La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

jueves, 8 de septiembre de 2011

Oficiando como escudero (VIII)

"Don Quijote", Honoré Daumier


Por Leonardo Venta

Mi afán de narraros íntegramente mi aventura como fiel escudero, junto a mi buen don Quijote, no ha cesado, como ya habéis corroborado mediante el título que encabeza este escrito. Es un principio básico terminar lo que se empieza. Sin embargo, arrastramos malos hábitos de emprender proyectos y no terminarlos. Si bien en el caso de esta historia os prometo, Dios mediante, no claudicar en mi empeño. Mi señor don Quijote no aprobaría tal liviandad en mí.

Había interrumpido mi narración en el Toboso cuando mi amo admite por vez primera que su Dulcinea no es lo que había imaginado, “no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata”. Sin embargo, yo me las ingenié para, esgrimiendo sus propios argumentos fantasiosos, explicarle que los encantamientos del mago Frestón eran responsables de dicha desfavorable mutación.

Un tal filólogo argentino, llamado Isaías Lerner, reconoce que los diez años transcurridos desde la aparición de la Primera parte del libro, en que somos protagonistas mi señor y yo, justifican la necesidad de legitimar la novela de parte de don Miguel. Aunque, se equivoca el tal Lerner, porque ni don Quijote ni yo somos frutos de una fantasía novelada. Nos hemos ganado el derecho a la inmortalidad. ¿No es cierto?

Por lo tanto, mucho cuidado, esto que escribo a continuación no es afirmación mía sino del tal Isaías Lerner: “Pero de 1605 a 1615 – período transcurrido entre la publicación de la Primera y Segunda parte del Quijote –, Cervantes debió enfrentar el desafío de la creciente popularidad de su libro, la necesaria atracción de otros lectores y la aparición de un apócrifo en 1614, cuando más de la mitad de su Segunda parte estaba ya escrita”. Avellaneda es el seudónimo de dicho autor apócrifo, aunque no constituye la única imitación del libro en tiempos de don Miguel, pero sí es la que más le airó, al extremo de arremeter contra el tal Avellaneda en el prólogo de la Segunda parte del Quijote.

Así establece el tal filólogo rioplatense la importancia del supuesto traductor “inventado en la Primera parte… que proponía el encuentro de un misterioso manuscrito en lengua ignota”, y que reaparece en la Segunda en calidad de censor: “… venían tres labradoras sobre tres pollinos, que el autor no lo declara…”. Por si lo habéis olvidado, os recuerdo que don Miguel le atribuye la autoría de esta historia que me ocupa al arábigo Cide Hamete Benengele, y a un morisco aljamiado su traducción al castellano: “… llevado desta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos… anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante”.

Yo, por mi parte, reconozco que cada día pienso más como mi señor. Al principio de nuestras aventuras, Dulcinea era sólo para mí una tosca aldeana; ahora, hasta miento a conciencia para sobrellevar, quizá, la locura de mi amo o abrigar su desamparo emocional – noten como ya hasta me inspiro para narrar –; descubro en Dulcinea el ideal ennoblecedor al que aspira todo caballero andante, ideal ético mediante el cual don Quijote sobrepone toda adversidad, medicina vital para el espíritu de quien ha dejado de ser mi amo para convertirse en mi amigo. ¿No os rememora esta amistad nuestra, que trasciende las limitaciones siervo-amo, lo predicado en los Evangelios? “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos…”, afirma Jesucristo. Ciertamente, la amistad es uno de los valores que don Quijote ha despertado en mí. Humedece mi barroco teclado una espesa lágrima. Es tiempo de hacer una pausa…

Trastienda de dos autores - Stefan Zweig

Stefan Zweig (1881-1942), escritor y pacifista austriaco, famoso sobre todo por sus biografías


Publicado originalmente en abcd

Basilea, enero de 1903
Muy estimado señor:

¡No se asuste usted porque, ahora, de repente, le aborde con un saludo y una petición!

Adjunto a esta carta encontrará usted mi librito Gedichte [Poemas], que contiene, entre otras cosas, una traducción de Verlaine. Si algo en este libro resultara de su agrado, le ruego encarecidamente que me regale en reciprocidad su libro sobre Verlaine (los poemas suyos ya los tengo). Me haría muy feliz poseer ese hermoso volumen con una línea de dedicatoria escrita de su puño y letra.

Me proporcionará usted una alegría enorme. Soy ridículamente pauvre y me veo obligado a ir mendigando mis contentos acá o acullá. En esa empresa, sin embargo, he encontrado siempre, por azar, muchos amigos queridos [...]. ¿Tendré la misma suerte con usted?

¿O no?

Le saluda afectuosamente, su devoto servidor,

Hermann Hesse


Viena, 2 de febrero de 1903

Muy apreciado señor Hesse:

[...] su libro me ha deparado una gran alegría. Se lo agradezco de verdad, desde lo más hondo, y tengo que pedirle también que crea lo que voy a decirle: hace mucho tiempo que tenía la intención de dirigirme a usted [...] He creído siempre en aquella «Liga secreta de los melancólicos» de la que habla Jacobsen en su Maria Grubbe; sostengo también que los que sentimos, en lo íntimo de nuestro ser, cierta afinidad del alma, no debemos permanecer desconocidos los unos para los otros. Conocerle ahora personalmente a usted, a quien estimo mucho desde hace tiempo por algunos versos aislados leídos en revistas, me depara una alegría sincera.

¿Me permite decirle algo sobre su libro? [...] lo he tomado en mis manos y, guiándome por mi sensibilidad más clara y viva, se lo he llevado a algunos amigos para leerles pasajes en voz alta. Con toda sinceridad, me doy cuenta de que, junto a El libro de las imágenes de Rilke, a Der Spiegel [El espejo] de Wilhelm von Scholz y al Adagio stiller Abende [Adagio de atardeceres apacibles], obra de mi querido amigo Camill Hoffmann -libro que, además, siento extraordinariamente cercano-, éste es [para mí] el más querido poemario de este año. Con satisfacción puedo colocarlo junto a los otros libros que me han sido dedicados; y la compañía allí, por cierto, no es nada despreciable [...]. También me gustaría, en cuanto se preste la ocasión, hacer algo por su libro, y hacerlo en una gran publicación, donde sepa que mis palabras no se las llevará el viento.

Recibirá mi Verlaine en unos ocho días. Le pediré hoy mismo a mi editor algunos ejemplares nuevos; he tenido, por cierto, muchas satisfacciones con él, se vende magníficamente bien y espero que, para el otoño, vea la luz una segunda edición, con una tirada de tres mil ejemplares. Quiero, para entonces, añadir su magnífico poema, y le pido que eventualmente me haga llegar otras pruebas.

Y una cosa más: en vista de que ha sido usted, con su fuerza y su desenfado, quien ha roto el hielo, no quisiera que perdamos del todo el contacto. Me gustaría conocer más de usted [...]. No soy un autor de cartas muy fiable [...]. Sin embargo, siempre constituye para mí una dicha poder decirle a algún amigo al que aprecio cosas más íntimas y personales, esas que nos mueven y nos ocupan en lo más profundo; sólo que, en mi caso, esas cartas surgen de manera espontánea: no salen nunca con el próximo correo, sino que tardan a menudo tres semanas o más. Si se atreve usted, en tales circunstancias, a referirme muchas más cosas acerca de su persona, me sentiré satisfecho y hondamente agradecido, y creo que, en ese caso, podrá contar conmigo. Como poeta no me tengo en muy alta estima, y es ésa la razón por la que no dudo jamás en considerarme un ser totalmente superfluo para el mundo, a menos que me valore en mi virtud de ser «amigo de mis amigos». Y tengo la impresión de que podré contarle a usted entre ellos. [...]

Stefan Zweig




Basilea, 5 de febrero de 1903

Muy estimado señor:

[...] Debido a mi naturaleza inconstante, me resulta imposible establecer acuerdos u obligaciones. Por otra parte, no siento ninguna inclinación hacia los intercambios epistolares de corte literario. A ello se añade que mis ojos, normalmente tan claros e incansables, se muestran muy débiles ante el papel (durante el último año pasé meses sin poder leer ni escribir). Pero, a fin de cuentas, ¡ni usted ni yo pretendemos contraer matrimonio! Aunque no suelo escribir cartas, siempre contará con mi gratitud por cualquier saludo amistoso o cualquier forma de acercamiento personal, y en algunas ocasiones también compartiré con usted, con sumo gusto, alguna pena o alegría. ¡Pero sin regularidad ni reglamentos! ¿Me entiende usted?

De mí hay poco que contar. Aparte de algunos amoríos, mi corazón jamás ha pertenecido a los hombres, sino únicamente a la naturaleza y a los libros. Adoro a los antiguos novelistas italianos y a los románticos alemanes, pero estimo aún más las ciudades de Italia y, mucho más que todo eso, amo las montañas, los ríos, los desfiladeros, el mar, el cielo, las nubes, las flores, los árboles y los animales. Andar, remar, nadar y pescar están para mí por encima de todo. Sólo que no practico nada de eso como deportista, sino como un soñador [...].

[...] Me gusta tratar con los niños, con los campesinos, con la gente de mar, etcétera, y siempre se me puede encontrar empinando el codo en las tabernas de marineros. Siento un horror enorme ante esos lugares a los que se entra con guantes blancos o palabras selectas y, desde hace dos años, me mantengo estrictamente alejado de toda «vida social». Durante la semana trabajo en una pequeña tienda de libros viejos; por las noches leo o juego al billar, y los domingos me pierdo en alguna que otra montaña o valle, siempre en solitario. [...]

Hasta ahora me he librado totalmente de cualquier éxito literario. [...] Para convertirme en folletinista soy en parte demasiado torpe, en parte demasiado orgulloso y, en parte también, demasiado perezoso. La creación, para mí, es siempre goce, nunca trabajo. No obstante, de vez en cuando tengo que hacer cosas de ese tipo para ganarme la vida.

No sé si con esto tiene usted una imagen de mí, ¡uno se conoce tan poco! Por lo demás, no estoy acostumbrado a hablar de mí mismo, y mucho menos a tenerme como tema de conversación. ¡De modo que dese usted por satisfecho! [...]

Hermann Hesse




Viena, 2 de marzo de 1903

Estimado señor Hesse:

[...] Yo, aquí, también suelo apartarme de los caminos de la literatura. Creo [...] que en el extranjero se imaginan la literatura austriaca como una enorme mesa de café alrededor de la cual permanecemos sentados todos, día tras día. Ahora bien, yo, por ejemplo, no mantengo una relación estrecha ni con Schnitzler, ni con Bahr, ni con Hofmannsthal, ni con Altenberg; es más, a los tres primeros ni siquiera los conozco. Recorro mis caminos por el campo con algunos autores más silenciosos: Camill Hoffmann, Hans Müller, Franz Karl Ginzkey, un poeta franco-turco, el doctor Abdullah Djaddet Bey, y algunos pintores y músicos. Creo que, en el fondo, todos nosotros -y con «nosotros» me refiero a los que sentimos esta afinidad- vivimos de un modo parecido. Yo también he prodigado, y no poco, la vida, sólo me falta ese último desbordamiento: el de la embriaguez. [...]

¡Y para colmo tengo que practicar la ciencia! Ahora trabajo como un demente para acabar el año que viene, de una vez por todas, con lo del título de Doctor philosophiae, y así poder arrojarlo a mis espaldas como si se tratase de unos molestos harapos. Ésta es, tal vez, la única cosa que hago para complacer a mis padres, en contra de mi propio yo. Me siento totalmente aniquilado de tanto quemarme las cejas, algo que sólo interrumpo de vez en cuando para pasar alguna noche de locura, pero nunca para divertirme o liberarme; espero poder imponer en casa el consentimiento para ir en Pascua por diez días a Italia. He aprendido italiano y estoy ávido por ver los cuadros de Leonardo, que sé que me encantarán [...].

Suyo.

martes, 6 de septiembre de 2011

Nuestro barroco (y II)

Barroco americano, detalle
Por Leonardo Venta

Curiosamente publicado el mismo año, 1944, en que salió a la luz Ficciones de Borges y la lezamesca Orígenes, según Octavio Paz, la mejor revista literaria en América Latina, en De la Conquista a la Independencia, Mariano Picón Salas realiza uno de los estudios más lúcidos que se haya escrito sobre el barroco americano.

En lo que Picón Salas llama “El barroco de Indias” sobresalen características como lo dificultoso, el deseo de asombrar, el interés por lo raro, lo desconocido, lo insólito, el énfasis en el saber y el cultivo de la inteligencia, así como la mezcla de lo ilustre con lo vulgar y el deseo de venganza a un orden establecido.

Nuestro barroco ha sido interpretado, erróneamente, como una mera reproducción de los modelos europeos y particularmente de los peninsulares. Además ha servido a la crítica eurocentrista para apoyar la noción de que el desarrollo cultural del colonizado es un reflejo de la cultura del colonizador. Sin embargo, el nivel de conocimiento alcanzado por el colonizado esgrime su identidad a través de discursos mímicos, copia paródica individual y colectiva del centro, en este caso del barroco europeo.

Desde la época virreinal observamos cierta manipulación astuta del discurso de parte de los escritores americanos: el juego de espejos y máscaras, para estructurar y reformar la imagen propia como reflejo y fragmentación de la del otro. Este juego del barroco americano consiste en apropiarse de lo establecido como egregio por una conciencia europeizante, y darle un vuelco para ofrecerle una nueva connotación, en este caso criolla.

El barroco americano ingenia una realidad nueva, duplicándola, espejeándola, y a través de esta copia, que deja de ser copia por su valor intrínseco de originalidad, suplanta el modelo del que parte, con una genialidad tal que lo metamorfosea en nueva creación. En España, el barroco significó el arte de la Contrarreforma abanderada por la Iglesia Católica para oponerse al protestantismo; en América, es al arte de la Contraconquista en la búsqueda de una identidad diferenciada de la peninsular.

Mabel Moraña en su ensayo “Apologías y defensas: discursos de la marginalidad en el Barroco hispanoamericano” afirma: “Alabar al otro, al igual que defender lo propio, son operaciones que remiten, dentro de la cultura del Barroco, a distintos niveles de la controversial epocal entre autoridad y subalternidad, fe y razón, escolasticismo y humanismo, centralismo y marginalidad. Las antitesis, claroscuros y máscaras barrocas, encuentran expresión a través de esta dialéctica que elogia hiperbólicamente al Otro al tiempo que impugna sus bases ideológicas, o afirma la identidad del Yo haciendo uso de los recursos de la modestia afectada o adhiriendo a los ritos de la celebración y la obediencia”.

Picón Salas propone una visión del barroco relacionada con la búsqueda de una identidad cultural latinoamericana que intenta rellenar esa laguna histórica, el vacío al que se refiere Carpentier, que va desde la Conquista hasta la Independencia, y que saturada de “contradicciones y complicaciones” se proyecta hacia nuestro presente: “La época colonial, y especialmente el período barroco… es el más desconocido e incomprendido en todo nuestro proceso cultural-histórico. Sin embargo, fue uno de los elementos más prolongadamente arraigados en la tradición de nuestra cultura… Pesa en nuestra sensibilidad estética y en muchas formas complicadas de psicología colectiva”.