La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

jueves, 29 de agosto de 2013

“Mi nombre es Asher Lev”, teatro que edifica


Brian Webb Russell (izq.), en el papel de Jacob Kahn, y Chris Crawford, como Asher Lev. Foto: Chad Jacobs

Por Leonardo Venta

Ciertas obras que se producen al margen de los circuitos comerciales apelan al intelecto del público, asumen materiales no concebidos propiamente para las tablas, que la dirección, el guión y la actuación, entre otros elementos, complementan en un trabajo grupal que persigue la catarsis en el espectador – liberación o transformación interior – . De esa manera, “My name is Asher Lev (Mi nombre es Asher Lev)”, la adaptación realizada por Aaron Posner de la novela de corte autobiográfico del escritor Chaim Potok (1929-2002), establece pautas que la afianzan como una gran obra de este tipo.


Recientemente, en el acogedor teatro Raymond James de St. Petersburg, seguimos de cerca la historia del personaje Ashe Lev, desde una espaciosa butaca que resultaba pequeña para acomodar nuestras emociones. La producción del American Stage Theatre Company, apoyada en la agudeza dramática de dos magistrales actores y una actriz – Chris Crawford, Brian Webb Russell y Georgina McKee – condensó en nuestros sentidos la novela homónima del rabino y pintor estadounidense, descendiente de inmigrantes polacos, en una inteligente puesta en escena que sobre todo logró transmitirnos un mensaje edificante y estimular nuestro pensamiento crítico.

La pieza en un acto, de casi hora y media de duración, relata la historia de un niño prodigio que para desarrollar su genio artístico se ve precisado a encarar ciclópeos obstáculos. Aborda, asimismo, el universal conflicto entre las inclinaciones – la vocación artística – y las prohibiciones – constreñidas por la tradición –. Un matrimonio de judíos y su único hijo, criado en las prácticas hebraicas, desbordan un inconciliable torrente de ideas y sentimientos en el espacio de un diminuto apartamento neoyorquino, recién concluida la II Guerra Mundial.

Aryeh Lev, el padre de Asher – interpretado por Brian Webb Russell –, vive entregado a la causa de los judíos supervivientes del reciente conflicto bélico europeo. Si bien, su hijo, al que ama pero considera apostata y traidor a la tradición judaica, posee un talento artístico no afín a sus observancias religiosas. ¿Cuántas personas formadas bajo la presión exacerbada de cualquier índole de fanatismo no se han visto impelidas a obedecer los obsesos lineamientos ideológicos de sus padres o seguir a todo trance sus propias inclinaciones, de cualquier naturaleza que éstas sean?

Rivkeh Lev, la madre de Asher – interpretada por Georgina McKee –, se encuentra amorosamente atrapada entre la intolerancia del padre y la agonía del hijo por darle rienda suelta a su irresistible vocación por las artes plásticas. Asher, – magistralmente interpretado por Chris Crawford –, evoluciona desde las primeras desavenencias con sus padres durante su infancia hacia la alineación del joven artista que no puede renunciar a su condición de artífice.

No obstante, el talentoso pintor encuentra apoyo en el no observante artista judío Jacob Kahn, el maestro que le enseña a canalizar las emociones a través del arte. Los parlamentos de Kahn son el pretexto de que se vale Chaim Potok para establecer su concepción del arte de una manera libre y personal. La pieza teatral, al igual que la novela que la inspira, no sólo cuestiona la fe judaica, sino todo tipo de ideología afirmada en el fanatismo y la intransigencia, al poner en pugna el amor familiar y la incapacidad paterna de comprender y aceptar la vocación de su hijo.

La escenografía, a cargo de Jerid Fox, en todo momento juega un rol adecuado en función del espacio que recrea, sin que se existan cambios de escenas. Todo es mínimo, pero trascendente. La obra se apoya en los diálogos, pero sobre todo en la narración del protagonista, especie de relato reflexivo en que el protagonista dialoga a solas con el espectador, y cuyo destino es la propia conciencia del público que va descubriendo la disposición interna, el nudo entre las partes de la obra. El sonido, por T. Scott Wooten, y el adecuado empleo de la iluminación a cargo de Megan Byrne, así como el vestuario dispuesto por Adrin Erra Puente, todos bajo la producción de Karla Hartley, complementan el éxito de la producción.

La puesta despliega una progresión dramática. Capta nuestra atención, cautiva, al mismo tiempo que nos nutre de mensajes sumamente edificantes, guiños en pos del mejoramiento humano. Por momentos, nos pone el alma en un hilo, estimulando en nosotros emociones estéticas y humanas, identificándonos con la “otredad incomprendida”, en cualquier sociedad, en cualquier esfera. Terminada la función, los asistentes agradecieron con una ovación de pie la íntima catarsis que despertó en ellos la propuesta dramática.

“Mi nombre es Asher Lev” es el tipo de drama que nos hace crecer, lo que lo convierte en ineludible opción para los amantes del buen teatro.


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