La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

martes, 11 de agosto de 2020

Un remedio para el alma en tiempos de pandemia

Una oración por el coronavirus. Foto: Kham, Reuters. 

Por Leonardo Venta

"No seas sabio en tu propia opinión; / Teme a Jehová, y apártate del mal; // Porque será medicina a tu cuerpo, // Y refrigerio para tus huesos".                                                                                                                                                                                                                                                                                                  Proverbios 3:7-8.

La pandemia de coronavirus, con el consiguiente encierro que hemos venido practicando durante más de seis meses para evitar el contagio, ha afectado –de una manera u otra– nuestra salud física y mental, ocasionando crisis de angustia, cuadros depresivos, sensaciones de aislamiento y soledad, dificultades para dormir o concentrarse, así como el lógico temor y ansiedad con respecto a una enfermedad tan perniciosa como desconocida.  

            Lo reconozcamos o no, la actual plaga ha tomado el protagonismo de nuestro diario vivir. Las redes sociales están inundadas de estadísticas temibles, aderezadas con indiscutibles arteros afanes políticos que ambicionan, entre otros propósitos, manipular y obstaculizar la naturaleza perfecta del amor solidario.

            A pesar de que aún no recopilamos suficientes datos confiables, arribamos a prematuras conjeturas sobre las formas en que esta pandemia puede seguir afectándonos. Los vientos caóticos que le acompañan incluyen la preocupación de enfermarnos o que se enfermen nuestros seres queridos, el sentirnos sin control al no tener claro cómo enfrentar el encadenamiento ineludible de los sucesos.

            Labramos nuestro destino, moldeamos hasta donde podemos nuestra realidad, en tanto elementos extrínsecos desabotonan el curso de nuestro peregrinar dentro de un incesante y sorprendente proceso de reajuste. Tratamos de ingeniar acordes consonantes a las numerosas interrogantes y temores que nos acechan: la irresolución se yergue como única respuesta.

            El ser humano –que experimenta en mayor o menor grado la necesidad de realización, vida plena y supervivencia– presagia, más allá de todos sus logros y expectantes anhelos, la muerte, una de las preocupaciones cardinales del ser pensante.

            Al momento de escribir esta nota, había más de 737 mil fallecidos en todo el mundo y más de 166 mil en Estados Unidos, a causa del coronavirus. Tenaces nubes –en su impasible búsqueda de un lugar definitivo en los niveles superiores de la atmósfera– parecen anunciarnos desde sus ensombrecidas luminosidades la temible amenaza de la muerte.

            Nuestras ineptitudes –aunadas a las culpabilidades que achacamos a quienes no comparten nuestras ideologías– punzan nuestra indecible sed y hambre de sobrevivencia e inmortalidad. Nuestra fe, cualquiera que sea, parece desfallecer, para luego dar señales  de recuperación; nuestro parvo entendimiento no logra asimilar con cabalidad el apremiante caos que nos circunda. Nos esperanzamos en el proceso de esperanzar. Nos agitamos entre la confusión y el recelo. Nuestros conflictos, que han existido desde que la espesa niebla del desaliento se incorporara por vez primera a nuestro horizonte, vagan sobre las enrevesadas limitaciones que nos saturan.

            Entre revisitadas rivalidades y aprensiones, se profundiza en cada rincón de la tierra una crisis social, sanitaria y económica. Es cierto que existen pocos remedios eficaces para afrontarla. No obstante, en el orden personal hay un remedio infalible, si lo ponemos en práctica con cuidado y constancia: servir al prójimo, olvidando las propias aflicciones.

            La voluntad radical de servicio a la que me refiero no viene determinada por el inexplicable instinto de fusión en otro organismo, egoísta al fin, ni por las repetidas frases huecas sin un destino fijo, ni en el discurso manipulador que procura sus propios beneficios, sino en olvidar nuestras propias necesidades para concentrarnos en las de otros.

            Cuando el desaliento y la tristeza parecen nublar nuestras esperanzas, incorporar a nuestras prioridades las necesidades de aquellos que sufren alrededor nuestro suscita un gran efecto regenerador. En la sencillez de la cotidianidad, incluso en medio de la crisis que atravesamos, radican las grandes silenciosas humildes conquistas del alma.

            Siempre habrá alguien que sufra más que nosotros. He ahí, cuando, resistiendo el impulso de autocompasión, debemos trasladarnos a la tramoya donde nos aguardan anhelantes las penas ajenas.

            Los miembros de nuestro cuerpo –manos, brazos, pies, labios– se transforman en instrumentos de amor. Nuestras palabras dejan de ser notas de lamentaciones para entonar notas de cadencia samaritana. Aunque no seamos de mucha ayuda, mitigaremos en algo el dolor ajeno; y, dentro de ese edificante proceso, nuestra alma recuperará la salud quebrantada.

            Generosidad, caridad, civismo, preocupación por las pequeñas necesidades ajenas; incluso, paciencia para soportar lo que nos desagrada, nos harán elevarnos sobre nuestras propias flaquezas. ¡Cuán admirable es alguien que colmado de penosas cargas ayuda a sobrellevar las ajenas! ¡Nada es más impresionante que repartir compasión en medio de nuestra propio infortunio!

            Como sugiere el epígrafe que he escogido  para esta reflexión, un alma saludable es mejor que cualquier medicina para el cuerpo. El remedio más efectivo para subsanar nuestros padecimientos es auxiliar al prójimo. Siendo de ayuda a otros, veremos nuestros sufrimientos esfumarse, y a la llegada del alba, cuando hayamos despertado de la presente pesadilla, "abrazaremos al primer hombre", con entrañable afecto vallejiano, para juntos echarnos a andar. 

 

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