La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

miércoles, 30 de abril de 2014

"El triángulo de la calle Bermudas"


De izq. a der.: MaryAnn Ra Bardi, en el rol de Fanny Saperstein; Marianne Meichenbaum, como Tess la Rufa; y Ron Forth en el papel de Johnny Paolucci.

Por Leonardo Venta

Con la historia de dos mujeres embriagadas de profusos onomásticos – arrojadas por sus respectivas hijas a un tragicómico devenir –, entre catárticas carcajadas que hilvanaban agudas reflexiones, la puesta teatral “Bermuda Avenue Triangle (El triángulo de la calle Bermudas)”, escrita por la popular actriz y guionista Renée Taylor (nominada al Emmy por su actuación en “The Nanny”) y su pareja, el actor y director Joseph Bologna, propició mi inicial apretón de manos con la compañía teatral Carrollwood Players, el sábado, 12 de abril de 2014.


La comedia en dos actos – bajo la dirección general de Robin New, la batuta artística de James Cass, y un elenco de cuatro actrices y dos actores – es un eufemismo de punzantes problemáticas existenciales, como la senectud, la falta de amor, la soledad y la alienación. En ésta se examina humorísticamente los conflictos de dos viudas alrededor de los setenta años de edad (la católica Tess la Rufa (Marianne Meichenbaum), y la judía Fanny Saperstein (MaryAnn Ra Bardi), instaladas en una casa de retiro de Las Vegas, que sus hijas Rita (Penni Willen) y Angela (Mary F. Jordan), respectivamente, les han comprado con el fin de desentenderse de ellas.


Para Tess y Fanny, el gozo de vivir había desaparecido hasta que una especie de sortilegio las induce a una incuestionable anagnórisis y, consecuentemente, despereza dicha agnición en nosotros los espectadores. Ambas reconocen que nunca es tarde para darle riendas sueltas a las inhibidas pasiones. Al mismo tiempo, la propuesta teatral pone a consideración del público las secuelas sociales asociadas al envejecimiento a través de audaces parlamentos y un muy bien elaborado lenguaje mímico.


Ya instaladas en su nueva morada, las dos viudas rumian profusas quejas relacionadas con sus años de infelicidad y las deficiencias de sus hijas. Si bien, un insólito conjuro del destino metamorfoseará sus amarguras en contagiosa felicidad. Johnny Paolucci (Ron Forth), un don Juan que las salva de ser asaltadas, resulta herido en el incidente. De esa forma, las ancianas amigas lo traen consigo a su hogar para cuidarlo. Extreman sus atenciones con él, al punto que las dos terminan envueltas en lúbricas desenfrenadas experiencias. Cada una se acuesta con Johnny, sin que la otra lo sepa.


La relajante música seleccionada y los adecuados contrastes de iluminación, a cargo de Frank Stinehour y Rae Schwartz, propiciaron la adecuada transición de las escenas, sumándole amenidad a la producción. El vestuario, los decorados y los accesorios, en manos de James Cass, provocaban placidez, en oposición al desequilibrio y la vasta gama de conflictos que experimentaban las protagonistas.


Los preponderantes matices rosados de la escenografía desdoblaban – en una apariencia de refrescante óleo sobre lienzo de gran formato – con los componentes rojos que integran ese color para significar la fuerza y la pasión que despiertan las fenohormonas del sexo opuesto en las damas de la tercera edad, en contraste con el otro oomponente del color rojo, el blanco, que simboliza la luz, el candor y la pureza tan cuestionada e implícita en la temática de la obra.


El escenario se me antojaba pequeño para actuaciones de la magnitud de Marianne Meichenbaum, MaryAnn Ra Bardi y Ron Forth, al punto de proyectar sus personajes con tal convicción, verosimilitud y vis cómica que eclipsaban sin proponerselo el lustre del resto del elenco. Por ende, en la conformación de "El triángulo de la calle Bermudas" se respiraba un sutil – ¿propicio o desequilibrante? – contraste entre papeles protagónicos y secundarios.

Este indiscutible éxito de los Carrollwood Players – apoyado en equívocos, jocosos enredos – apunta, desenfadadamente, hacia planteamientos artísticos y sociales elevados, en forma de incisivos furtivos soplos dramáticos. 


Satisfechos, mi sobrino Luis David, su novia Sarahí, y este servidor, abandonamos la sala de teatro, entre aplausos de aprobación, con varias propuestas por discernir: la desinhibición de los deseos reprimidos, las inevitables pulsaciones de los instintos versus la moral tradicional; así como la necesidad de desentrañar la compleja problemática de la tercera edad que impasiblemente nos aguarda.

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