La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

lunes, 4 de junio de 2012

El privilegio discordante y armónico de vivir

"Le bonheur de vivre" (1906), conocido también como "La joie de vivre" (La alegría de vivir), de Henri Matisse.

Por Leonardo Venta

“No sabemos lo que nos pasa y eso es lo que pasa”.
Ortega y Gasset

     El éxito y la felicidad dependen, en parte, de lo temporal, subjetivo e imprevisible de la existencia. La muerte, generalmente, se explica como el truncamiento de dichos propósitos. No obstante, puede significar la culminación de un dilatado éxodo hacia la impredecible gloria. ¿O el consuelo exegético de un temido esotérico más allá?
     Labramos nuestro destino y, al mismo tiempo, moldeamos nuestra realidad, de la misma manera que elementos extrínsecos embeben, eructan, nuestro devenir – especie de inconfesable dubitable oráculo –, dentro de un incesante y sorprendente proceso de reajuste. Si bien intentamos hallar respuestas a numerosas intrincadas interrogantes.
    Experimentamos, en mayor o menor grado, la necesidad de realización, vida plena y supervivencia, mientras escuchamos, por encima de todo logro y empeño, la imperturbable llamada de la muerte. Morir es la antítesis de nacer.
    Anhelamos encontrarle sentido a la existencia. De una manera u otra, examinamos los problemas esenciales del devenir humano: el deseo de inmortalidad y la voluntad de vivir. Afirma Nietzsche, “vivir no es querer oponerse a la naturaleza”.
    Nos preocupa desentrañar la substancia, el designio de la vida humana, la muerte y la nada. La filosofía tradicional ha explicado las esencias de las cosas – caracteres comunes – mediante rangos generales. No obstante, la existencia viene marcada para cada uno de nosotros a partir de contextos y apreciaciones particulares, específicas. El destino humano se rige y restringe por decisiones, conscientes o indeliberadas.
    En su libro Del sentimiento trágico de la vida, Miguel de Unamuno se refiere a una fe individual, en la que el sujeto intenta relacionarse con Dios, sin intermediarios, sin lo abstracto y superfluo de la religión y la religiosidad. “Ése en que crees, lector, ése es tu dios, el que ha vivido contigo en ti, y nació contigo y fue niño cuando eras tú niño, y fue haciéndose hombre según tú te hacías hombre, y que se disipaba cuando te disipabas”, afirma el genio bilbaíno.
    En ese mismo texto, el autor se refiere al hambre de inmortalidad: “¡Ser, ser siempre, ser sin término! ¡Sed de ser; sed de ser más! ¡Hambre de Dios! ¡Sed de amor eternizante y eterno! ¡Ser siempre! ¡Ser Dios!”. Rumiamos la angustia que nos conduce a cuestionar la existencia de un Ser Todopoderoso, de un Creador, reflejada en la voluntad de vivir como creyentes y la limitación de creer insuficientemente, culpando a otros de la ineficacia de nuestra fe.
     Nos desplazamos, periódicamente, en una progresión espiritual hacia el desconcierto. Pasamos de una confianza candorosa en los preceptos religiosos a una postura de confusión y escepticismo. Nos contaminamos de insinceridad. Anhelamos disipar la espesa neblina de tantos por qué…y aun así nuestra fe, herida, no claudica en su anhelo de inmortal consuelo.
     Al decir de la filósofa Marjorie Grene, “la vida es toda una contradicción, lucha a brazo partido del sí y el no, paz en la guerra y guerra en la paz […] y en esa lucha precisamente está la esencia de nuestro vivir”. De este planteamiento, inferimos la paradoja de nuestras incontestadas interrogantes, miserias, desalientos y, ¿por qué no?, de nuestros aciertos y esperanzadoras mañosas utopías. ¡Enhorabuena, entonces, por el privilegio discordante y armónico de vivir!

1 comentario:

  1. Me gusto esta reflexion mucho. Esta llena de cuesionamientos reales que yo mismo me he hecho.
    saludos enrique

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