plásticas. "¿Puede el arte salvar al hombre individual y colectivamente?, es la gran pregunta que articula el hombre que persiguió la pureza denodadamente, ya sea en verso o en prosa, en ese afán sincero de mejoramiento humano.

lunes, 29 de agosto de 2016

Borges, el pensador

En "Remordimientos" (retrato de Jorge Luis Borges), obra de Ernesto Aroztegui, un paraguas -en el que se inscribe parte del poema que da título al cuadro-  aísla a Borges del "juego arriesgado y hermoso de la vida".


Por Leonardo Venta 

Quien lee a Jorge Luis Borges debe constantemente consultar textos que interpola, así como enfrentar una pleamar enciclopédica que transmuta el autor argentino bajo el influjo de sus duendes literarios, sin excluir escenarios y personajes presentados como reales, como parte de un efecto lúdico, parcial o enteramente fruto de su imaginación. En este contexto, Borges, implícita o explícitamente, pretende hallar explicaciones a temas relacionados con la razón, aunque sea negando la existencia de una respuesta válida o remedando la realidad mediante el empleo de elementos fantásticos.
              En el plano filosófico, Borges, aparte de Arthur Schopenhauer, a mi juicio su filósofo predilecto, repasó con avidez a Friedrich Nietzsche, con quien discrepó en múltiples aspectos. Estudió asimismo la obra del irlandés George Berkeley, considerado el fundador de la moderna escuela del idealismo; al polémico Hegel, que aplicó la antigua noción griega de la dialéctica a su sistema filosófico; la obra del escocés David Hume, uno de los mayores escépticos en la historia de la filosofía; a Immanuel Kant, considerado como el pensador más influyente de la era moderna, entre otros.
            La idea del mundo como representación, tesis fundamental de Schopenhauer, es una constante en la obra borgeana. El sujeto de la representación (el que conoce) y el objeto de la misma (lo que se conoce), están condicionados por el espacio, el tiempo y la causalidad. Según propone Kant, los individuos no pueden comprender la naturaleza de las cosas en el Universo, pero pueden estar racionalmente seguros de que lo experimentan por sí mismos. Dentro de esta esfera de la experiencia, nociones fundamentales como espacio y tiempo son relevantes.
            En uno de los textos tempranos de Borges, el híbrido cuento-ensayo “Pierre Menard, autor del Quijote”, el narrador expresa: “La verdad histórica, para él [Menard], no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”, es decir, la percepción de la realidad.  Según el idealismo que modula Schopenhauer en su filosofía, y que Borges solfea admirablemente en su haber literario, las cosas sólo existen cuando las percibimos. Traerlas a colación, no importa en que forma, es redimirlas.
            Sin menoscabar la profundidad del pensamiento borgeano, lo literario prevalece sobre lo filosófico en éste, prevalencia determinada por el carácter artístico/estético de la literatura, que la filosofía como ciencia evita. Según el hispanista y traductor Roberto Paoli, “... no puede exigírsele [a Borges] esa coherencia que se le pide a un filósofo sistemático”, precisamente por ser literato. En ese sentido la estética literaria trasciende los argumentos racionales que esgrime la filosofía, pero no por eso los excluye.
            Una visión metafísica de la realidad, como parte del idealismo con el que se identifica desde temprana edad, es latente en Borges, metafísica que engarza y se aviene muy bien a la estética de la literatura fantástica que cultivará sistemáticamente. Funde la metafísica y lo fantástico, como parte de una estética literaria que revoluciona la literatura regionalista y el realismo decimonónico que le precedió. En el cuento “Tlö, Uqbar, Orbis Tertius”, con que inicia su libro Ficciones expresa: “Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica".
            Borges entiende la realidad como un sueño, que implica cierto escepticismo ante el destino y el rol impreciso del hombre en el universo, superponiendo, fundiendo y confundiendo las dimensiones sueño-realidad. He ahí, en parte, la ambigüedad, la ironía (de carácter lúdico) y la aparente complejidad del discurso borgeano, no solamente como recurso literario significativo para crear la atmósfera de suspenso y misterio que caracteriza al género fantástico que cultiva, sino como obsesivo afán literario de explicar la esencia de las cosas.
            En el famoso soneto borgeano “El sueño”, el hablante lírico pregunta: “¿Quién serás esta noche en el oscuro / sueño, del otro lado de su muro?".  La pregunta, más que inquirir, sugiere la fusión de la existencia (la realidad) y el sueño (la representación de dicha realidad). ¿Quién serás (o somos) en esa dimensión misteriosa llamada sueño? ¿De qué manera se dilucida lo real y lo onírico?, son las grandes interrogantes.
            Borges sugiere la inconsecuencia inexplicable de la existencia, y, por ende, cuestiona la validez universal como una categoría absoluta. Para él, el universo tangible es tan irreal como el sueño y la misma muerte, de la cual éste es una especie de ensayo, o augurio.
            En el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el hablante narrativo propone al mundo como una ilusión. El Tlön (tierra) es un mundo ficticio, y Herbert Ashe, personaje de la vasta lista de la inventiva borgeana, es “uno de sus modestos  demiurgos” [dios creador].  En el “Tlön…”, los objetos físicos existen condicionados por la imaginación: “Los hay de muchos [términos]: (…) el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por un sueño”, afirma la voz narrativa.
            En “The immortals", cuento escrito inicialmente en inglés, el hablante narrativo sugiere la necesidad de emancipación del hombre de la prisión de los sentidos, de sus obstrucciones engañosas, en ese afán de alcanzar la verdad y el conocimiento. La realidad, para Borges, se aprehende mejor a través de la introspección que mediante los sentidos; es la antonimia luz-oscuridad, realidad ficción, que sustenta su tropológica escritura.
            Nada es impensado en la obra de Borges. Aun en sus poemas juveniles, como “Amanecer”, que integra la colección Fervor de Buenos Aires, se vislumbra el viaje del sujeto a las ideas en búsqueda de verdades filosóficas. El hablante lírico manifiesta haber revivido “(…) la tremenda conjetura / de Schopenhauer y de Berkeley”, en una antonimia de paisaje urbano desolado (espiritualmente) y poblado (literalmente).
            La realidad como un sueño cobra vida en “Amanecer”, mediante el símil que funde la ceguera literal con el alma oscura de la ciudad desolada, que encierra en sí el afán insaciable de dilucidar la verdad: “... y la noche gastada / se ha quedado en los ojos de los ciegos”. Más allá de cualquier empeño estético, la obra borgeana procura la voluntad de comprender e interpretar el universo.