"Fray Bartolomé de las Casas" (1875), óleo sobre tela del artista mexicano Félix Parra |
Leonardo Venta
“No se puede ver un lirio sin pensar en el
Padre de las Casas, porque con la bondad se le fue poniendo de lirio el color…”,
así describe al fraile dominico la poética prosa martiana en La Edad de Oro".
Fueron sólo cuatro las tiradas de esta
revista para niños, publicada en
Nueva York, desde julio hasta octubre de 1889. Sobre el Padre de las Casas expresa Martí en dicha
publicación, como quien se refiere a las virtudes que acompañan a su propio desamparo: "El hombre
virtuoso debe ser fuerte de ánimo, y no tenerle miedo a la soledad, ni esperar
a que los demás le ayuden, porque estará siempre solo, pero con alegría de
obrar bien que se parece al cielo de la mañana en la claridad".
Expone a continuación que "parecía como
si tuviera un gran dolor. Era que estaba escribiendo, en su libro famoso de la
Destrucción de las Indias, los horrores que vio en las Américas cuando vino de
España la gente a la conquista. Se le encendía los ojos, y se volvía a sentar,
de codos en la mesa, con la cara llena de lágrimas. Así pasó la vida, defendiendo
a los indios".
El noble fraile sevillano, sin ser todavía
clérigo, tenía poco más de 20 años cuando se embarcó por primera vez para La
Española en la flota del nuevo gobernador Nicolás de Ovando. "Decían los
marineros que era grande su saber para un mozo de 24 años", expone Martí. Luego,
iba y venía de Europa a América sin temerle a las encrespadas olas que desafían
el oceánico abismo que separa los dos continentes. "Seis veces fue a
España, con la fuerza de su virtud, aquel padre que 'no probaba carne'. Ni al
rey le tenía miedo, ni a la tempestad. Se iba a cubierta cuando el tiempo era
malo; y en la bonanza se estaba el día en el puente, apuntando sus razones en
papel de hilo", refiere el texto martiano.
El Padre de los derechos humanos, como se le
ha calificado, conservó la imagen de aquellos siete amerindios que acompañaron a
Cristóbal Colón el 31 de marzo de 1493 en Sevilla, como humilladas piezas de estrenado
museo de holocausto, "los cuales yo vide en Sevilla y posaban junto al
arco que se dice de las imágenes, situado junto a la iglesia de San Nicolás.
Llevó papagayos verdes, muy hermosos y coloreados y guaizas, que eran unas
carátulas hechas de pedrería de huesos de pescado".
De las Casas experimentó la imperiosa
necesidad de proteger a los aborígenes. Se dedicó a denunciar los abusos que perpetraban los conquistadores
en América. “Y si el rey en persona le arrugaba las cejas, como para cortarle
el discurso, crecía unas cuantas pulgadas a la vista del rey, se le ponía ronca
y fuerte la voz, le temblaba en el puño el sombrero, y al rey le decía, cara a
cara, que el que manda a los hombres ha de cuidar de ellos, y si no los sabe
cuidar, no los puede mandar, y que lo había de oír en paz, porque él no venía
con manchas de oro en el vestido blanco, ni traía más defensa que la cruz”, comenta el conmovedor texto de Martí.
“Era flaco, y de nariz muy larga –apunta el
Apóstol cubano, refiriéndose al fraile español–, y la ropa se le caía del
cuerpo, y no tenía más poder que el de su corazón; pero de casa en casa andaba
echando en cara a los encomenderos la muerte de los indios de las
encomiendas…”.
De las Casas conoció y amó al nativo de La
Española; al oriundo cubano y puertorriqueño; al de la costa de Paria, en la
parte oriental de Venezuela. Estuvo en Panamá, Nicaragua y Guatemala. Fue insigne
obispo del Chiapas mexicano, donde se instaló "a llorar con los indios;
pero no sólo a llorar, porque con lágrimas y quejas no se vence a los pícaros,
sino a acusarlos sin miedo, a negarles la iglesia a los españoles que no
cumplían con la ley nueva que mandaba poner libres a los indios, a hablar en
los consejos del ayuntamiento, con discursos que eran a la vez tiernos y
terribles, y dejaban a los encomenderos atrevidos como los árboles cuando ha
pasado el vendabal".
Sintió la opresión del “otro” como suya propia,
y no “bajó el tono, ni se cansó de acusar, ni de llamar crimen a lo que era, ni
de contar en su 'Descripción' las 'crueldades', para que el
rey mandara al menos que no fuesen tantas, por la vergüenza de que las supiera
el mundo”, puntualiza el brillante representante del modernismo.
El pensador cubano hilvana razones que
evidencian la forma en que hombre justos, como el religioso sevillano, son habitualmente
percibidos, "porque los hombres suelen admirar al virtuoso mientras no los
avergüenza con su virtud o les estorba las ganancias; pero en cuanto se les
pone en su camino, bajan los ojos al verlo pasar, o dicen maldades de él, o
dejan que otros las digan, o lo saludan a medio sombrero, y le van clavando la
puñalada en la sombra".
Fray Bartolomé de Las Casas vivió sus últimos
años en Madrid. “Casi a escondidas tuvo que embarcarlo para España el virrey,
porque los encomenderos lo querían matar”, añade el texto martiano. El 17 de
julio de 1566 falleció en el convento de Nuestra Señora de Atocha en la capital
española. “Él se fue a su convento, a pelear, a defender, a llorar, a escribir.
Y murió, sin cansarse, a los noventa años”, concluye el hermoso y edificante texto.