La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

viernes, 30 de septiembre de 2016

Examen de la dualidad Dulcinea-Aldonza

"Dulcinea del Toboso" (1855), obra de Célestin Nanteuil

Por Leonardo Venta            

 El protagonista de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, una tras otras, emprende aventuras, impulsado por la bondad y el idealismo, socorre a los desafortunados, a los desvalidos, todo en nombre del amor personificado en Dulcinea del Toboso, quien significa, entre múltiples interpretaciones, una idealización de la rústica labradora Aldonza Lorenzo.           

            Dulcinea representa el ideal del amor platónico, raíz de todas las virtudes y la verdad, combinación de la filosofía de Platón y del filósofo florentino neoplatónico Marsilio Ficino en el siglo XV. El ánimo que motiva al Quijote hacia Dulcinea, no es poseerla, sino los altos valores caballerescos que suscita en él.  Ella representa el amor sublimado, que se opone a su otra fase, la de Aldonza Lorenzo, quien, en contraste con el carácter primoroso de Dulcinea, significa los impulsos carnales de un mundo inferior.          
             Cervantes hace empleo de la ironía en la confrontación de pareceres entre la tierna y frágil idealizada imagen de su amada y las anotaciones al margen del texto que se le atribuyen, en la ficción, al historiador Cide Hamese Benengeli, traducidas, a su vez, por un morisco toledano. “Esta Dulcinea del Toboso (…) dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha”.         
            El marrano es alegoría del aborrecido judaísmo por parte de los cristianos, así como sugiere lo ambiguo del proceso de conversión de los judíos al cristianismo. Indudablemente, en una interpretación más cercana a lo literal, apunta hacia la diametral disparidad entre la carne y el espíritu.
            Isaac Cardoso, médico y humanista judío del siglo XVII,  formula un paralelo entre ciertos animales impuros y los vicios de los hombres: "… el puerco de inmundicia, quando come no conoce al patrón, quando tiene hambre le gruñe, es tan húmido que le fue dada el alma por sal para que no se pudriese, los ojos miran siempre a la tierra y al fango, assí el alma entregada  a los deleites y luxuria apenas puede mirar el cielo”.
            El caballero de la triste figura se refiere a Dulcinea en el capítulo XIII del Primer libro, en uno de los iniciales y más detallados retratos que se hace de ella en la novela, ante la burla de Vivaldo, el caminante con el que se topa don Quijote en dirección al entierro de Grisóstomo:  "(…) pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas”. En contraste a esta sublime descripción, Sancho, en el capítulo XXV,  la reconoce como la “que tira tan bien de una barra  como el más forzudo zagal de todo el pueblo”. Luego, agrega: “!Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora!”.            
            José María Gil, en su ensayo “Un estudio de la ironía en el capítulo 9 del Quijote de 1605”, refiriéndose a la anterior cita sugiere que la opinión del escudero es apropiada, nada irónica, desde la perspectiva del simple aldeano que admira cualidades en Dulcinea propias de una mujer de su misma condición social. El hablante narrativo es quien, audazmente, erige ese irónico contraste entre la Dulcinea del Quijote y la Aldonza Lorenzo que reconoce Sancho. “Entender algunos de los aspectos del uso de la ironía permitirá explicar por qué el Quijote nos hace reír, y también por qué nos confunde”, afirma Gil.     
           La ironía es un enunciado que desaprueba el significado literal de otro enunciado. En este caso, no solamente significa la negación de Sancho a lo establecido por su trastornado amo, sino más bien las diferentes voces de las que se vale el autor para divergir, remontándonos en su alcance a la más ambiciosa propuesta que pudiera plantearnos una novela actual. Reímos hasta desternillarnos, al leer cómo Sancho miente a su amo sobre una nunca realizada visita de encargo a Dulcinea. Don Quijote, que había enviado una carta a su amada, se quedó en Sierra Morena, imitando la penitencia de su tan connotado y nombrado Amadís de Gaula. Al preguntarle don Quijote en qué se ocupaba la “reina de la hermosura” –imaginándola ensartando perlas o tiras de oro sobre un tejido de seda–, el escudero le responde, incisivamente, que limpiaba trigo en un burdo corral.     
            El episodio no sólo divierte, arrancándonos carcajadas, sino hilvana una descripción sensorial, mediante las ocurrentes descripciones de Sancho, que según mi humilde instinto literario, no tiene nada que envidiarle al sagaz uso de los sentidos en la literatura moderna, como es el recurso de la memoria afectiva en la célebre À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, –al percibir en mi lectura, sin exagerar–, el hedor de esta mujer como si yo la tuviera frente a frente: “(…) sentí un olorcillo algo hombruno , y debía ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa [grasienta]”.     
            Es notable cómo Sancho contrasta la femineidad de Dulcinea con características masculinas en diferentes partes de la novela, lo que sería material digno de un análisis aparte en cuanto a los estereotipos de género en la época, tema muy indagado por el feminismo actual. Los estereotipos aparecen bien marcados, especialmente en la novela de caballería, y tal parece que Cervantes, más que copiarlos, en palpable designio los ironiza.
            El Segundo tomo de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, profuso en incongruencias cronológicas, comienza con la visita del cura y el barbero al protagonista de nuestra historia para evaluar su estado mental. El dictamen del cura prorrumpe en el siguiente epifonema:“Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote; que me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad".     
          En el Capítulo X, el andante caballero recibe un duro zarpazo al descubrir y, consiguientemente, admitir que Dulcinea es una tosca campesina: “Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbose todo y preguntó a Sancho si las había dejado fuera de la ciudad”, a lo que Sancho respondió que Dulcinea era una de las tres labradoras. Sancho describe a la rústica Aldonza cómo “reina y princesa y duquesa de la hermosura”, entre otros desacordes epítetos, a lo que el narrador contrapone que     “ (...) no descubría en ella [don Quijote] sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata”.
            Mediante la anterior disparidad adjetiva se establece una inversión de roles: el amo, notorio por su locura, ahora contempla la realidad como es, al descubrir en Dulcinea una labriega; mientras, su escudero, célebre por su realismo, la presenta idealizada. Si bien, es obvio que Sancho tiene consciencia de la ‘hombruna’ Aldonza Lorenzo, y se vale de este discurso, en parte, para intensificar la ironía entre la realidad y la ficción. Al mismo tiempo, Sancho simula creer lo inexistente para justificar y abrigar la locura y el desamparo de su amo. En ese complejo proceso, asimila que Dulcinea es requisito imprescindible para don Quijote. El tener una dama a la que amar y a la que encomendarse es condición de todo caballero andante. Al mismo tiempo, la noble simulación es medicina a la cabecera de quien, más que Señor, es amigo: uno de los numerosos valores que resalta la novela.           
            El pensamiento neoplatónico trasciende los hechos básicos de la realidad. De esa forma, se establece la antinomia Dulcinea, asociada a la locura del caballero, y Aldonza Lorenzo, a una vulgaridad reprobable. Dulcinea, a pesar de ser un personaje irreal, trasciende y se afianza espiritualmente. En el Capítulo XXXII, la Duquesa comenta que Dulcinea "...es dama fantástica, que vuesa merced la engendró y parió en su entendimiento, y la pintó con todas aquellas gracias y perfeciones que quiso". A lo que don Quijote responde:  "... la contemplo como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo, como son: hermosa, sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada, y, finalmente, alta por linaje". Su perfección la diviniza y su influjo arraiga la razón de existir de su amado. "Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser", afirma el ingenioso hidalgo.            
              Entre otras aventuras, sobresale el descenso de don Quijote al interior de la cueva de Montesinos, que se dice es el infierno del Quijote. Allí vuelve a toparse con Dulcinea para recibir una estocada mortal. El acendradísimo caballero, que se cuestiona si lo sucedido en la cueva ha sido verdad, rememora cómo una de las dos compañeras de Dulcinea se le acerca, los ojos envueltos en lágrimas, y le dice: “Su señora Dulcinea del Toboso suplica a vuestra merced cuan encarecidamente puede ser servido de prestarle sobre este faldellín que aquí traigo de cotonía nuevo media docena de reales”, lo que la iguala en rusticidad con la Teresa Panza en cuanto a la  necesidad de artículos básicos.
            ¿Implica la profanación de la imagen ennoblecida de Dulcinea una alegoría de la España en crisis, manifiesta en el barroquismo que bien cala el Segundo libro? ¿Refleja este desvanecido ideal un conflicto existencial, universal y actual, que escudriña la inconsistencia de nuestros más caros anhelos y el gran problema de la muerte? Estas son algunas de las intensas propuestas que esgrime esta genial novela.            
            La experiencia de la cueva de Montesinos repercute tanto en el desperezamiento de Alonso Quijano como en la quijotización de Sancho. El escudero absorbe el idealismo de su amo, como buen discípulo expuesto a los altos valores éticos que éste le ha venido inculcando; así la Dulcinea que Sancho ridiculiza en el Primer libro, es justificada por él en el Segundo, al afirmar que todo caballero andante necesita vivir por un ideal dentro del cual es necesaria la existencia de una sublimada dama.
            En el capítulo XXXI, la Duquesa convence a Sancho de que él también ha sido víctima de un  encantamiento. “–Eso digo yo– dijo Sancho Panza –, que si mi señora Dulcinea del Toboso está encantada (…) Verdad sea que la que yo vi fue una labradora, y por labradora la tuve (…) y si aquella era Dulcinea, no ha de estar a mi cuenta, ni ha de correr por mí”.  El escudero considera que el asunto debe correr por los sobrenaturales enemigos de su amo.
            Sancho sabe, por experiencia, la naturaleza terrenal de Aldonza Lorenzo. Sin embargo, llega a sospechar, trastornado por la locura de su amo, que el influjo de los encantadores determina la manera en que él y su señor perciben la dualidad encantamiento/ burda realidad. Siempre Dulcinea será el punto de referencia entre la visión amo-escudero, entre la realidad y la ficción, y pieza central en la innegable simbiosis entre ambos personajes. Cuando Alonso Quijano emprende su aventura de caballero andante, no olvida la necesidad de tener una dama de quien enamorarse y para quien ganar todas las batallas y honores. Sancho, quien al principio no lo reconoce, termina defendiendo este ideal, al tiempo que su amo flaquea en ese empeño.            
            Alonso Quijano se enamora, más que de Dulcinea, del mito. Y Sancho es conquistado, paulatinamente, por la admirable ternura del mismo. Cuando el mito desfallece en el alma de un Quijote decepcionado, ya palpita en Sancho, comprendiendo que si se ultima, conlleva consigo el aniquilamiento de las más caras aspiraciones de su amigo. El escudero soporta estoicamente la caída del mito; mientras, don Quijote, más vulnerable en esta segunda etapa, sufre el desengaño como honda desgarradora mortal herida.
            Mientras los sueños del Quijote palidecen en el gesto desilusionado del barroco, Sancho eleva su mirada, paulatinamente quijotizada, tras las huellas del "desfacedor de agravios", patentizando así que la gran novela de Cervantes no sólo se fundamenta en la evolución y reciprocidad de los opuestos, en la coexistencia realidad/ficción, y su dialéctica germinativa, sino también en el autoanálisis de la obra en sí, la cual, según el recientemente fallecido escritor español nacionalizado chileno José Ricardo Morales, “constituye un libro situado ante sí mismo, desdoblándose de continuo, hasta conciliarse en él dos términos tenidos como antagónicos –el sujeto observador frente al objeto observado”, que se muta en el  texto como el sujeto “yo libro”.            
          Los límites entre lo que consideramos real e irreal se confunden dentro de esa densa neblina que envuelve a las múltiples y complejas facetas del comportamiento humano. No hay nada absolutamente negro o blanco en la buena literatura, en el arte en general, sino numerosos mutantes matices, determinados por los propósitos del autor, la percepción del lector y otras circunstancias que influyen tanto en el momento de la concepción de la novela como en su análisis.
            De esta manera, aceptamos nuestra incompetencia en abarcar gran parte de lo que nos propone Cervantes a través del personaje de Dulcinea del Toboso, conformándonos en esta ocasión con lo que más nos ha impresionado, para dar paso a una cita muy amada por nosotros de Arthur Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación: “Tenemos sueños, ¿acaso no es toda la vida un sueño? O más precisamente: ¿hay algún criterio fiable para diferenciar entre sueño y realidad, entre fantasmas y objetos reales?

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