La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

lunes, 9 de agosto de 2010

El amor

"L'Amour et Psyché" de François-Édouard Picot (1817)
Por Leonardo Venta

El más enamorado mes del año se nos adentra, para prodigarnos su decimocuarta jornada, en la que celebraremos ese inexplicable instinto de traspasar nuestro propio celaje para fundirnos en otro firmamento.

 

Oxígeno del alma, el amor, junto a la muerte, es una de las grandes inquietudes que agitan al ente racional. A pesar de constituir un sentimiento universal, resulta difícil precisarlo. Su naturaleza subjetiva así lo determina.

 

El diccionario, entre sus variadas acepciones, lo define como “el sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.

 

Según Platón, el amor es regido por dos principios: “el deseo intuitivo del placer” y “el deleite reflexivo del bien”. Aristóteles, por su parte, lo determina acompañado de placer y dolor. Implica felicidad para unos y desventura para otros, o una mixtura de ambos estados de espíritu.

 

Existen diferentes tipos de este sentimiento de afecto: ¿Amor desquiciado? La historia recoge cómo la Reina Juana I de Castilla (la Loca) enloqueció de amor y celos hacia su marido Felipe I el Hermoso.  A su muerte, Juana  no se separó del cadáver de su esposo ni un solo instante durante el viaje hacia Granada, donde lo enterraron. Por las noches, ordenaba a sus siervos que abriesen el ataúd, para cerciorarse de que estaba realmente muerto.

 

Hay numerosas demostraciones de amor prohibido. La historia de Paolo y Francesca        

–personajes de la Italia del siglo XIII, inmortalizados en la Divina Comedia de Dante Alighieri– es un conmovedor ejemplo del mismo. Dante  los ubica en el segundo círculo del Infierno, donde se castiga a aquellos cuya razón sucumbe ante la pasión, perennemente impelidos por un torbellino de un lugar a otro.

 

“…por deleite, leíamos un día: / soledad sin sospechas la nuestra era. // Palidecimos, y nos suspendía / nuestra lectura, a veces, la mirada; / y un pasaje, por fin nos vencería. // Al leer que la risa deseada / besada fue por el fogoso amante, / éste, de quien jamás seré apartada, // la boca me besó todo anhelante. / Galeoto fue el libro y quien lo hiciera: / no leímos ya más desde ese instante”, describe el texto aligheriano.

 

Garcilaso de la Vega, a pesar de sufrir el rechazo de Isabel de Freyre, perpetúa su pasión hacia ella en varios de los más bellos poemas escritos en lengua castellana. “Yo no nací sino para quereros; / mi alma os ha cortado a su medida; / por hábito del alma misma os quiero.// Cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací, por vos tengo la vida, / por vos he de morir y por vos muero”, leemos en su “Soneto V”.

 

En uno de sus sonetos, Luis de Góngora arremete contra los celos, en su acepción de sospecha de que la persona amada haya mutado su afecto: “¡Oh celo, del favor verdugo eterno!, / vuélvete al lugar triste donde estabas, o al reino (si allá cabes) del espanto; / mas no cabrás allá, que pues ha tanto / que comes de ti mesmo y no te acabas, / mayor debes de ser que el mismo infierno”.

 

Nicolás Guillén lamenta el desamor en un soneto dedicado al poeta François Villon: “Cerca de ti, ¿por qué tan lejos verte? / ¿Por qué noche decir, si es mediodía? / Si arde mi piel, ¿por qué la tuya es fría? / si digo vida yo, ¿por qué tú muerte? ”.

 

El amor puede transmutarse en odio, cuando la desconfianza escala matices oscuros hasta alcanzar su cénit en forma de homicidio. El Otelo shakespereano asesina a la Desdémona que cree infiel para luego suicidarse: “¡Te besé antes de matarte!... ¡No me queda más que este recurso: darme la muerte para morir con un beso!”.

 

Sin embargo, no todos los amores desatan tormentas. Hay devociones tan místicas que extasían de sólo avizorarlas, como la de San Juan de la Cruz por su Creador: “Quedéme y olbidéme / el rostro recliné sobre el amado [Dios]; /cessó todo, y dexéme /dexando mi cuydado / entre las açucenas olbidado”.

 

En el poema narrativo “La niña de Guatemala”, José Martí destila la exaltación desgarradora del amor idealizado: “Era su frente ¡la frente / que más he amado en mi vida!”. El poeta besa la frente – “como del bronce candente” –, la mano y los zapatos de su amada muerta: “Allí, en la bóveda helada, / la pusieron en dos bancos, / besé su mano afilada, / besé sus zapatos blancos”.

 

En “El poeta a su amada”, Cesar Vallejo también deposita amoroso ósculo sobre fúnebre pureza amorosa, “…y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos. // Y ya no habrá reproches en tus labios benditos; / ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura / los dos nos dormiremos, como dos hermanitos”.

 

Ernesto Cardenal, como ningún otro poeta, arrulla el hambre de amor de Marilyn Monroe, grácil, ingenua y excitante, con aquella sonrisa que encubría oceánicas lágrimas: “Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes. / Para la tristeza de no ser santos / se le recomendó el Psicoanálisis”.

 

Pocos le han cantado al amor sin alas como Luis Cernuda: “… si el hombre pudiese levantar su amor por el cielo / como una nube en la luz”. El poeta, consternado, acepta el triunfo de la realidad sobre el deseo, y admite, en un derrumbamiento casi epopéyico, su fracaso afectivo: “Como la arena, tierra, / como la arena misma, / la caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira. / Tú sola quedas con el deseo, / con este deseo que aparenta ser mío y ni siquiera es mío, /… Tierra, tierra y deseo. / Una forma perdida”.

 

Federico García Lorca llevaba a cuestas los duendes sombríos de la tragedia, arrebujados en una manera diferente de amar, castigada, latente en sus más elaboradas imágenes poéticas. En “Tu infancia en Menton”, reprocha al amado por su distanciamiento y falta de compromiso amoroso: “Norma de amor te di, hombre de Apolo, / llanto con ruiseñor enajenado, / pero, pasto de ruina, te afilabas / para los breves sueños indecisos”.

 

En Sonetos del amor oscuro, una selección de la más alta poesía erótico-amorosa lorquiana, la “oscuridad” sugiere el inquietante destino del amor vedado. De dicha selección, “El Amor duerme en el pecho del poeta” se refiere a un ente masculino como receptor de su afecto: “Tú nunca entenderás lo que te quiero / porque duermes en mí y estás dormido / yo te oculto llorando, perseguido / por una voz de penetrante acero”.

 

"La Balada de la Cárcel de Reading", más allá de examinar las inquietudes que galopan o se tienden sobre la conciencia de Charles Thomas Wooldridge, un condenado a la pena capital por asesinar a su esposa, es el fundamento de que se vale Oscar Wilde para eximir su propio amor confinado: “Pero todos los hombres matan lo que aman, oigan, oigan todos / algunos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra lisonjera... algunos matan su amor cuando son jóvenes y otros cuando viejos / algunos lo estrangulan con las manos de la lujuria, otros con las manos del oro / algunos aman poco, otros demasiado, unos venden y otros compran / hay quienes obran con muchas lágrimas y quienes matan con un suspiro: porque todo hombre mata lo que ama... el cobarde lo hace con un beso, el valiente con una espada”.

 

Por su parte, ¡cuán sublime es el amor a la patria! Martí, Bolívar, Sucre, Madero, San Martín, O'Higgins sobrepusieron el amor patrio a otros afectos. En su drama en verso, Abdala, el Apóstol de los cubanos expresa: "El amor, madre, a la patria / no es el amor ridículo a la tierra / ni a la hierba que pisan nuestras plantas. / Es el odio invencible a quien la oprime, / es el rencor eterno a quien la ataca".

 

No se puede ambicionar abarcar el ingente tema del amor, sin referirnos al término ‘madre’, su más digno equivalente. El Santo de Asís, quien se quejaba frecuentemente de que "el amor no era amado", exhortaba a sus discípulos a amarse unos a otros con amor de madre; según él, el más parecido al divino.

 

El amor, al decir de San Pablo, “es paciente, es servicial; no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. ¡Acojámoslo, y prodiguémoslo, pues, con frecuentado regocijo!

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