|
Supuesto retrato de Cervantes, atribuido a Juan de Jáuregui |
Por Leonardo Venta
Aunque usualmente
la leemos en un solo voluminoso tomo, la obra cumbre del dramaturgo, poeta y
novelista español Miguel de Cervantes Saavedra estaba originalmente dividida en
dos partes, distanciadas diez años: El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha (1605) y El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615).
Si se comparan, tienen escenas que
parecen repetirse: la del rebuzno, la de los toros, la de los cerdos, y pudiera
decirse que la de las Cortes de la Muerte. Pero nada hay en el Primer libro comparable
con las Bodas de Camacho del Segundo; asimismo, el fascinante episodio en el
mismísimo umbral de un alcázar sobre el lecho apacible de ignoto lago, en que
ni se come ni se duerme, puede equipararse con el de la cueva de Montesinos, que
se dice es el infierno del Quijote, catarsis del protagonista y del propio
lector.
Cervantes –que, para evitar la
monotonía, intercala otras novelas en el Primer libro, mientras mantiene la
proyección lineal de la trama principal– desecha este procedimiento en el
Segundo, al ubicar diversas localizaciones simultáneas dentro de la acción. Por
ejemplo, Sancho está en Barataria y don Quijote en la casa de los Duques, a la
vez que Teresa en Argamasilla; o Sancho y su amo, desde sus respectivos
hogares, experimentan al mismo tiempo el rencuentro con aquellos que les
aguardaban.
En el Segundo libro se profundiza la
intensidad de las situaciones, como sucede en el episodio con el Caballero del
Verde Gabán. La voz narrativa, en su misión de devolverle la cordura a don
Quijote, sustituye al cura y al barbero por Sansón Carrasco, un personaje mucho
más elaborado que los anteriores.
Los venteros, que sobreabundan en el
Primer libro, son sustituidos por miembros de la nobleza en el Segundo, contra
los que arremete la pluma cervantina en su crítica a la injusticia y
estratificación social. El Segundo libro, devuelve a Dulcinea su condición de
aldeana. El radio de los personajes se dilata psicológicamente. Se concreta la sanchificación
de don Quijote y la quijotización de Sancho, manteniendo sus rasgos
fundamentales, es decir, se experimenta una evolución no estereotipada, ajustada
a rasgos creíbles del carácter humano.
Por otra parte, la novela experimenta
una transformación en el género epistolar. Las misivas del Primer libro, en que
figuran las historias de Dorotea y don Fernando, Luscinda y Cardenio, devienen
en seis cartas en el Segundo –dos de Sancho, dos de su mujer, una de don
Quijote y otra de la Duquesa– que desde su aparente simplicidad proponen múltiples
lecturas dentro del contexto. Por ejemplo, las cartas de Teresa Panza testifican
las penurias económicas de las clases menos privilegiadas. A su vez, reconocemos
el programa de un gobierno –política y administración de justicia– que don
Quijote recomienda a Sancho.
El choque de contrastes –realidades
múltiples– es un rasgo muy barroco en esta obra, tanto formal como conceptualmente.
Evoluciona de un Primer libro, apoyado en profusos diálogos, entre caballero y
escudero, a otro con más tendencia a las introspecciones. Cuando la Duquesa le
pregunta a don Quijote, acercándonos al desenlace de la trama, si no será
Dulcinea una creación de su imaginación, él le responde: "Dios sabe si hay
Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no
son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo".
Por otra parte, el uso del monólogo también
refleja transformaciones, como bien comprobamos en el soliloquio de Sancho en el
capítulo X del Segundo libro, que culmina con el desencantamiento de Dulcinea. El
mundo interno del escudero, que hasta entonces se nos presentaba con marcados
matices de torpeza, se enriquece: “Ahora todas las cosas tienen remedio, si no
es la muerte; debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al
acabar de la vida”, reflexiona Sancho, que al decir de su Señor, cada vez se
hace "menos simple y más discreto".
Isaías Lerner en su estudio sobre
‘la parodia e invención’, reconoce una evolución en el Segundo libro con
respecto al Primero. “Los diez años transcurridos desde la aparición de la
Primera parte (…) invitan a redefinir la propuesta paródica inicial”, afirma el
académico argentino. Como resultado de este proceso, surge la necesidad de
legitimar la novela, a través del auto examen, como comprobamos en los juicios
sobre la obra del bachiller Sansón Carrasco en el capítulo III. Carrasco es
lector de la obra de Cide Hamete Benengeli, que ya comienza a universalizarse,
y a la que se refiere formulando que “hay diferentes opiniones, como hay
diferentes gustos”.
Explica Lerner: “Cervantes debió enfrentar el
desafío de la creciente popularidad de su libro, la necesaria atracción de
otros lectores y la aparición de un apócrifo en 1614, cuando más de la mitad de
su Segunda parte estaba ya escrita”. La novela nos enfrenta, en
el capítulo V del Segundo libro, “con la intervención del traductor inventado
en la Primera parte para parodiar la fórmula de los libros de caballería que
proponía el encuentro de un misterioso manuscrito en lengua ignota”, agrega el
estudioso. El lector descubre en el avance de este proceso que el traductor es
igualmente censor: “(…) venían tres labradoras sobre tres pollinos, que el
autor no lo declara (…)”.
Ya bien adentrados en la trama, descubrimos a un don Quijote que lamenta "la mala burla que le
habían hecho los encantadores volviendo a su señora Dulcinea en la mala figura
de la aldeana", y cuyo desencanto lo obliga a exclamar en la próxima
aventura que se le presenta, la de las Cortes de la Muerte: “(…) y ahora digo
que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño”.
Al divisar el carro de los
recitantes de la compañía de Angulo el Malo, el protagonista de nuestra novela se figura una nueva
aventura, pero esta vez, a diferencia de la de los Molinos de Viento, al notificársele
su error, lo reconoce y hasta llega a afirmar: “Andad con Dios, buena gente, y
haced vuestra fiesta, y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho”.
A pesar de que numerosos críticos
consideran literariamente superior la Segunda parte de esta gema de la
literatura universal, no hemos perseguido probar dicha preeminencia. Simplemente,
se complementan. A nuestro juicio, más allá de la calidad literaria, la diferencia
mayor entre ambas es su aliento histórico, social y cultural, ubicado en la
frontera entre el renacimiento y el barroco.
Es el barroco una
desvalorización de la vida terrenal y de la naturaleza humana, así como un
rechazo a los principios estéticos renacentistas. El Cervantes del Segundo
libro, al igual que su protagonista, ha perdido las esperanzas de vivir. España
ya no es la fachada de un pasado glorioso. El Manco de Lepanto tiene 67 años de
edad; alrededor de 13 meses después le sobrevendría la muerte. Además, la novela
apócrifa (1614) de Alonso Fernández de Avellaneda le ha contrariado hondamente,
y en el Segundo libro emprende casi obsesivamente contra él, en autodefensa,
siempre y cuando encuentra una buena excusa para hacerlo.