La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

sábado, 13 de julio de 2013

La sexualidad en Paradiso


El hermetismo barroco es la máscara tras la que opera Lezama Lima, que sufre y se mofa del inexorable trágico destino de sus personajes; y, ¿por qué no?, del suyo propio.

Por Leonardo Venta 

El lanzamiento editorial de Paradiso (1966), la única novela publicada en vida por José Lezama Lima, desató polémicas entre sus adeptos y detractores. La recepción negativa vino de parte de ciertos elementos de la intelectualidad cubana, con estampada tendencia homofóbica, que la inculparon de pornográfica e incompatible con la moral revolucionaria.

José Cemí, si no es el protagonista – algo que el propio Lezama niega –, sostiene la trama en su asombroso y deleitable devenir. Su infancia y juventud evolucionan hacia la consolidación de un cosmos lírico – que culmina con su iniciación como poeta –, en un viaje en que lo real y lo imaginario atraviesan eruditos corredores narrativos, substancialmente dentro del campo de la imagen, “… lo no existente, lo no creado; la luz que trabaja sobre todo en los dominios de la sombra”, según establece el poeta, traductor y crítico literario Guillermo Sucre.

Lo formal se relaciona estrechamente con lo conceptual en Paradiso: una atmósfera cuyo axis se mueve devoradoramente entre esas dos latitudes, haciendo de la novela un perfecto semental barroco dispuesto a fecundar oscuras cavidades de híbridas emulsiones textuales, socavar la sintaxis, problematizarla, acompasarla o descompasarla al ritmo de los irregulares jadeos creativos de su asmático autor.

Lezama no respeta la norma inherente a la palabra, la viola, hipertrofia, estruja, ensancha, le otorga nuevos provocadores significados. El erotismo – como transgresión en un medio represivo – es decisivo para determinar el carácter neobarroco de Paradiso. Todo en la novela – desde el regodeo en el lenguaje, hasta las sumas transgresiones formales e irreverencias en el discurso – despliega su voluptuosa oralidad. Severo Sarduy, en Escrito sobre un cuerpo, lo establece:

“No es en el demasiado célebre capítulo de las posesiones, ni en las secuencias explícitamente sexuales donde únicamente percibo la fuerza erótica de Paradiso, sino en todo su cuerpo, en todo ese margen entre comillas que el libro abre en la franja, más vasta, de la lengua cubana, y precisamente, por estar comprendido en ella, por sintetizarla en el espejo, aunque cóncavo fiel, de su reducción. Es el lenguaje en sí, la frase en sí, con su lentitud, con su enrevesamiento, con su proliferación de adjetivos, de paréntesis que contienen otros, paréntesis, de subordinadas que a su vez se bifurcan, con la hipérbole de sus figuras y su avance por acumulación de estructuras fijas, lo que, en Paradiso, soporta la función erótica, placer que se constituye en su propia oralidad”. 

La escritura y la sexualidad dialogan constantemente en Paradiso. La segunda – tomada de la mano de un duende subversivo – es una de sus grandes temáticas, motor de innumerables escenas, conversaciones, aventuras y profusos pasajes, más allá del célebre capítulo VIII que escandalizó a tantos conservadores por su alto voltaje de apremiante erotismo.

 Las escenas sexuales constituyen muelles de causa y efecto que se estimulan mutuamente, en una especie de ardor sicalíptico que culmina en un orgasmo literario, de la misma manera que lo hacen las capas que se cubren y recubren entre sí para formar la concha ‘baroca’, que define al término que la distingue como movimiento literario.

Dentro del enunciado, las escenas eróticas no tienen el mismo alcance por separadas que cuando se interrelacionan. Se lían, se abrazan, se imbrican enérgicamente; de igual forma, el placer del texto, la sensualidad – ya citada – de las palabras, a la que tan acertadamente se refiere Sarduy, precisa y orienta dicho erotismo. Como lectores, percibimos en los términos que describen lo roncamente común de las escenas sexuales el tintineo de una majestuosidad narrativa casi edénica.

En cada gesto, paródico o no, en que fluyen sustratos homosexuales, subyace un agudo conflicto, un temor irreconciliable, una acusación, un resoplo existencial, acompañado de la soledad, el desamor, el vacío; incluso, una especie de esterilidad o árida existencia, que involucra inconscientemente un arrastre pecaminoso, según ciertos parámetros cristianos.

El tema de la homosexualidad alcanza su manifestación más visible en la crisis del personaje Foción. Su locura alude a un hondo conflicto en la esfera filosófica-ética-religiosa. A Foción le condena su orientación sexual; si bien, Cemí y Fronesis – heterosexuales – comparten rasgos comunes con él. A nuestro juicio, a través de esta triada amistosa, el hablante narrativo propone, entre otras cosas, su visión de la sexualidad humana en toda su complejidad, más allá de los límites de aquella que es rechazada por su condición de ‘otredad’.

En cierto sentido, Lezama, sin proponérselo, nos remite casi intuitivamente a la maldecida esterilidad de los personajes femeninos en el drama lorquiano – homosexuales por extensión osmótica –. Foción es un personaje maldito, oscuro, con un sino trágico – la locura – y, por ende, pesimista. Inclusive, el narrador traza sutiles rasgos homosexuales en Fronesis (heterosexual) – prototipo ideal de los valores éticos e intelectuales –, cuando éste para concretar el coito con Lucía necesita cubrir el área del sexo femenino. En diálogo con Cemí, Fronesis lo admite: “[…] con Lucía, me pasó, cierto que tan sólo un instante, lo mismo que a Foción [el homosexual]. Pero hice en la camiseta un agujero que tapaba el resto del sexo de Lucía, que se escondía detrás del círculo protector”.

El sexo en la novela trepida bajo la lobreguez de la culpabilidad, la frustración y la ineptitud. A pesar del narrador regodearse en voluptuosas descripciones, el acto sexual es calificado de diabólico; y, por consiguiente, se ensambla a un perfil pernicioso. La voz narrativa, al referirse a las implicaciones del descomunal pene del guajiro Leregas, sostiene: “Un adolescente con un atributo germinativo tan tronitonante tenía que tener un destino espantoso, según el dictado de la pitia délfica”.

A su vez, en la descripción de la iniciación sexual del jovenzuelo Farraluque a manos de una cuarentona casada, el narrador afirma: “[…] ahora entraba en el reino de la sutileza y de la diabólica especialización”; así como, al relatar el encuentro homosexual de Farraluque con Adolfito, el narrador sentencia: “[…] mostrando [Adolfito], al final del combate su espalda y sus piernas de nuevo diabólicamente abiertas, mientras rotando de nuevo friccionaba con las sábanas su pecho inundado de una savia sin finalidad”.

Nótese como el hablante narrativo emplea la adverbialización del adjetivo ‘diabólico’ para referirse a las piernas abiertas de Adolfito – ‘diabólicamente’ –, además de calificar el semen derramado sobre el pecho de éste como “savia sin finalidad”. En otra de las aventuras homosexuales que Farraluque sostiene con un enmascarado hombre maduro, la cual acontece en una carbonería – distintivo de suciedad – la voz narrativa llama “Bafamento” al enmascarado, término que significa diablo andrógino, al mismo tiempo que califica de ‘maldito furor’ su ímpetu al realizar el coito.

Los sentidos son engañosos e incompetentes a la hora de aunar e interpretar las diferentes propuestas en una obra literaria como Paradiso, que hilvana el discurso en función de la imagen. El hermetismo barroco es la máscara tras la que opera el autor, que sufre y se mofa del inexorable trágico destino de sus personajes; y, ¿por qué no?, del suyo propio.

La trama, después de cumplir una función casi autobiográfica en la primera parte de la novela, se torna cada vez más subjetiva, pero no por eso desvirtúa los propósitos del genio lezamesco. La imagen genera el entrecruzamiento de planos; con paródica elegancia, oculta lo esencial, lo no dicho, la imago, al mismo tiempo que despabila la sexualidad en su oculto silencioso receptáculo  – como imprevista erección  –, incidiendo en la recepción del lector, provocando el análisis crítico, ocasionando inusitados cuestionamientos en la interpretación de un complejísimo cosmos literario.

viernes, 12 de julio de 2013

Posmodernismo e identidad latinoamericana

Según el filósofo Jean-François Lyotard, "el posmodernismo es acostumbrarse a pensar sin moldes ni criterios".

Por Leonardo Venta

Latinoamérica emerge como nueva protagonista transcultural, ligada a su híbrida condición de ‘otredad’ frente al modelo europeizante ancestralmente dominante. Lo que precisa una reformulación del discurso latinoamericano.

Entiéndase por posmodernismo el movimiento cultural que irrumpe ostensiblemente a partir de 1970, se proyecta hasta el momento actual, y se opone al funcionalismo y al racionalismo modernos; cuestiona, asimismo, todos los valores establecidos; desafía el discurso oficial y la cultura institucional, y pone en tela de juicio la circunspección que había instituido la modernidad.

En literatura, existen disímiles rasgos estéticos manejados por el posmodernismo, como la ironía, el empleo de un lenguaje connotativo impreciso, el uso de estructuras fragmentadas, además de acentuadas disposiciones anticanónicas. En cuanto a los personajes, a través del cincel del escritor posmoderno, se alteran sus funciones tradicionales en la narrativa y el teatro. El héroe, por ejemplo, es descentrado, marginal, disfuncional.

De la misma forma, el posmodernismo despliega un estilo ecléctico que alude, en una suerte de pastiche paródico (imitación o plagio), a estilos anteriores. Términos claves de este movimiento son la ironía y el relativismo, que inclusive cuestionan y autoreflexionan sus propios valores.

La ironía y la parodia aunque no significan exactamente lo mismo, colindan en el discurso posmoderno. Puede existir ironía entre los propios personajes de una obra, y entre el narrador y éstos. La ironía posmoderna promueve un acercamiento crítico donde el humor se torna sarcástico, ácido, creando un distanciamiento evaluativo y reflexivo entre el espectador y la obra, todo lo contrario a la función habitual hilarante, placentera, elusiva, de la risa.

Un acercamiento posmoderno puede asimismo actuar como un sistema estético que clausura la esperanza, invitando al lector a replanteársela, repensarla en calidad de expectativa troncada. Diversos autores latinoamericanos – refiriéndonos a un contexto más nuestro – tasan nuestra realidad como una especie de ironía, donde muchos emigramos huyendo de la miseria, de los gobiernos oligárquicos y terminamos expuestos a circunstancias culturales, económicas y sociales matizadas por la discriminación, la enfermiza nostalgia por el suelo natal, la colisión cultural con un nuevo medio discrepante, y la desvalorización emocional que implica el sospecharse inferior en la escala de valores de un entorno ajeno.

A su vez, lo posmoderno se mofa de la añoranza de un pasado glorioso, de esos grandes momentos de imperio, de logros entendidos como notables en el ayer histórico. Los pulsa y precisa como un museo de inutilidades. Los límites fluctúan, lo alto y lo bajo se entremezclan en un momento determinado.

El filósofo francés Jean-François Lyotard llama “grandes narrativas” a ciertos discursos posteriores a la modernidad, como son la ciencia, la educación y la ideología. La ideología comprende, a su vez, las subcategorías de los partidos y la religión. El posmodernismo clausura las grandes narrativas como fórmulas que justifican algo, en su calidad de discursos funcionales que persiguen manipular nuestras mentes en cierta dirección.

La postura posmoderna se proyecta en contra de las reglas y los preceptos. Asimismo, se deshace del tiempo y el espacio. Precisa develar el entresijo, ahonda en la ambivalencia, el simbolismo, la desfragmentación. Una trama lineal no reflejaría la legitimidad de una ambiciosa propuesta. El posmodernismo no cree en el progreso. No propone aspiraciones. Donde no se llega a ninguna parte, ni en la religión, ni en las convicciones políticas y sociales, ni en ningún otro de los grandes relatos, no puede existir una esperanza de mejoramiento.

No obstante, es inapropiado afirmar que la posmodernidad sea pesimista. Si bien, nos hace repensar nuestro optimismo, nos informa. No nos impone lo que debemos creer, más bien nos estimula a desperazarnos del espejismo fabricado por el discurso oficial, establecido por los vencedores, por las tradicionales clases en el poder. Por eso, el posmodernismo nos parece pesimista al compararlo con otras enfoques que proponen aparentes soluciones. En sí, nos ofrece ‘libertad total’ ante la realidad, cualquiera que sea su esencia.

Otro perfil posmoderno de gran interés es la celebración de lo local – para nosotros, de lo latinoamericano –, en contraposición con las grandes ideologías del occidente, desafiando los llamados valores universales. El sujeto carece de la tan tradicionalmente exaltada identidad, en crisis por razones de género y etnias, entre otras. Se cuestionan las definiciones tradicionales, se husmea la ambivalente esencia que palpita en el fondo del ser, ambigua, compleja, descentrada, contradictoria, propia del héroe que no es héroe, de lo que puede significar lo contrario de lo que se presumía.

Lo posmoderno invierte los atávicos valores positivos para metamorfosearlos en negativos, y viceversa. En tanto, revaloriza el origen, esa nostalgia del pasado que se da a través de contactos bastardos. ¿Cómo se aplica ese concepto de hibridación al contexto de América Latina? Los estudios latinoamericanos, especialmente en Estados Unidos, han suscitado una imagen nuestra como “otredad”, “minoría”. ¿Hasta qué punto es eso cierto? ¿Somos realmente lo incógnito, lo desconocido? ¿Seres inferiores en busca del llamado sueño que nos ofrece un entorno superior diseñado por otros con intención de perpetuidad? ¿Nos lo creemos?

Lyotard responsabiliza a las tecnologías de la información con su abrumadora dispersión de materiales aparentemente anónimos, como responsables, en parte, de la existencia de una cultura posmoderna. En el mundo actual se genera una nueva sensibilidad caracterizada por la fragmentación y dispersión del saber, la sobresaturación de los efectos que desvirtúan los códigos que antes establecían lo supuestamente real y válido, para convertirlos en espectáculos de sí mismos, en imágenes de su propia esfumación.

No hay murallas que puedan contener el himeneo entre la cultura popular y la mal llamada cultura superior. La información está cada día al alcance de más personas – consideremos las facilidades que provee el Internet –, los mensajes impresionantemente múltiples trastornan privilegios de formas o contenidos. Todos los discursos pugnan por su propio espacio, coinciden y se superponen en ese Aleph que llamamos ordenador, computadora o computador.

Lecuona en el ballet: "Tarde en la siesta", coreografía de Alberto Méndez


Consuelo: Josefina Méndez
Dulce: Galina Álvarez
Esperanza: María Elena Llorente
Soledad: Rosario Suárez

La Bella Durmiente / Documental Ballet Nacional de Cuba