La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

jueves, 30 de septiembre de 2010

“La Fragua de Vulcano” de Velázquez


Por Leonardo Venta

Vulcano es el dios del fuego o la fragua en la mitología romana. Sus fiestas en Roma, las Vulcanalia, se celebraban el 23 de agosto. Irónicamente, una gran erupción en el volcán Vesubio arrasó las ciudades de Herculano, Pompeya y Stabiae en el año 79, al día siguiente de festejarse las Vulcanalia de ese año.

En la mitología griega, Vulcano es conocido como Hefesto, hijo de la diosa Hera, por quien siempre toma partido cuando discute con su esposo Zeus, el rey del Olimpo. El mito cuenta que Afrodita, la más hermosa de las deidades, había recibido a Hefesto como cónyuge por disposición de Zeus. El dios del fuego y de la metalurgia era cojo y siempre andaba tiznado y sudoroso debido a su trabajo.

Como era de suponerse en una mitología de dioses sumamente promiscuos, como la griega, la hermosísima diosa del amor traicionaba a su poco agraciado marido con hombres más jóvenes y seductores. Uno de ellos era el atractivo Ares, dios de la guerra. Sus encuentros amorosos se consumaban de noche, a escondidas de Hefesto.

En una oportunidad se demoraron más de lo acostumbrado, y Helios, antiguo dios del Sol (que tradicionalmente es confundido con Apolo), le informó a Hefesto que Afrodita le estaba siendo infiel. Para vengarse, Hefesto se valió de su gran destreza como orfebre y les tendió una trampa que consistió en fabricar una finísima red que sólo él podía manejar y que fue colocada en el lecho donde los amantes se habían dado cita.

Afrodita y Ares fueron atrapados y expuestos a la burla ante los dioses del Monte Olimpo. Sin embargo, Poseidón (dios del Mar) pidió clemencia y ambos fueron liberados. La diosa, abochornada, huyó a Chipre; mientras Ares se refugió en Tracia.

El óleo sobre tela “La Fragua de Vulcano” de Diego de Silva Velázquez que data de 1630, con dimensiones 223 x 290 cm, capta el momento en que Apolo (en sí debe ser Helios, según el mito original), con una corona de laurel sobre su radiante cabeza, informa a Hefesto/Vulcano que en ese mismo instante su esposa Afrodita/Venus le está engañando con Ares/Marte.

Nótese cómo las deidades en el cuadro, muestra permanente en el Museo del Prado de Madrid, son campesinos o artesanos humanos, quienes trabajan un pedazo de metal candente y crean una armadura caballeresca. Asimismo, es admirable la logradísima expresión de asombro en el rostro de Vulcano y sus ayudantes al recibir la noticia del adulterio de Afrodita.

Las figuras semidesnudas – cuyas tonalidades de la piel, matizadas por el contraste luz-sombra, honran el genio excepcional de Velázquez – manifiestan la influencia de los maestros italianos del siglo XVI. El brío de las pinceladas en el traje de Apolo, de color rojo, y la iluminación casi teatral que envuelve a esta deidad, representada en la iconografía artística antigua con mayor frecuencia que cualquier otra, sugiere el modelo del veneciano Tintoretto, a quien Velázquez admiraba hondamente, en contraste con las extensas áreas de colores terrosos que evocan el crudo tenebrismo de Caravaggio.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Piel negra, máscara blanca: la identidad negra en una sociedad diseñada por blancos

Frantz Fanon, autor de Piel negra, máscara blanca, ha ejercido un pujante influjo sobre el movimiento de los derechos civiles, los movimientos anticoloniales y por la conciencia negra en todo el hemisferio.  
Por Leonardo Venta

Defensor de los derechos de los negros, el martinico Frantz Fanon es famoso por la publicación de su libro Piel negra, máscara blanca (1952), donde reexamina brillantemente la problemática del negro de las Antillas no españolas en relación al europeo, responsabilizando a la ideología colonialista de las múltiples formas de discriminación a las que han sido sometidas las personas de tez oscura, en esa y otras regiones del hemisferio.

El escritor martinico distingue vestigios de la opresión colonial en el uso de la lengua. Observa cómo se diferencia el lenguaje que utiliza un negro para relacionarse con otro de su propia raza en contraposición con el modo en que lo emplea para comunicarse con un blanco. Lo que demuestra, según el estudioso, los prejuicios raciales que obligan al negro a desdoblar su personalidad y no poder ser él mismo cuando se relaciona con un caucásico.

Fanon alega que el negro de las Antillas francesas se considerará más blanco mientras mejor domine el francés, lo cual le impone consciente o inconscientemente la inquietud y la tensión de hablar la lengua adecuadamente y de rechazar los dialectos que son considerados por los colonizadores como inferiores, tales como el crêole.

Se refiere, asimismo, a los cambios que experimenta el hombre negro que abandona las Antillas para establecerse en Francia. Según su análisis, éste se ve obligado a identificarse con estereotipos impuestos por la sociedad occidental, forzándolo prácticamente a dejar a un lado  los rasgos de su propia etnia. “Él se vuelve más blanco mientras mayor es su grado de renuncia a su condición de negro”, señala.

Cita diferentes ejemplos de dicho reajuste, manifiesto en la nueva actitud que adopta el negro al regresar a su lugar de origen. Puede intentar sólo hablar el francés, y de la manera en que lo haría un europeo, o puede rechazarlo como estigma del sistema opresor. Aunque, por lo general, el negro europeizado adopta una actitud crítica hacia sus connaturales y ésta se refleja obviamente en el uso que hace del lenguaje.

Fanon explica cómo entre los mismos negros existen rangos de jerarquía que reflejan la mentalidad impuesta por los europeos. Por ejemplo, el negro nativo de las Antillas es considerado, entre ellos, superior al negro puramente africano, por hallarse más cerca del colonizador blanco.

Se refiere, igualmente, a la teoría del psicólogo y pedagogo suizo Jean Piaget con respecto al dominio de una lengua y sus etapas de evolución, reconociendo la fase infantil como la más rudimentaria. Según el estudioso martinico, el colonizador al relacionarse con el negro usa el mismo lenguaje con que un adulto se dirige a un niño.

De acuerdo a Fanon, el blanco al hablarle a un negro en “pidgin”, un lenguaje cuya gramática normalmente suele reducirse a lo indispensable, asume que el negro no le comprendería si le hablase en un nivel sintáctico más elaborado.

Fanon imputa a los europeos de introducir sutiles conceptos y estereotipos que rubrican la superioridad de la raza blanca. Se refiere específicamente al complejo de Próspero, introducido por el psicoanalista Octave Mannoni, el cual sugiere el carácter salvaje de la raza negra.

El hombre negro debe rechazar la idea de que sea el blanco quien lo defina, alega Fanon, ya que “limita su capacidad de pensar por sí mismo y de revelar una inteligencia comparable a la de su homólogo caucásico”.

La lectura de Piel negra, máscara blanca nos estimula a reexaminarnos. Nos incita a combatir toda forma de discriminación y racismo. Para redimir esta gran orfandad espiritual que nos asecha, necesitamos miríadas de sastrecillos del alma. ¡Seamos uno(a) de ellos!

jueves, 16 de septiembre de 2010

Pedazos



Por Leonardo Venta

Hay pedazos que caen
sobre el suelo del alma;
porciones desechas
mecidas por sueños.

Apolíneos fragmentos,
narcisos ególatras,
sigilosos aliados
de un susurro desierto.

Sobre el suelo,
tendidos,
de un submundo escondido,
cabalgan inertes
hacia oblicuo destierro.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El Ballet de Orlando habla muy bien el español

Por Leonardo Venta
(Publicado en el semanario La Prensa, diciembre, 2007)*

Como parte de las tradicionales celebraciones navideñas, se efectuaron el pasado fin de semana en la sala Morsani Hall, la más espaciosa del Tampa Bay Performing Arts Center, cuatro exitosas representaciones de Cascanueces por el Ballet de Orlando.

Los matices y minuciosidad en los detalles de los pasos y montaje de las escenas, así como el lirismo de los pasajes melódicos, son elementos que sobresalen en la versión coreográfica del fallecido ex-director artístico de la compañía, Fernando Bujones, basada en la puesta en escena inicial de Marius Petipa y Liev Ivanov.

La Orquesta Filarmónica de Orlando fue el complemento ideal para que la música de Chaikovski armonizara con el conjunto de elementos que conforman este ballet en dos actos, con argumento largo y completo que combinaba series de danza con escenas de mimo.

De la misma forma, nuevos cambios y adiciones al primer acto, realizados felizmente por Samantha Dunster, asistente de Bruce Marks, el nuevo director artístico de la compañía, le imprimieron dinamismo y gracia a esta nueva edición de Cascanueces que continuará celebrándose en el teatro Bob Carr de Orlando hasta el 23 de diciembre.

Las funciones efectuadas en Tampa reafirmaron el prestigio del Ballet de Orlando, que va desde el armonioso sincronismo y la impresionante proyección artística del cuerpo de baile hasta el excelente desempeño de sus bailarines más reconocidos.

El Ballet de Orlando es una compañía sólida con indiscutible sabor hispano. Zoica y Daniel Tovar, Andrés Estévez y Katia Garza, con quienes pudimos departir ampliamente, son algunos de los nombres hispanos que honran a esta agrupación.

Zoica Tovar, una de las bailarines que lleva más tiempo con la compañía, 9 años, es graduada de la Escuela Cubana de Ballet. Llegó a Estados Unidos en 1997, y en el 98 comenzó con el Orlando Ballet, que se llamaba en aquel entonces Southern Ballet Theatre. Su primer director fue Vasile Petrutiu, posteriormente Fernando Bujones, y actualmente es Bruce Marks.

Andrés Estévez, esposo de Zoica, e igualmente egresado de la Escuela Cubana de Ballet, fue integrante del Ballet Nacional de Cuba, para después alistarse en las filas del Ballet Clásico de La Habana con Laura Alonso. Estévez llegó a Estados Unidos en 1997 y, ese mismo año, comenzó a trabajar con el Miami City Ballet, para en 1998 establecerse con el Ballet de Orlando, bajo la tutela del entonces director Vasile Petrutiu.

Eddie Tovar, hermano de Zoica, es también un producto de la Escuela del Ballet Nacional de Cuba. De la isla se trasladó a Brasil para trabajar allí por 2 años y medio con una profesora cubana. En 1999 se mudó a Estados Unidos y comenzó a bailar para el Ballet de Orlando.

Katia Garza, de origen mexicano, estudió en la Escuela Superior de Música y Danza de Bellas Artes de Monterrey, en su país natal. Trabajó 3 años con el Ballet de Monterrey bajo el comando de Fernando Bujones. Él fue quien la trajo en el 2000 a Orlando donde lleva bailando 7 años.

Estos cuatro bailarines no son los únicos hispanos de la compañía. Hay más apellidos de un origen tan admirable como sus historias. Los dos hermanos Tovar, por ejemplo, no están solos; sus padres Ibis y Eddie Frank son los gerentes de guardarropía de la compañía. “Me encanta ver a mis hijos bailar. Muchas veces no los puedo ver porque estoy trabajando, pero así y todo me asomo un momentico cuando escucho la música que corresponde a sus variaciones”, indicó Ibis.

Thalia, una niña colombiana que padece del Síndrome de Down, fue uno de los pequeños ángeles de las pasadas funciones de Cascanueces. Sus familiares, que asistieron a la función del sábado, estaban tan orgullosos que no cabían en sus butacas. “Thalia verá cumplido el próximo 16 de diciembre el sueño de toda niña bailarina: ponerse unas zapatillas de punta”, expresó su madre después de la función.

Sin lugar a duda, el Ballet de Orlando habla muy bien el español en su faceta multicultural. “Si te fijas en el American Ballet Theatre te das cuenta que la mayoría de los bailarines principales son extranjeros. Hay muy buenos bailarines que desgraciadamente no pueden bailar en sus países por falta de recursos y tienen que buscar otro suelo donde ejercer sus carreras. Es en Estados Unidos donde mejor pueden realizarse sus sueños”, dijo Katia Garza.

Andrés Estévez, por su parte, afirmó: “La tradición tiene mucho que ver con la danza en los países latinos, cuando mezclas ese sabor que llevamos por dentro con la técnica del ballet, puedes explicar la diferencia entre un bailarín latino y otro que no lo es”.

Zoica Tovar, asimismo, señaló que entre los latinos las relaciones sociales son más apegadas y eso se refleja, por ejemplo, en cómo en el adagio de un ballet bailado por éstos hay más relación de pareja. “La gracia que viene de la mujer se expresa mejor en ese acercamiento con el “partenaire”, se refleja en las miradas, los gestos... la mujer latina es muy femenina y tiene ese poder de seducción que otras idiosincrasias no poseen con la misma intensidad” apuntó. Luego añadió: “Aportamos la calidez a la hora de bailar, la pasión, tanto en un rol clásico como moderno”.

Al preguntarle a Andrés Estévez sobre el legado de uno de sus ídolos, Fernando Bujones, dijo henchido de admiración: “Fue uno de los mejores bailarines del mundo en su tiempo, marcó una gran pauta en lo que es el ballet, especialmente para los latinos. Como director, puso al Ballet de Orlando en el mapa”.

Más tarde añadió: “Cuando Bujones ingresó en el Ballet de Orlando se iniciaron las producciones grandes y comenzaron a venir bailarines de calidad a la compañía”. Asimismo apuntó: “Como ser humano, Bujones pensaba mucho en el bienestar de los demás”. Recordó la ocasión en que cuatro parejas de la compañía se habían preparado para bailar los roles protagónicos de Giselle, en el 2002;y, dos semanas antes de la fecha programada, se supo que sólo había fondos para pagar por tres funciones, lo que dejaba afuera a una de las pareja. Sin embargo, Bujones pagó al teatro, de su propio bolsillo, el monto de la cuarta función para que la cuarta pareja no se quedara sin cumplir su sueño de bailar Giselle.

Inmediatamente, Zoica Tovar, la esposa de Estévez, lo interrumpió visiblemente emocionada: “Yo era la bailarina que se iba a quedar sin bailar – exclamó – esa Giselle era mi debut en ese importante rol”.

*De los bailarines que entrevisté en 2007 para este reportaje, sólo Katia Garza se mantiene bailando para el Ballet de Orlando.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El mejor remedio


Por Leonardo Venta

Hay pocos remedios eficaces frente a los grandes desengaños e intensos sufrimientos. No obstante, existe uno que opera infaliblemente, si lo ponemos en práctica con cuidado y constancia. Servir al prójimo, olvidando las propias aflicciones, es ese efectivo remedio.

Los resultados de la actitud solidaria hacia el sufrimiento ajeno son como prodigioso medicamento para el espíritu maltrecho. Cuando nuestras experiencias parecen estar plagadas de fracasos, acostumbramos a refugiarnos en la tenebrosa caverna de la lamentación, lamiendo nuestras propias heridas, en espera de frases que justifiquen ese estado lastimero, o proferimos emponzoñados gruñidos de rencor y protesta.

¿Por qué hemos de preocuparnos por los demás, si nadie se preocupa por nosotros?, nos preguntamos. Estamos solos ante nuestro dolor, pensamos. ¿Por qué, entonces, han de importarnos los otros?, alegamos. Este sentir es muy común en personas que han sido profundamente heridas, pero, al mismo tiempo, acarrea una actitud contraproducente. Sí, es posible experimentar paz en medio de la adversidad, afrontándola desde un nuevo paradigma.

Usted pensará, quizá, que la herida emocional que sufre nunca sanará (y probablemente no se equivoca). Se ha afanado infructuosamente en borrar los malos recuerdos. No obstante, existe un sentimiento que puede rescatarle, digo, rescatarnos: el amor.

Ese amor, al que me refiero, no viene determinado por el inexplicable instinto de fusión en otro organismo, egoísta al fin, ni las repetidas frases huecas que tanto hemos escuchado, sino en olvidarnos de nuestras propias necesidades, ya sean emocionales o biológicas, para ayudar a otros.

En momentos de aflicción, cuando el desaliento y la tristeza parecen nublar nuestras esperanzas, incorporar a nuestra agenda diaria las necesidades de quienes nos rodean acarrea un efecto increíblemente positivo en nuestras vidas. No soñemos con realizar obras lejos de nuestro alcance. En la sencillez de la cotidianidad radican las grandes conquistas del alma. "No podemos hacer grandes cosas, sólo pequeñas cosas con gran amor", decía Teresa de Calcuta.

Siempre habrá alguien que sufra más que nosotros. Eh ahí, cuando, resistiendo el impulso de autocompasión, arribamos al escenario donde la necesidad ajena nos aguarda. Nuestras manos se transforman en instrumentos de luz. Nuestras palabras dejan de ser vehículos de nuestra propia queja, para emerger con virtuoso tono de buen samaritano. Acaso no seamos de mucha ayuda, pero nuestro hermano en sufrimiento mitigará en algo su dolor mediante nuestro gesto solidario, y en ese espacio se restablecerá un poco también nuestro bienestar.

Generosidad, caridad, cortesía, preocupación por las pequeñas inquietudes de los demás; incluso, paciencia para soportar las cosas que nos desagradan, nos harán elevarnos de nuestras propias flaquezas, transformándonos en mejores seres humanos. ¡Cuán admirable es alguien que colmado de cargas ayuda a llevar la carga ajena! ¡Nada es más impresionante que contemplar compasión y misericordia en aquellos que son vituperados e incomprendidos!

Un alma saludable es mejor que cualquier medicina para el cuerpo. Así, el mejor remedio para escalar la montaña del sufrimiento es socorrer al prójimo. Siendo de ayuda a otros, veremos nuestro propio dolor desvanecerse como una pesadilla tras la salida del sol.

Los dos tiempos

Le Temps, Charles Van der Stappen - Jardin botanique national de Belgique, Meise
Por Leonardo Venta

No hay nada más preciado que el tiempo, suele decirse. Los seres humanos nos preocupamos – nos obsesionamos – por su inevitable e incierto compás. “Todas las horas hieren, la última mata”, afirma un proverbio latino.

También escuchamos expresiones como “tu hora ha pasado (llegado)”, “estás a tiempo”, “es ya tarde”, o “dale tiempo al tiempo”. Meditando sobre este tema, Marcel Proust, el famoso escritor francés, escribió su célebre novela En busca del tiempo perdido, en la que los sentidos se lanzan al rescate del pasado.

El tiempo que medimos nunca se detiene, sin bien existe otro subjetivo que parece no someterse al mismo rigor. Lo apreciamos, por ejemplo, en esos instantes trascendentales en que todo parece quedar suspendido de un inenarrable hilillo mágico.

El tiempo añade o resta significación a la existencia, según sea la experiencia vivida. Es el ladrón que devora el presente. De la misma forma, puede ser el sujeto, o la heroína encantada, que intentamos redimir.

Somos esclavos del tiempo. Consultamos relojes, cumplimos horarios, concertamos citas y hacemos planes sobre calendarios que encandilan un aleatorio futuro. Se escribe la historia rememorando el ayer. Se vive el presente afanado en administrar el tiempo, aprovecharlo, emplearlo satisfactoriamente. No obstante, esta magnitud física con que computamos la secuencia de nuestras experiencias siempre parece llevarnos la delantera.

Casi todos coinciden en la necesidad de programar el tiempo, estableciendo procedimientos que armonicen con metas propicias. Sin embargo, dicha planificación conspira en cierto sentido contra la dicha que radica en la espontaneidad de las cosas. Es saludable establecer planes, siempre que estos no nos sustraigan de las rutinas básicas de la ventura.

Debemos programar nuestro espacio, pero al mismo tiempo experimentar con regocijo las cualidades de nuestra naturaleza humana. Conozco de personas que son incapaces de perder su “preciado” tiempo con aquellos que no están comprendidos dentro del perímetro de sus prioridades e intereses.

¿En qué radica el éxito, la realización plena del individuo? ¿En alcanzar metas, frutos del tiempo bien planificado y puesto en efecto? Debemos confesar que el tiempo que suele llamarse perdido, es decir, el no utilizado en conseguir fines "fructíferos", muchas veces es el que más se asemeja a esa entidad abstracta llamada felicidad. Debe existir un balance entre la ociosidad y el trabajo.

El libro bíblico “Eclesiastés” habla de la existencia de un tiempo para todo. “Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado (…)”. También se refiere a lo amargo de lo obtenido con aflicción de espíritu, es decir, con sobrado esfuerzo, comparado con lo que se adquiere con contentamiento: “Más vale un puño lleno con descanso, que ambos puños llenos con trabajo y aflicción de espíritu”.

El tiempo debe emplearse en lo que realmente es importante para nosotros. Sin embargo, debemos centrarnos en principios que vayan más allá de nuestro egoísmo, así como disfrutar la vida en la esencia de su grandiosa simplicidad. Es justo admitir que el tiempo es irreversible, pero a su vez es nuestro en el periodo que lo transitamos.

El filósofo francés Henri Bergson, Premio Nobel de Literatura 1927, propone la existencia de dos tiempos; uno, uniforme, objetivo y perpetuo, que padecemos en nuestros relojes y calendarios; otro, el único verdadero, aquel que existe en lo íntimo de nuestro ser.

Eh ahí que el tiempo en su denotación subjetiva no tenga edad; envejecemos en la medida que nuestro espíritu envejece. Este tiempo, al que se refiere Bergson, es determinado por nuestra libertad de sentir. O sea, somos lo que sentimos. No dejemos, pues, que el paso de los años aniquile nuestra facultad de amar, soñar y, sobre todo, vivir.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

A mi Madre que duerme, desde la huérfana lobreguez de mi alma


Por Leonardo Venta

Hijo, me voy a imaginar que te has ido para una beca y que te veré cada dos años, fueron las palabras que desestimé aquel incierto mayo de 1980. Pero no iba para una beca, sino me dirigía hacia una escuela de exilio –sin sospecharlo, sin entenderlo– con el impredecible aliento de las despedidas.

No volví cada dos años como a ella le urgía. Quedamos atrapados en el vago laberinto de la impotencia. Lisiado de afectos, aprendí a poner en práctica el inglés que me enseñara el maestro de aquella escuelita secundaria habanera; mientras ella, la solícita matriarca proveedora de todas mis justificadas alegrías, añoraba cobijarme en su proscrito regazo de ternura almacenada.

En el arcano archivo que con recelo repasa la memoria, el año 1990 ha quedado precisado por la llamada Guerra del Golfo Pérsico. Sin embargo, mi alma egoísta –exímanme los caídos en todos los conflictos bélicos–, lo recuerda como un espacio de tiempo de consumada ternura. Después de diez años de desencuentro, con amoroso ingenio y escaso dinero, logré traerla de visita a Estados Unidos.

Llegó en octubre, con el cabello luengo, honrando su promesa de no dejárselo cortar hasta volverme a ver. Vestía un juego de saya y chaqueta blanco, al estilo ejecutivo, casi gravoso a su naturaleza llana. Acaso… ¿llegó en noviembre?, no sé, no recuerdo exactamente el mes, sólo el año se adhiere a mi memoria, mil novecientos noventa, por lo de la guerra y las restricciones en los aeropuertos.

Sí, estoy casi seguro que fue en octubre, con ese viento arremolinado de presagios festivos que advertían aquella inefable expresión de madre al abrir el regalo de Navidad (dispuesto por el hijo hasta ayer ausente) que contenía el extraviado anillo de bodas por reemplazar; o, quién sabe, la tierna cucharita, en complacido gesto, dragando los márgenes del pastel de calabaza en estrenado Día de Acción de Gracias, que aún horada su ausencia.

Sí, me la traje de visita. En mi fortaleza de West Tampa, ella derramaba cubos repletos de bulliciosa agua desde lo alto de nuestro balcón de júbilo, el que baldeaba con su alegría de límpidas nubes y rutilantes gestos, adorable solemnidad en mis laborales horas de ausencia, desfile de calzoncillos tendidos con sus amorosas manos –en contra de mi voluntad abstraída– al compás de canciones de Rocío Jurado.

No, no intenté retener su destino luminoso de palmas y sonrisas de nietos. Sancioné mi egoísmo para obligarme a estar solo, con su imagen suspendida –casi cinematográficamente– en el estrecho y extenso corredor del aeropuerto de Miami, abordando aquel vuelo invernal con destino a La Habana, a escasas horas del estrenado 1991.

No pude caminar a su lado más allá del puesto de inspección de maletas. No se le estaba permitido a los acompañantes. La contemplé, desplomado, sostener con dificultad una enorme muñeca, para su nieta Jane; varios discos de acetato de Hugo del Carril, para su esposo Landy (mi amado padre); un enorme camioncito rojo, para su nieto Orlandito; además de sostener una bolsa atestada de paliativos remedios y una ingente abultada mochila.

Se le cayó la enorme muñeca en medio del pasillo. Se inclinó con dificultad para recogerla, sumamente nerviosa, mientras perdía el control de los otros objetos que apenas lograba sostener. Yo, sin poder ayudarla, anegado en mi propio océano de lágrimas, la contemplaba desde la más abrumadora de las impotencias.

Caridad Gómez Durán, mi madre (ya transformada en una dulce y frágil viejecita de ochenta años), a quien disfruté por última vez un día de diciembre de despedidas y terminales aéreas, hace casi dos décadas, falleció este 16 de febrero de 2009 en un hospital de La Habana, sin mí, mientras su hija Tania quedamente le sostenía la mano.

“Sería que mis ojos se quedaron sin luz en la quejumbrosa hora de mi partida”, escribí alguna vez al intentar definir la indeleble tristeza que me ocasionaba nuestra separación. Hoy, desde la huérfana lobreguez de mi alma, arrullo tiernamente su memoria.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Elegía a un ángel


Por Leonardo Venta
(A la memoria de José Saninocencio)


Hay ángeles con rostros de niños. Hay seres alados sin alas, de miradas tenues. Hay querubines de lánguidos sentidos, detenidos en el cosmos de la inocencia. Saben sonreír con la candidez del paraíso en esa esfera inmarcesible de la pureza.

Hay criaturas que nacen espíritus celestes en un tiempo sombrío, en un espacio sórdido y ajeno. Son seres siderales, vaporosos, incorpóreos, ejercitados en la virtud.

En este mundo de beligerancias, dobleces, profanaciones, manipulaciones, vanidades soeces, esas almas sublimes son regalos de la piedad, pedazos de Cristo que nos recuerdan nuestras múltiples imperfecciones.

Yo tuve un amigo-ángel que hablaba poco. Sonreía – taciturno, complaciente –, como desafiando mi altivez. Cuando lo conocí, ya sus alas estaban heridas, pero aún batían para alegrar mi temprana pena.

Todavía conservo fresco en la memoria su rostro satisfecho al ofrecerle aquella cálida sopa de pollo, aquel apetecido café. Hablaba quedamente, con sonidos casi imperceptibles, entrañables significantes del afecto. Me llamaba ‘hijo’, aunque tenía mi misma edad.¡Sabia cordura del desacierto!

Comprendo ahora que me hablaba desde una perspectiva seráfica que yo no alcanzaba a comprender. Pero… ¡qué desatino el mío!, los espíritus bienaventurados atizan el infinito de la razón. Pulsan lo insondable.

Llegó de Carolina, Puerto Rico, para establecerse en Nueva York, como héroe marquesiano de La Carreta. No era poeta, pero hacía poesía con su silencio. No era artista. No era ninguna celebridad. Era algo más sublime: ángel.

No podía correr ni saltar; se movía pausadamente con un andador – como anciano de sus mesurados años – mas su bondad atravesaba rauda el firmamento.

En nuestra última cena, el día de mi cumpleaños, ingería los alimentos con declinada prisa. Le contemplaba, presa de un mal augurio, queriendo retener ese instante, mientras diminutas lágrimas se deslizaban por mi rostro. Las enjugué en la tentativa sonrisa de un torpe gesto.

Pocos días más tarde, cuando llegué a su morada, ya reposaba tendido sobre un firmamento de hospitalarias sábanas, angelicalmente, conocedor de su níveo destino, con los ojos sellados y la boca entreabierta en solemne gesto.

Llegó la enfermera con su inútil y frecuentado estetoscopio, con su indiferente libro de registro para almacenar firmas: punzante protocolo de la indolencia. Luego, vino la ambulancia con su fúnebre camilla. Manos con guantes de látex azules le cubrieron para arrancármelo para siempre.

Te fuiste, ángel-amigo, con los ojos cerrados para no verme llorar; sin una queja, para no abatirme. Hoy, con estas palabras-lágrimas intento apagar mi pena, mas sólo Dios puede extinguir esta suerte de siniestros.

El misticismo de San Juan de la Cruz


Por Leonardo Venta

San Juan de la Cruz es el poeta místico más intenso de la literatura española. Nació en Ávila en el año 1542 y murió en Úbeda en 1591. Su obra está integrada por el “Cántico espiritual” y la “Subida del Monte Carmelo”, así como por la “Noche oscura del alma” y la “Llama de amor viva”.

Su poesía, de un innegable umbral bíblico, refleja su relación entrañable con el Creador en versos henchidos de ennoblecidas alegorías. Se nutre del “Cantar de los cantares”, del que parece extraer la esencia de su simbolismo, pero con el hálito de una experiencia espiritual íntima de carácter estrictamente paradísiaco.

La relación Amado-amada (Dios y el alma del místico) se repite en su obra con vehemencia. La naturaleza, descrita en toda su excelsitud, se remonta a esferas celestiales. El lenguaje, excelso, está saturado de aroma seráfico. La antítesis, o lo que los griegos llamaran oxímoron, sobresale en delicadas imágenes como “música callada” y “soledad sonora”.

A diferencia de otros místicos, la vida y obra de San Juan de la Cruz están disociadas, pues se dedicó a labrar exclusivamente los perfiles más sublimes del espíritu, sin dejar huella alguna de sus pasiones terrenas.

Su poesía se centraliza en la reconciliación del hombre con el Creador, a través de una continuación de escalones espirituales, que parten de un ejercicio ascético hasta culminar en un arrebatado misticismo, alejado de todo placer mundanal perecedero; pero más que eso, es el romance idílico de una obsesión purificadora.

Para el religioso poeta, la fusión espiritual con la voluntad divina no puede ser consumada sólo a través del conocimiento teológico, sino mediante una vivencia íntima marcada por el éxtasis, o el quietismo, estado supremo de elevación espiritual, en que la quietud sublime de la entrega no admite a su lado ningún otro sentimiento o expresión humana.

Si la experiencia mística consiste en la unión definitiva con Dios, el grado máximo de tal arrobamiento es la supresión de la palabra. La criatura antes de alcanzar dicho estado ideal, abandono e inmovilidad en éxtasis, tiene primero que contender con el carácter engañoso de su naturaleza humnana.

En su poema “Noche oscura”, el hablante lírico se abandona voluptuosamente en el Creador, mediante la deliberada negación de su propia voluntad. Se fuga del cuerpo, como a hurtadillas, para dirigirse al Altísimo. Abandona su prisión corpórea, la vulgaridad cotidiana que le asecha, para consolidar en su vuelo nocturnal la fantástica transición oscuridad-luz.

Es la noche el espacio donde las cosas palpables no son fácilmente visibles; no obstante,  no necesita ojos literales para amar. Si bien, el aura mística que corona su alma es enigma o ‘noche’ para miradas sujetas a pasiones carnales.

A la caída del sol, los enamorados comparten a plenitud su dicha. Sobra la luz física del día. La noche es alado carruaje que transporta a la voz poética a la presencia de su Adorado, el lecho, el marco, la atmósfera, el perfume, la testigo de la simbiosis “Amado con amada, amada en el Amado transformada”.

Fallece el cineasta francés Alain Corneau


La madrugada del lunes, 30 de agosto de 2010, falleció a los 67 años de edad Alain Corneau, un coloso del séptimo arte francés. Era compañero sentimental de la cineasta y escritora Nadine Trintignant, madre de la desaparecida actriz Marie Trintignant.

En 1991, su película "Tous les matins du monde", sobre un intérprete de viola del siglo XVII protagonizada por Gerard Depardieu y su hijo Guillaume, ganó siete premios César, el equivalente francés a los Oscar, incluyendo las categorías de Mejor Película y Mejor Director.

Su cinta más reciente, "Crime of Love", del género policial, protagonizada por la actriz británica Kristin Scott-Thomas y Ludivine Sagnier, fue estrenada el pasado 18 de agosto.

"La muerte de un artista siempre es una muy triste", dijo Depardieu a la radio RTL. "Hubo mucho sufrimiento en las últimas semanas. Fue como Francois Truffaut, quien nos había dicho no vengan a verme", agregó.



sábado, 4 de septiembre de 2010

"Retrato de Luis XIV" de Hyacinthe Rigaud


Por Leonardo Venta

El óleo sobre lienzo “Retrato de Luis XIV” (1701), que integra la muestra permanente del Museo del Louvre en París, es el más célebre cuadro del "Rey Sol", al mismo tiempo es la creación más notoria de uno de los más importantes retratistas de dicho reinado: Hyacinthe Rigaud (1659-1743). La obra le agradó tanto al monarca que encargó diversas copias.

La testa del anciano rey aparece insertada en un cuerpo joven. Las piernas, bien proporcionadas, la impresionante pose, y "la quatrième position" – según las cinco posiciones básicas de los pies en el ballet, en que estos se cruzan de manera tal que el talón de un pie se encuentra a la misma altura que los dedos del otro, y viceversa, dejando un espacio entre ambos equivalente al largo de un pie –, parecen perfilar a un bailarín dispuesto a ejecutar una danza cortesana.

El carácter verista de la obra, por su parte, se percibe hasta en la boca hundida del monarca a causa de la extracción de varios dientes de la mandíbula superior a la que se sometiera en 1865.

El lienzo persigue, y alcanza, cierta estudiada informalidad dentro de un fastuoso acabado. El cetro, por ejemplo, insignia de la dignidad real, es sostenido en sentido inverso, como si fuera un bastón. La grandiosidad propia de un rey, tradicional émula de la divinidad, es abordada por Rigaud con gracia terrenal, elegante ligereza, en contraste con la suntuosidad que la reviste.

En el centenario de Versos Sencillos


Artículo de Manuel Díaz Martínez, publicado originalmente en 1991 en la revista “Cádiz e Iberoamérica”, editada por la Diputación de Cádiz y dirigida por el poeta Jesús Fernández Palacios.
Este año se cumple un siglo de la publicación de Versos sencillos (Nueva York, Louis Weiss & Co., Impresores, 1891), de José Martí, a quien Juan Ramón Jiménez vio como “héroe más que ninguno de la vida y la muerte” y Fernando de los Ríos consideraba “la personalidad más conmovedora, patética y profunda que ha producido hasta ahora el alma hispana en América”.

No faltarán suspicaces en el mundo que piensen –la obra literaria de Martí no es tan conocida como se desea– que los cubanos exageramos cuando decimos que José Martí es un poeta excepcional. Que exageramos, ofuscados, por devoción al hombre que vivió y murió por hacernos libres colectiva e individualmente. Podría ser –porque hay una pasión cubana por Martí–, pero no es. Y si bien nuestro héroe se incorporó a la historia por actos en que se revela su ser poético, la poesía que escribió no necesita del prestigio de tales actos para merecer el lugar que ocupa entre lo más sustantivo de la lírica moderna. En principio, los versos valen, o no, por sí mismos: nada que no sean ellos ni los salva ni los pierde.

Martí fue, por extensión de su grandeza poética, un adalid y un mártir de la libertad entera. Su altura como poeta es la medida de su magnitud como libertador. Su tamaño total debe fijarse, mejor que por lo que hizo para zafarle a Cuba la atadura colonial española y preservarla de la norteamericana, por lo que se esforzó, en letra y ejemplo cotidiano, para insuflarnos –a cubanos y a españoles, y a todos– un amor alerta y beligerante por la dignidad humana. “La dignidad plena del hombre” es, en la poética y la política de Martí, supremo valor, bien raigal sin cuya existencia resulta imposible la libertad ni íntima ni pública, ni de individuo ni de pueblo.

Nacido en La Habana, de padre valenciano y madre canaria, en 1853, murió en la batalla de Dos Ríos, al oriente de Cuba, en 1895. Afrontó cárcel y destierro siendo adolescente, padeció un exilio casi perpetuo (España, México, Guatemala, Estados Unidos, Venezuela, Jamaica), fundó el Partido Revolucionario Cubano y su periódico Patria, creó una revista preciosa para los niños de América (La Edad de Oro), organizó expediciones armadas y la Guerra de Independencia. Además de poeta fue orador, dramaturgo, novelista, ensayista, periodista, conspirador. Cuando creyó llegado el momento de ser también soldado, se precipitó en la muerte empuñando un revólver en medio de la guerra que él preparó y que quería sin odio porque la concebía justa y necesaria.

Martí reunió poemas suyos en tres libros que, con los de Rubén Darío, anunciaron la modernidad en la literatura de nuestro idioma: Ismaelillo, Versos libres y Versos sencillos. El primero apareció en 1882; el tercero, nueve años después. No le alcanzó la vida para ver impresa toda su obra poética. Flores del destierro (poemas compilados bajo este título por Gonzalo de Quesada) es un libro que se publicó en 1933, y todo parece indicar que Versos libres fue editado por primera vez, como libro independiente, por el poeta malagueño Manuel Altolaguirre en su imprenta habanera La Verónica, en 1939.

Martí y el Modernismo

Es indudable que ciertas proposiciones estéticas hechas por Martí, derivadas del parnasianismo y defendidas por él al comienzo de su carrera literaria, así como la índole de sus aportes a la renovación del verso y la prosa castellanos de su época, fueron elementos genitores del Modernismo. Martí influyó a fondo en Darío, y esto es elocuente. Juan Ramón Jiménez lo advirtió: “…Martí vive (prosa y verso) en Darío, que reconoció con nobleza, desde el primer instante, el legado. Lo que le dio me asombra hoy que he leído a los dos enteramente. ¡Y qué bien dado y recibido!”.

Pero, salvo aquellas proposiciones estéticas de juventud, lo modernista en Martí se circunscribe al idioma, al estilo, a la métrica. En lo tocante a la actitud frente a las circunstancias sociales, Martí se situó en las antípodas de los modernistas netos.

Tempranamente planteó Martí la necesidad de rescatar el idioma literario español del marasmo en que por entonces se hallaba. Señaló el empobrecimiento del idioma por el exceso de rutina a que fue sometido, y emprendió la tarea de romper los esquemas fósiles en que estaba atascada la inmensa mayoría de los románticos españoles e hispanoamericanos. En un artículo de su juventud mexicana dijo: “Es ley que ya termine la fatigosa poesía convencional, rimada con palabras siempre iguales que obligan a una semejanza enojosa en las ideas. No se hacen versos para que se parezcan a los otros…”.

Martí acababa de regresar de París cuando escribió eso. Se ha apuntado la posibilidad de que, atraído por el revuelo que produjo en los círculos intelectuales franceses la aparición de Romances sans paroles (libro que se había publicado meses antes de la llegada de Martí a la capital francesa), conociera las novedades de Verlaine y que éstas lo sedujeran. La hipótesis no parece aventurada porque, poco tiempo después, en una de sus “Escenas mexicanas”, manifiesta criterios perfectamente verlaineanos: “La música es más bella –escribe Martí– que la poesía porque las notas son menos limitadas que las rimas: la nota tiene el sonido, y el eco grave, y el eco lánguido con que se pierde en el espacio: el verso es uno, es seco, es solo: –alma comprimida– forma implacable –ritmo tenacísimo. [...] La poesía es lo vago: es más bello lo que de ella se aspira que lo que ella es en sí”. Compárense estas palabras del joven Martí con la primera estrofa del “Art poétique” de Verlaine:

De la musique avant toute chose,
Et pour cela préfère l’Impair
Plus vague et plus soluble dans l’air,
Sans rien en lui qui pèse ou qui pose.

Algún tiempo más tarde, en el prólogo de Versos libres, Martí declara sus gustos poéticos. En ese texto dice que ama “las sonoridades difíciles, el verso escultórico, vibrante como la porcelana, volador como un ave, ardiente y arrollador como una lengua de lava”. Creemos descubrir en estas manifestaciones a un adorador de la forma, a un devoto del artificio, a un modernista radical. Sin embargo, en el párrafo siguiente revela su concepto de la labor del poeta y hace un canto a la espontaneidad, enfrentándose ya a lo que Juan Marinello ha llamado el fetichismo de la forma: “Tajos –escribe Martí– son éstos de mis propias entrañas –mis guerreros–. Ninguno me ha salido recalentado, artificioso, recompuesto, de la mente; sino como las lágrimas salen de los ojos y la sangre sale a borbotones de la herida”. Uniendo estas declaraciones de carácter estético a la profesión de “fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud” aparecida en la dedicatoria que encabeza a Ismaelillo, comprobamos que Martí, antes que el Modernismo llegara a sus límites finales, tácitamente lo reprobaba. Martí le oponía su fe en la fuerza del hombre para transformar el medio social y para transformarse a sí mismo. Él se sentía optimista ante el devenir histórico, ante el cual el Modernismo puro, esencialmente escéptico, levantó el desdén de su preciosismo retórico y los paraísos artificiales de su irrealismo.

Mente política, observador alerta de la realidad social del Continente, espíritu batallador, Martí asumió como un apostolado las responsabilidades que al hombre de pensamiento se le pide que asuma ante la Historia. Su identificación con las apetencias revolucionarias latinoamericanas lo condujo a una postura militante, como ciudadano y como escritor, incompatible con la respuesta modernista al desafío de la época.

En varias ocasiones, Martí denunció el decadentismo que veía en parnasianos y simbolistas y, por extensión, en los modernistas. A este respecto son elocuentes los reproches que hizo a Julián del Casal: “De él se puede decir que, pagado del arte, por gustar del de Francia tan cerca, le tomó la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los artífices del verso parisiense entretuvieron estos años últimos el vacío ideal de su época transitoria”. Finalmente, en este mismo párrafo, propone al poeta encarar la vida –“odiosa a veces por la brutal maldad con que suelen afearla la venganza y la codicia”– y evoca una sentencia de Antonio Pérez, el patético secretario de Felipe II, que es un elogio a la entereza espiritual, al compromiso y a la lucha: “Sólo los grandes estómagos digieren veneno”.

Noticia de los Versos sencillos

Martí escribe los Versos sencillos en 1890, durante una temporada de reposo en las montañas Katskill (Estados Unidos). “Me echó el médico al monte”, dirá, aludiendo al motivo de ese súbito paréntesis: su quebrantada salud. Acaba de librar, con brío y brillo, en la Conferencia Internacional Americana de Washington, una batalla difícil que exigió mucho esfuerzo de su cuerpo y de su mente. Allí levantó, ante Estados Unidos y sus seguidores latinoamericanos, su oposición a “todo cuanto tienda a acercar o identificar en lo político a este país y los nuestros”.

Los agrestes parajes de las Katskill lo ayudan a serenar las angustias patrióticas y las tribulaciones personales, y por unos días le propician un vivificador encuentro con la naturaleza y consigo mismo. Entonces siente, acaso con más fuerza que nunca antes porque “tal vez la poesía no es más que la distancia”, la necesidad del consuelo “que viene de las letras, bellas y fieles”. Echado bajo el palio de hojas y cielo que la montaña le ofrece, vuelve Martí sobre su vida, en la cual la vida le ha permitido pensar muy poco. “Los grandes miedos”, “las grandes esperanzas”, “el indómito amor de libertad” y el “amor doloroso a la hermosura” que se la construyeron –tiene entonces el poeta treinta y ocho años– hallan espacio en un cuaderno que día a día se va llenando de estrofas que más parecen compuestas a viva voz que escritas.

Toda la sabiduría literaria de Martí se muestra en estos poemas, en los que, como dijo Borges refiriéndose a los de Sandburg, hay “habilidades que quieren pasar por descuidos”. Aparentan la premura del boceto, del apunte a mano alzada. La copla popular española les presta, como le prestó a Lope, el trazo ágil y el talante sentencioso. Del simbolismo francés les llega un provocador enmascaramiento del trasfondo. Hay tres diosas profundas gobernando estos poemas: Cuba o la libertad, la Naturaleza o la autenticidad, la Poesía o el amor.

Los Versos sencillos son el resultado de una urgencia existencial. Son confesiones –“Mis amigos saben cómo se me salieron estos versos del corazón”–. Un hombre intenso, que ha vivido, soñado y sufrido por y para los otros y que está en vísperas de salvar el último tramo que lo separa del holocausto, se reserva un instante para sí y repasa su vida. Y, para que quede algo más que su angustia solitaria frente a las cumbres de Katskill, la ilumina: escribe los Versos sencillos.