La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

jueves, 3 de abril de 2014

El poeta que nació un día que Dios estuvo enfermo

“Vallejo, que luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosamente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo”. Mario Benedetti [1967]

Por Leonardo Venta

“Hay un vacío / en mi aire metafísico / que nadie ha de palpar: / el claustro de un silencio / que habló a flor de fuego. // Yo nací un día / que Díos estuvo enfermo”.
Cesar Vallejo




            Según Cesar Vallejo, el 16 de marzo de 1892, fecha en que él naciera en Santiago de Chuco – la capital de la Poesía en el Perú –, Dios estuvo enfermo. El poeta de las tristezas propias y, sobre todo, las ajenas, supo ahondar como pocos en el dolor cotidiano y la muerte; presentar al mundo como un lugar hostil donde los alienados viven sin esperanzas; al mismo tiempo que formular la superación de los males sociales mediante la solidaridad y la acción revolucionaria.
            La grandeza poética de Vallejo no tiene paragón en Perú ni, tal vez, en la América del siglo XX. Cuando emprendió su peregrinar por los piélagos de la poesía, reinaba en su país la pomposidad sensorial modernista de José Santos Chocano, la delicada constelación simbólica postmodernista de José María Eguren; y el etéreo refinamiento de “la belle époque peruana”, resumida en la lírica del también narrador Abraham Valdelomar, todos bajo el celaje del nicaragüense genio dariano.
            En el primer poemario de Vallejo, Los Heraldos Negros (impreso en 1918, aunque no circuló hasta 1919), si bien el no tan joven poeta – 26 años de edad – aún infunde aliento a la estética modernista, escapa de su ser un hondo bramido propio, desolado y sensible, capaz de tañer y estrujar las fibras más indóciles y recónditas del alma, para arropar el inmarcesible paraje evasivo de los poetas que le precedieron con el lamento del insondable dolor omnipresente: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... ¡Yo no sé!”, gime virilmente Vallejo en el poema "Los heraldos negros" que da título general al libro que lo incluye
            Los Heraldos Negros, el poemario, está en buena medida colmado de poemas de amor, rasgados con componentes cristianos que el hablante lírico evoca o cuestiona, tras una constelación de culpas y arrepentimientos. En “El poeta a su amada”, leemos: “Amada, en esta noche tú te has crucificado / sobre los dos maderos curvados de mi beso, / y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado, / y que hay un viernesanto más dulce que ese beso”, para luego depositar un enamorado lúgubre ósculo a la pureza amorosa, “y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos. // Y ya no habrá reproches en tus labios benditos; / ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura / los dos nos dormiremos, como dos hermanitos”.
             Además de la susodicha intimidad pasional entre hombre y mujer, el hablante lírico loa en Canciones de hogar, segmento que cierra su primer libro, una tibieza familiar donde además de las figuras de la adorada madre y el augusto padre – “En un sillón antiguo sentado está mi padre. / Como una Dolorosa, entra y sale mi madre. / Y al verlos siento un algo que no quiere partir”, se versifica la dulce memoria de Miguel, el hermano muerto, con dos tipos de ocultaciones, el del juego infantil, "las escondidas" y el de la muerte, el escondite del que no hay regreso: “Miguel, tú te escondiste / una noche de agosto, al alborear; / pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste. / Y tu gemelo corazón de esas tardes / extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y / ya / cae sombra en el alma. // Oye hermano, no tardes / en salir. ¿Bueno? Puede inquietarse mamá”.
            Su segundo libro, Trilce (1922), constituye un momento clave en la renovación del lenguaje poético iberoamericano. Nuestro gran poeta trasciende los modelos tradicionales que hasta en cierto sentido había respetado, añadiendo elementos de la vanguardia a su poesía. Si bien, numerosos estudiosos afirman que alcanzó su plenitud como poeta con Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, publicados póstumamente (1939 y 1940).
            A raíz de una falsa acusación de vandalismo y asesinato, fue a la cárcel por alrededor de tres meses. El 17 de junio de 1923 abandona para siempre su amado Perú, para dirigirse a una luminosa capital francesa que sólo le ofrecería tenebrosidades económicas y emocionales hasta la muerte. “Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París – y no me corro – / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”, presagió en “Piedra negra sobre una piedra blanca” (1937).
            El Vallejo que descendió en calidad de irreverente Cristo-poeta, o Alonso Quijano – en angustiosa anagnórisis – a la Cueva de Montesinos, o al literal infierno de la condición humana, si bien no murió un jueves, falleció un Viernes Santo, el 15 de abril de 1938. para darle forma a tan desgarradora experiencia en quejumbrosos y apasionados henchidos versos.
            Cristo marxista, camarada de los pobres y desclasados, juglar de la justicia, el amor y la solidaridad social, César Vallejo vivió y escribió – magistralmente – como quien robara ‘huesos ajenos’, o se bebiera el café que le estaba destinado a otro.

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