La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

martes, 14 de junio de 2011

Juan Meléndez Valdés


Retrato de Juan Meléndez Valdés por Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo, 73 x 57 cm. Colección Banesto.



Por Leonardo Venta

La obra de Juan Meléndez Valdés abarca la poesía prerrománica, neoclásica y rococó. Estudió latín y filosofía en la capital española. De la misma forma, cursó estudios de leyes en la Universidad de Salamanca. En dicho alto centro docente llegó a ser profesor en 1781, con apenas 27 años. En 1780, ya había sido condecorado con el premio de poesía de la Real Academia Española por su obra Batilo. En 1783, recibe su doctorado en derecho. Publica con gran éxito, en 1785, el primer volumen de sus poemas, al que le siguieron variadas ediciones.

Con la ayuda de Gaspar Melchor de Jovellanos, ocupó los cargos de juez de la Corte en Zaragoza en 1789; canciller en Valladolid en 1791, así como fiscal de la Sala de Alcaldes de la Casa y Corte en Madrid en 1797. A la caída de Jovellanos, en 1798, Meléndez abandona Madrid, y después de breves estancias en Medina del Campo y Zamora, establece su residencia en Salamanca.

Meléndez Valdés estuvo al servicio de José I de España, hermano del célebre Napoleón I Bonaparte de Francia. Asimismo, ocupó puestos en el Consejo de Estado, lo que le traería grandes trastornos a la caída del rey francés, al considerársele afrancesado. Se vio obligado a exiliarse en Francia. Cuatro años después muere en Montepellier. Sus restos volvieron a Madrid en 1900 y reposan en el Panteón de los Hombres Ilustres.

En cuanto a su obra, señala J.H.R. Polt en la introducción al libro Poesías Selectas de Juan Meléndez y Valdés: “Mejor que nadie ejemplifica nuestro poeta la tendencia estética que llamamos rococó, entre cuyas características podemos señalar el gusto por la simetría y por la variedad; la preferencia por las formas curvas y ligeras; la predilección por lo delicado, pequeño, íntimo y elegante; el erotismo juguetón; el empleo de una mitología ‘reducida a meras dimensiones domésticas’, decorativa sin trascendencia; y una calidad huidiza relacionada con la gracia y con el juego cuyo fondo es la inocencia – inocencia muchas veces ambigua, o perdida y añorada”.

Juan Meléndez Valdés es un poeta que cultiva el pensamiento filosófico; su poesía tiene valor didáctico, moralizante, algo muy acostumbrado entre los escritores neoclásicos de su época. No obstante, se le considera también un precursor del romanticismo, por su amor a la naturaleza y las descripciones que de ella ofrece en sus obras.

En su “Oda Anacreóntica XXXV”, se entabla un diálogo, especie de soliloquio compartido, entre la voz poética, que es en sí el poeta, y Apolo, dios de la lira y la inspiración. El hablante lírico comienza inquiriéndole a la deidad griega: ¿Qué te pide el poeta? / Di Apolo, ¿Qué te pide / cuando derrama el vaso, / cuando el himno repite? // No que le des riquezas / que necios le codicien / ni puestos encumbrados / que mil cuidados siguen; / no grandes posesiones / que abracen con sus lindes / las fértiles dehesas / que el Guadïana ciñe; / ni menos de la India / la concha y los marfiles, preciadas esmeraldas, lumbrosas amatistas”.

Las ansias de riqueza, fama, gloria y vanidad terrenal, son sofocadas por la búsqueda de la armonía espiritual, los valores morales, y sobre todo, por la felicidad, casi mística, que implica el sentirse poeta. El bardo anhela retener hasta su último aliento el inefable don que se le ha sido otorgado, y en una especie de ruego lírico, se lo implora a su Apolo: “[…] ni la vejez cansada / de mi lira me prive”.

“Oda Anacreóntica XXXV”
       De mis deseos
Por Juan Meléndez Valdés


¿Qué te pide el poeta?
Di, Apolo, ¿qué te pide
cuando derrama el vaso,
cuando el himno repite?

No que le des riquezas
que necios le codicien,
ni puestos encumbrados
que mil cuidados siguen;

no grandes posesiones
que abracen con sus lindes
las fértiles dehesas
que el Guadiana ciñe;

ni menos de las Indias
la concha y los marfiles,
preciadas esmeraldas,
lumbrosos amatistes.

Goce, goce en buen hora,
sin que yo se lo envidie,
el rico sus tesoros,
sus glorias el felice;

y el mercader avaro,
que entre escollos y sirtes
de oro vaga sediento,
cuando la playa pise

con perfumados vinos
a sus amigos brinde
en la esmaltada copa
que su opulencia indique;

que yo en mi pobre estado
y en mi llaneza humilde
con poco estoy contento,
pues con poco se vive;

y así te ruego sólo
que en quietud apacible
inocentes y ledos
mis años se deslicen,

sin que a ninguno tema,
ni ajeno bien suspire,
ni la vejez cansada
de mi lira me prive.

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